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Fuego y agua

Aquel fue el bautismo de fuego de Jack, dado que el disparo del rifle le había arrancado un buen pedazo de carne de la espalda. Bufando de dolor y rabia, el grizzly se abrió paso por entre los arbustos y viajó durante una hora o más, tras lo que se tumbó e intentó lamerse la herida pero no se la alcanzaba. Lo único que pudo hacer fue rascársela contra un tronco.

Continuó su viaje de vuelta al Tallac y, una vez allí, en una cueva a la que habían dado forma una serie de rocas caídas, se tumbó a descansar. Seguía retorciéndose de dolor cuando el sol alcanzó su cénit y un extraño olor a fuego empezó a entrar por la cueva. El olor fue a más y, en un momento dado, empezaron a acompañarlo volutas de humo que no le dejaban ver. El ambiente se tornó tan asfixiante que Jack se vio obligado a moverse, pero el humo le seguía. Llegó un momento en que ya no podía más y decidió salir a la carrera por otra de las entradas de la caverna. Mientras escapaba, vio a un hombre que echaba leña en una hoguera que había en la entrada de la cueva y el olorcillo que le trajo el viento decía: «Este es el hombre que estaba ayer vigilando las ovejas». Por extraño que pareciera, en el bosque no había humo, excepto un anillo insignificante que flotaba sobre los árboles, y Jack se marchó, sin más, a trancos. Recorrió la cresta y fue comiendo bayas, que eran la primera comida que se llevaba a la boca desde que había matado a la última oveja. Llevaba un rato deambulando de acá para allá, comiendo fruta y sacando raíces, cuando, de repente, vio que el humo se tornaba más negro y que el olor a fuego se volvía más fuerte. Se alejó de lo uno y de lo otro, pero sin prisa. Poco después, vio que los pájaros, los ciervos y las liebres lo dejaban atrás a toda prisa. Se oía una especie de rugido, un rugido cada vez más fuerte. El grizzly decidió salir corriendo detrás de los demás animales del bosque.

El bosque entero estaba en llamas. Empezaba a levantarse viento y las llamas, que iban creciendo y expandiéndose, cabalgaban encabritadas como caballos salvajes. Jack no encontraba en su cerebro nada parecido siquiera, pero el instinto le decía que huyera de ese rugido que provocaba nubes negras, lanzaba por los aires restos calcinados y enviaba mensajeros de calor por el suelo. Así que escapó, igual que el resto de los habitantes del bosque. Por rápido que fuera, y eso que pocos animales pueden adelantar a un grizzly a la carrera, el huracán de calor lo estaba alcanzando. Su sentido del peligro había ido creciendo hasta convertirse casi en terror, un terror como no había experimentado nunca, dado que no tenía ante sí nada a lo que pudiera enfrentarse, nada a lo que pudiera resistirse. Pasado un tiempo, las llamas lo habían rodeado. Innumerables pájaros, liebres y ciervos habían caído ante el horror rojo. Jack huía a toda prisa por entre chaparros y manzanitas que aguantaron allí hasta que aquella furia dio buena cuenta de ellos. Al oso se le empezó a chamuscar el pelo. Se olvidó de la herida de la espalda y no pensaba en otra cosa que en escapar. De súbito, se abrieron los arbustos que tenía delante y el grizzly, cegado por el humo, casi asado, se lanzó a una pequeña masa de agua clara. El pelo de su espalda siseó porque estaba muy muy caliente. El oso entró en el agua, tragó aquel líquido fresco y disfrutó de aquella sensación de seguridad, de aquella ausencia de calor. Luego, se agachó bajo la superficie y se mantuvo así hasta que sus pulmones ya no aguantaron más, momento en que asomó la cabeza con cuidado. El cielo era una lámina de fuego. Sobre el agua caían ramas en llamas y ascuas que producían un siseo. El aire estaba todavía caliente aunque, de vez en cuando, era respirable. Jack se llenaba los pulmones y buceaba hasta que su cuerpo no aguantaba más. En el agua había otras criaturas, algunas con quemaduras, otras muertas, algunas pequeñas y en la orilla, otras más grandes y en zonas más profundas, y tenía una justo al lado. ¡Ay!, conocía ese olor... Por mucho que toda Sierra Nevada estuviera en llamas, el fuego no podía disfrazar al cazador que le había disparado desde la plataforma y, aunque eso no lo sabía, el del cazador que lo había seguido y que había encendido el fuego para sacarlo de su escondite y que, con ello, había incendiado el bosque entero. Allí estaban, cara a cara, en la zona más profunda de aquella pequeña masa de agua, a tres metros el uno del otro y sin posibilidad de alejarse más de seis. El calor de las llamas era ya insoportable. Tanto el oso como el hombre tomaron aire a toda prisa y se escondieron bajo el agua. Ambos se preguntaban —cada uno dentro de los límites de su inteligencia— qué haría el otro. En medio minuto, los dos volvieron a salir y se alegraron de no estar más cerca que antes. Ambos intentaron mantener la nariz y un ojo por encima del agua, pero el fuego ardía con furia. Tenían que sumergirse y permanecer bajo el agua tanto tiempo como fuera posible.

El rugido de las llamas era como un huracán. Un pino descomunal cayó con un estruendo atronador en la masa de agua y a punto estuvo de aplastar al hombre. El agua apagó casi por completo las llamas del árbol pero, aun así, el tronco daba tanto calor que el hombre tuvo que apartarse y acercarse un poco más al oso. Otro árbol cayó en un ángulo diferente, mató a un coyote y quedó cruzado con el pino. Los dos árboles empezaron a arder con fuerza allí donde se cruzaban y el oso se vio obligado a apartarse un poco de ellos y a acercarse al hombre. Estaban tan cerca el uno del otro que casi podían tocarse. El arma del hombre, inútil ahora, estaba en la orilla, pero tenía un cuchillo preparado para defenderse. No fue necesario. Aquel feroz incendio había decidido proclamar la paz en el bosque. Jack y su enemigo pasaron una hora o más metiendo la cabeza bajo la superficie y saliendo a respirar de nuevo, manteniendo la nariz por encima del agua y sin dejar de quitarse ojo.

El huracán rojo acabó por pasar. Seguía habiendo mucho humo en el bosque, pero ya no era intolerable, y, mientras el oso salía del agua, camino del bosque, el hombre se dio cuenta de que el animal tenía una herida en la espalda que estaba tiñendo el agua de rojo. Ya antes había visto el rastro de sangre, pero fue en aquel momento cuando comprendió que aquel era el mismo oso del cañón de Baxter, el oso gringo. Lo que no sabía es que el grizzly era también su viejo amigo Jack. El hombre salió del agua como pudo, por el extremo contrario al que había elegido el oso pardo y, cazador y cazado, marcharon cada uno por su lado.

Jacky, el oso de Tallac y otros cuentos

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