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Los manantiales y la presa del minero

El cazador llamó a los oseznos Jack y Jill, y Jill, la pequeña furia, siguió teniendo mal carácter y no hizo nada para que el cazador cambiara de opinión al respecto. Cuando, a la hora de la comida, el hombre llegaba, ella, aun atada al poste, se alejaba cuanto podía y le gruñía, o se sentaba malhumorada, asustada y en silencio. Jack, en cambio, bajaba y tiraba de la cadena para encontrarse con su captor y se quejaba con suavidad. Después, deglutía la comida como si el cazador les sirviera manjares, con gusto, pero con pésimos modales. Él también tenía sus rarezas y, desde luego, era el claro ejemplo de que la gente se equivoca al decir que los animales no tienen sentido del humor. Al mes, se había vuelto tan dócil, que el cazador le permitió correr en libertad. El oso seguía a su dueño como un perro y sus juegos y gracias eran una fuente constante de divertimento para Kellyan y los pocos amigos que tenía en las montañas.

Al final del riachuelo que corría por debajo de la cabaña del cazador, había una pradera donde cortaba cada año el heno suficiente como para dar de comer a sus dos ponis a lo largo del invierno. Ese año, cuando llegó el momento de la cosecha, Jack lo seguía hasta allí a diario, y bien se ponía peligrosamente cerca de la resoplona guadaña, bien se acurrucaba una hora entera en la chaqueta del cazador para protegerla de monstruos tan terribles como marmotas y ardillas listadas. Una interesante variación en aquel día a día se produjo una mañana en que el segador encontró una colmena de abejorros. A Jack le encantaba la miel, claro está, y sabía muy bien qué era un panal, por lo que a la llamada de «¡miel, Jacky, miel!» siempre acudía corriendo como un pato. El oso movía a un lado y a otro el morro, conmovido por el placentero olor, y se acercaba precavido, pues sabía que los abejorros tenían aguijón. Esperaba su oportunidad y los apartaba con diestros manotazos que les daba con la mano un poco curvada, uno a uno. Así, los derribaba y, después, los aplastaba. Luego, olisqueaba el aire para recibir cuanta información pudiera y sacudía el nido con cautela hasta que el último de los abejorros salía. Poco a poco, los mataba a todos. Cuando se había deshecho de la decena o más que conformaban el enjambre, metía la zarpa con cuidado en el panal y, primero, se comía la miel, a continuación, las larvas, luego, la cera y, por último, los abejorros que había matado, que masticaba como si fuera un cerdo en su pesebre mientras que con la lengua, larga y roja, serpenteante, siempre ocupada, se metía a los rezagados en sus glotonas fauces.

El vecino que más cerca tenía Lan era Lou Bonamy, un antiguo vaquero y pastor de ovejas que se había metido a minero. Vivía, junto con su perro, en una cabaña a algo más de kilómetro y medio por debajo de la cabaña de Kellyan. Bonamy había visto cómo Jack «se encargaba de una cuadrilla de abejas» y, un día, cuando se acercaba a la casa del cazador, gritó:

—¡Lan, trae a Jack, que nos vamos a echar unas risas!

El minero los guio corriente abajo. Kellyan le seguía y Jacky seguía al cazador con cierta torpeza, pegado a sus talones, aunque se paraba de vez en cuando y olisqueaba el aire para asegurarse de que no perseguía el par de piernas equivocado.

—¡Ahí, Jack! ¡Miel! —exclamó Bonamy mientras señalaba un gran avispero en la rama de un árbol.

Jack volvió la cabeza y giró el morro. Era evidente que aquellos bichos zumbones parecían abejas, pero nunca había visto una colmena con esa forma o ese tamaño, ni tampoco las había visto en los árboles. Aun así, se encaramó al tronco. El cazador y el minero esperaron. Lan se preguntaba si debía permitir que su mascota corriera tal peligro, mientras que Bonamy insistía en que iba a ser muy divertido jugársela al osezno. Jack llegó a la rama que sujetaba el gran nido por encima de las aguas profundas y procedió cada vez con más cuidado. Era la primera vez que veía una colmena así y, desde luego, no olía como debería. Dio otro paso hacia delante en la rama... ¡vaya, cuantísimas abejas! Otro paso más... sí, parecía que aquello eran abejas. Avanzó con precaución... y, claro, donde hay abejas, hay miel. Un paso más... Debía de estar a algo más de un metro de aquel globo de papel. Las abejas zumbaban como si estuvieran enfadadas y Jack dio un paso atrás porque tenía dudas. El cazador y el minero se rieron. Entonces, Bonamy soltó con voz delicada y con tono de engaño:

—¡Miel, Jacky! ¡Miel!

Por suerte para él, y dado que no las tenía todas consigo, el cachorro avanzó despacio. Hizo un movimiento repentino y decidió esperar a que todas las abejas hubieran entrado en la colmena, aunque sentía la necesidad de seguir adelante. Jacky levantó la nariz y avanzó unos centímetros más, hasta que estuvo delante del ominoso globo de papel. Entonces, adelantó las zarpas y, por suerte, puso la parte callosa de una de las patas sobre el agujero de entrada y, con la otra, cogió el avispero. Luego, saltó de la rama, directo al río. El cazador y el minero se fijaron en que, en cuanto tocó el agua, el oso empezó a rasgar el avispero con las patas de atrás hasta hacerlo trizas. Después, dejó que la corriente se llevara los pedazos y salió del agua. Corrió a la altura de los trozos de panal hasta que se detuvieron en una zona menos profunda, donde volvió a lanzarse al río. Las avispas, o se habían ahogado o estaban tan mojadas que no eran peligrosas. Jack, triunfante, llevó su botín a la orilla. Allí no había miel, claro está, lo que resultó una decepción, pero había muchas larvas blancas y gordas que estaban casi tan buenas como las de las abejas y Jack comió hasta que su tripa estuvo hinchada como un balón.

—¿¡Qué te paece!? —bromeó Lan.

—¡Es él quien s’ha reío de nosotros! —le respondió Bonamy con gesto de desagrado en el rostro.

Jacky, el oso de Tallac y otros cuentos

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