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El río que bordeaba la ladera

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Pocos intereses placenteros ocuparon los siguientes dieciocho meses de la vida de Jack. Su mundo se circunscribía al círculo de seis metros de diámetro que alcanzaba a recorrer desde el poste al que estaba atado en el jardín. Las azules montañas que tenía a la vista, el pinar cercano, incluso la hospedería del rancho, eran estrellas fijas, lejanas, una mera sugerencia de su esplendor a ojos del oso, que no eran muy brillantes. Hasta los caballos y los seres humanos estaban fuera de su pequeña esfera y no se acercaban a él sino como se acercan los cometas a la Tierra. A medida que crecía encadenado, Jack empezaba a olvidar aquellos trucos que tan valioso lo habían hecho en su día.

Al principio, las veces de su guarida las había hecho un barrilito de mantequilla, donde tenía espacio suficiente. Sin embargo, enseguida empezó a pasar por una serie de etapas: barrilito de mantequilla, barril de clavos, barril de harina, de aceite... y, ahora, se había convertido en un oso de tonel, a pesar de que estaba lejos de llenar aquella caverna redonda, su nueva guarida.

La hospedería del rancho estaba en la ladera de Sierra Nevada, donde los robledales descendían hasta las llanuras doradas de Sacramento. La naturaleza había otorgado a aquella zona del mundo los más bellos dones de los que disponía: una tierra rica en flores y frutas exuberantes, sol y sombra, pastos secos, ríos caudalosos y arroyos murmurantes. A la vista había árboles enormes y la sierra, alta en el este, enmarcaba los fabulosos y plumosos bosques de pinos con rocas azules que eran como esculturas. En la parte de atrás de la casa había un río de aguas nobles que bajaba de las montañas pero que estaba domesticado, encadenado, por canales y presas. Aun así, seguía siendo un cauce noble que provenía de un arroyo que borbotaba de las colinas del viejo y adusto Tallac.

A un lado y a otro había vida, belleza y color, pero la gente que vivía en el rancho era de lo más sórdida. Ver a aquella gente en aquel entorno hacía que surgieran dudas acerca de eso «de la naturaleza hasta el dios de la naturaleza». Ni en el suburbio más bajo viven personas tan viles y Jack, si es que su cerebro era capaz de algo así, debía de haber empezado a calificar a los de dos patas cada vez peor a medida que los conocía mejor.

Se trataba de seres crueles que respondían a menudo con odio. Se podría decir que, para aquel entonces, el único truco entretenido que llevaba a cabo el oso era el de beber cerveza. Le encantaba la cerveza y los holgazanes que solían andar por la taberna a menudo le ofrecían una para ver con qué destreza giraba el alambre del corcho y le quitaba el tapón a la botella. En cuanto este salía disparado con su característico «¡pop!», Jack giraba la botella entre sus patas y bebía hasta la última gota del contenido.

La monotonía de su vida la rompía, de vez en cuando, una pelea contra perros. Sus torturadores le llevaban sus perros cazadores de osos para «probarlos con el osezno». Al parecer, aquello era muy satisfactorio para los seres humanos y para los canes. Hasta que Jack aprendió cómo recibirlos, claro. Al principio, corría con furia hacia el atormentador que más cerca estuviera, lo que lo dejaba del todo expuesto a los ataques de los perros que tenía detrás en cuanto llegaba al final de la cadena y sentía el tirón. Uno o dos meses después, había cambiado su táctica por completo. Había aprendido a quedarse sentado de espaldas al tonel y a observar con atención a los ruidosos perros que lo rodeaban, pero como si no le interesaran lo más mínimo, sin moverse, por cerca que estuvieran, hasta que se «apandillaban», es decir, hasta que formaban un grupo. En ese momento, cargaba. Era inevitable que los perros de detrás fueran los últimos en saltar para escapar de él, por lo que atacaba a los delante, que tropezaban con los de atrás. Así, Jack acababa «marcando» a uno o más perros y, poco a poco, el juego dejó de resultar popular.

Cuando andaba por los dieciocho meses de edad, un oso medio adulto ya, aconteció un incidente que nadie podía explicarse. Jack había cogido fama de peligroso, dado que había dejado tullida a una persona de un solo golpe y casi había matado a un idiota que iba achispado y que se había presentado voluntario para luchar contra él. Una noche, un pastor inofensivo y muy zángano se agarró una borrachera monumental y ofendió a una mala gente que decidió que, dado que el pastor no tenía armas, lo suyo era matarlo a golpes en vez de llenarlo de agujeros que, al fin y al cabo, era lo que dictaba su código. El pastor, Faco Tampico, salió por la puerta y se internó en la oscuridad. Sus perseguidores estaban aún más borrachos que él pero, como querían darle una lección, lo persiguieron. Faco rodeó la hospedería hasta la parte de atrás y acabó en el jardín. Los montañeros tuvieron el sentido común suficiente como para mantenerse alejados del grizzly mientras buscaban a su víctima, pero no dieron con el pastor. Entonces, encendieron antorchas y se aseguraron de que no estuviera en el jardín, así que consideraron que se habría caído al río que había detrás del granero, en el que, sin duda, se habría ahogado, y se sintieron satisfechos. Unos cuantos chistes de mal gusto y volvieron a la hospedería. Según pasaban por delante de la guarida del grizzly, sus antorchas despertaron en los ojos del animal un destello de las llamas. Al amanecer, el cocinero, cuyo día acababa de empezar, oyó ruidos extraños en el jardín. Provenían de la guarida del grizzly.

—¡Oye, tú... échate pa’lla! —una voz somnolienta.

Luego, un gruñido quejumbroso.

El cocinero se acercó tanto como se atrevió y echó una ojeada dentro del tonel. La misma voz somnolienta exclamó:

—¡Mamacita, pero ¿por qué m’empujáis?!

Entonces, el cocinero vio que un codo humano asomaba por el tonel, que se movía y que, de nuevo, la respuesta que obtenían las palabras eran el gruñido impaciente del oso.

Cuando el sol salió del todo, los demás gandules y maleantes, sorprendidos, se dieron cuenta de que el pastor que habían dado por muerto estaba, en realidad, durmiendo la mona ¡en la caverna de la mismísima muerte! Aunque intentaron sacarlo de allí, el grizzly les dejó bien claro que solo se lo permitiría por encima de su cadáver, pues cargó con furia vengativa contra todo aquel que se atrevía a acercarse y, cuando por fin se dieron por vencidos, el animal se tumbó en la puerta de su casa para montar guardia. Por fin, en un momento dado, el pastor se despertó, se apoyó en los codos para incorporarse y, al darse cuenta de que estaba en poder del joven oso, rodeó con cautela a su vigilante por la espalda y salió corriendo sin darle las gracias y sin decir siquiera «¡esta boca es mía!».

El 4 de julio estaba cerca y el dueño de la taberna, que había empezado a cansarse del enorme cautivo que había en el jardín, anunció que celebraría el Día de la Independencia con un gran combate entre «un toro salvaje y peleón y un feroz grizzly californiano». La noticia llegó muy lejos gracias al «telégrafo del boca a boca». Para el día del acontecimiento, colocaron en el tejado del establo sillas a cincuenta centavos. El carro de heno estaba medio cargado y lo dejaron al lado del corral. Las sillas que había en él proporcionaban una visibilidad perfecta, así que se vendían a dólar. Los del rancho repararon el viejo corral con nuevos postes allí donde era necesario y lo primero que hicieron por la mañana el día del combate fue pastorear a un agresivo y viejo toro hasta allí y atormentarlo hasta que estuvo bien cabreado y se volvió tremendamente peligroso.

A Jack, mientras tanto, lo ataron con cuerdas, lo estuvieron ahogando y lo clavaron a su tonel. Su cadena y su collar estaban remachados el uno al otro de continuo, así que le quitaron el collar porque «sería fácil arrastrarlo con cuerdas cuando el toro hubiera acabado con él». Luego, llevaron el tonel rodando hasta la puerta del corral donde ya estaba todo preparado.

Llegaron vaqueros de todas partes con sus mejores galas y adornos —porque el vaquero de California es el pavo real de los suyos—. Los acompañaban las más bellas de sus mujeres y llegaron también granjeros y rancheros de ochenta kilómetros a la redonda para disfrutar de aquella pelea entre el toro y el oso. Había allí mineros de las montañas, pastores mexicanos, tenderos y comerciantes de Placerville, desconocidos de Sacramento... Estaban representados pueblos y ciudades, las montañas y las llanuras, el condado entero. El carro de heno les dio tan buen resultado a los del rancho que decidieron poner otro. Los asientos del techo del granero se agotaron. En un momento dado, un ominoso crujido de las vigas de madera hizo que los precios se desplomasen, pero un par de fuertes soportes enseguida consiguieron que el mercado se rehiciera y en todos lados estaban ya preparados y ansiosos por ver la gran pelea. Aquellos que habían crecido entre ganado apostaban por el toro:

—¡T’aseguro que no hay na’n’el mundo que puea enfrentarse a un toro salvaje!

Los montañeros, en cambio, apoyaban al oso:

—¡Bah! ¿¡Qué es un toro pa un oso!? ¡He visto a un grizzly lanzar un caballo d’un lao al otro del Hetch Hetchy sin el menor esfuerzo, d’un zarpacito con la izquierda! ¿¡Un toro!? ¡Apuesto a que no quéa na’ d’él pa’l segundo asalto!

Reñían y apostaban mientras mujeres corpulentas que intentaban parecer atractivas representaban diferentes papeles, como el de asustada por lo que estaba a punto de acontecer o el de nerviosa por el alboroto, aunque, en realidad, estaban todas ellas tan interesadas en el acontecimiento como los hombres.

Todo estaba preparado y el encargado de aquel tinglado gritó:

—¡’Amos, muchachos, que la casa está llena y ya’s l’hora!

Faco Tampico había conseguido atarle al toro una mata de chaparro espinoso debajo de la cola, por lo que la enorme criatura se había puesto frenética, como quien dice, ella sola, con solo mover el rabo. Por su lado, al tonel de Jack le habían dado vueltas y vueltas hasta que habían conseguido que el oso estuviera rabioso. En cuanto le dieron la orden, Faco abrió la puerta del corral. La boca del tonel estaba pegada a la puerta del corral. Jack no tenía sino que salir y destrozar al toro con sus zarpas. No obstante, no fue lo que hizo. El ruido, el griterío, la muchedumbre... lo afectaron tanto que decidió quedarse donde estaba y los defensores del toro soltaron un grito burlón. Su campeón avanzaba mugiendo y resoplando y se detenía a menudo para levantar tierra con las pezuñas delanteras. El animal levantó la cabeza y se acercó poco a poco al oso hasta que, por fin, se encontró a unos tres metros de la guarida del grizzly. De pronto, bufó con fuerza, dio media vuelta y salió corriendo hasta la otra punta del corral. Entonces, fueron quienes apoyaban al oso los que gritaron y vitorearon.

La gente, sin embargo, quería presenciar una pelea y Faco, que ya había olvidado que tenía una deuda para con Jack el grizzly, metió en el tonel, por el agujero del falsete, un atado de petardos que tenía preparados para celebrar el 4 de Julio.

«¡Crac!».

Jack pegó un salto.

«Fiii... ¡crac c-c-catacrac! ¡Crac!».

Jack, asustado, salió de su guarida al circo que lo esperaba fuera. Ahora, el toro estaba en medio del ruedo, quieto, magnificente, y, en cuanto vio al oso pardo, pegó un salto hacia él, resopló con fuerza en dos ocasiones y se retiró tan lejos como pudo entre gritos de ánimo y silbidos.

Cabe la posibilidad de que las dos características principales de los grizzlies sean la rapidez con la que trazan un plan y el vigor con el que lo ejecutan. Enseguida, antes incluso de que el toro hubiera llegado a la parte más alejada del corral, dio la sensación de que Jack sabía qué era lo mejor que podía hacer. Con aquellos ojillos de cerdo que tenía, observó la valla de un vistazo y enseguida encontró el mejor sitio por el que trepar, una zona en la que había clavado un travesaño. En cuestión de tres segundos estaba allí, en dos segundos más había saltado la valla y en un segundo más empezó a correr. La gente se apartaba a su paso y el oso se echó a las montañas tan rápido como se lo permitieron sus fuertes y ágiles patas. Las mujeres chillaban, los hombres gritaban y los perros ladraban. Muchos salieron a la carrera hacia los caballos, que estaban atados lejos del corral, con idea de ir a por el oso, pero el grizzly les llevaba ya trescientos metros de ventaja, puede que incluso quinientos y, para cuando la muchedumbre engalanada dio forma a una larga y apresurada columna de jinetes desordenados e imprudentes, Jack ya se había lanzado al río, una corriente a la que ningún perro se atrevía a enfrentarse, había llegado a un chaparral y había salido corriendo hacia las colinas pinosas. En una hora, el rancho, con su mortificante cadena, sus crueldades y sus brutales habitantes, era cosa del pasado, pues aquellas vivencias las acallaron las montañas de su juventud y aquel río al que se acercaba ya cuando era un cachorro, ese río en el que se convertía el arroyo que brotaba en el Tallac, donde había nacido. Aquel 4 de Julio fue glorioso para Jack, porque supuso su independencia.

Jacky, el oso de Tallac y otros cuentos

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