Читать книгу Jacky, el oso de Tallac y otros cuentos - Ernest Thompson - Страница 14
ОглавлениеEl arroyo
Pedro Tampico y su hermano Faco no estaban en el negocio ovino por gusto. No marchaban por delante de sus queridísimas ovejas blandiendo un cayado a modo de bastón de mando ni apelaban a la parte estética de sus fieles seguidoras con chistu y tamboril. En vez de guiar el rebaño con un símbolo, lo hacían con piedras y palos que, por otro lado, siempre tenían a mano. No eran pastores, eran conductores de ovejas. Ni querían a aquellos animales, ni los veían con buenos ojos. Para ellos, no eran sino dinero con patas. Cada oveja valía un billete de dólar. Cuidaban de ellas por el mero hecho de que les interesaba el dinero y las contaban después de cada alarma y de cada día de viaje. Para nadie es fácil contar tres mil ovejas pero, para un conductor de ovejas mexicano, es imposible. Sin embargo, hay una cuenta de la vieja que sirve para este propósito. En un rebaño normal, más o menos una de cada cien ovejas es negra. Si una parte del rebaño se ha extraviado, es muy probable que haya una negra en ella; así, contando las treinta ovejas negras cada día, Tampico tenía controlado, en cierta medida, el rebaño entero.
Jack el grizzly no había matado sino una oveja aquella primera noche. En su siguiente visita mató dos. En la tercera, otra más. No obstante, resultó que, en aquella tercera incursión, la oveja que se llevó era negra y, cuando Tampico descubrió que solo quedaban veintinueve, razonó que, de acuerdo a la proporción, había perdido un centenar de ovejas.
«Si la tierra no está sana, sigue adelante»; lo recomienda la sabiduría popular. Tampico se llenó los bolsillos de piedras y empezó a insultar a las ovejas y a apedrearlas para alejarlas de aquella zona en la que, sin lugar a dudas, había un devorador de reses. Por la noche encontró un cañón, un corral natural, y el enjambre lanoso, convertido en un lanar denso, fue entrando por el hueco, instado a ello con inteligencia por el perro y de la manera más imbécil posible por el hombre. Tampico encendió la hoguera en una de las entradas. A unos diez metros de distancia había una alta pared de roca.
Quince kilómetros de viaje pueden ser muchos para un solo día en el caso de las infelices plantas de lana, pero son poco más de dos horas para un grizzly. Es una distancia que el oso no alcanza con la vista, pero que sí alcanza con el olfato, y Jack, que estaba hambriento de cordero, no tuvo la más mínima dificultad en seguir a sus presas. Se vio obligado a cenar un poco más tarde de lo habitual, pero su estómago se lo agradeció. Nadie dio la alarma en el campo porque Tampico se había quedado dormido. Sin embargo, en un momento dado, un rugido del perro lo despertó. Cuando se levantó, el pastor tenía ante sus ojos la criatura más aterradora que jamás hubiera visto —o imaginado siquiera—, un oso monstruoso erguido sobre sus patas traseras, un oso de diez metros de altura cuando menos. El perro salió huyendo, despavorido, pero era la encarnación del valor en comparación con Pedro. El pastor estaba tan asustado que era incapaz de pronunciar la plegaria que se le había atascado en el pecho: «¡Santos del cielo, dejar que se lleve toas’as pecadoras ovejas negras del rebaño si quiere, pero perdonar a este humilde creyente!». El hombre escondió la cabeza, por lo que nunca llegó a darse cuenta de que, en realidad, lo que había visto no era un oso de diez metros de altura, sino uno de algo más de dos metros que estaba cerca del fuego y que, por lo tanto, proyectaba una sombra de diez metros sobre la roca lisa que tenía detrás. Muerto de miedo, el pobre Pedro se postró ante el supuesto monstruo.
Cuando volvió a mirar, el oso gigante había desaparecido. Había ajetreo entre las ovejas. Unas pocas escaparon del cañón y se internaron en la noche y detrás de ellas salió un oso de tamaño normal, sin duda, un cachorro del monstruo.
Hacía unos meses que Pedro había dejado de rezar pero, la siguiente vez que lo vio, el pastor le aseguró a su padre confesor que, después de aquella noche, no solo se había puesto al día con las plegarias, sino que ya para cuando llegó la mañana de aquella aciaga noche llevaba un amplio excedente de rezos. Al amanecer, el pastor dejó a su perro a cargo del rebaño y partió en busca de las ovejas que habían escapado, consciente de que poco tenía que temer durante el día y de que algunas nunca las recuperaría. De acuerdo a la manera de calcular que tenía el pastor, eran muchas las ovejas que se habían descarriado, dado que faltaban dos ovejas negras más. Aunque resultara extraño, no se habían dispersado y Pedro siguió su rastro cosa de dos kilómetros hasta que llegó a otro cañón, muy pequeño. Allí encontró lo que faltaba del rebaño, dispuesto en lo alto de rocas o en pináculos rocosos, subidas las ovejas tan arriba como habían podido. Aquello lo maravilló y se tiró medio minuto engrosando su banco de plegarias. Le apenó sobremanera descubrir que de aquel modo no iba a lograr que las ovejas bajaran de las rocas y salieran del cañón. Por fin consiguió llevar hasta la boca del cañón a un par de ovejas que, una vez allí, aterradas, pegaron un salto para alejarse de algo que había en el suelo. Cuando el pastor examinó de qué se trataba, descubrió —lo juraba— que era el rastro fresco de un grizzly, que iba de una pared a la otra. A su entender, daba la sensación de que el oso había querido trazar una línea. Las ovejas volvían a estar lejos de su alcance. Pedro empezó a temer por su vida, por lo que volvió corriendo junto al rebaño principal, con el resultado que ahora estaba peor que antes. El primer grizzly se comía una oveja al día pero este, en cuyo territorio se había internado, era un monstruo, una montaña, que necesitaba cuarenta o cincuenta ovejas para desayunar. Cuanto antes se largara de allí, mejor.
En aquel momento, no obstante, era tarde y las ovejas estaban cansadas para viajar, por lo que Pedro se preparó de una manera inusual para pasar la noche: encendió dos grandes hogueras, una en cada una de las entradas del cañón, y construyó una plataforma para dormir en un árbol, a cinco metros de altura. ¡Que el perro se las arreglara como pudiera!