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La presa rota

Por lo normal, un ciervo herido tira hacia el valle; un grizzly herido, trepa. Jack no sabía nada de la gente, pero sabía que no quería volver a tener contacto con aquella turba, por lo que fue en busca del terreno más escarpado y trepó, trepó y trepó.

Llevaba horas solo, viajando de aquí para allá. Ya no se veía la llanada. Se encontraba entre rocas de granito, entre pinos y entre arbustos de bayas. Mientras viajaba, comió fruta de los arbustos bajos, para lo que se ayudaba de sus diestras zarpas y de su hábil lengua. No se detuvo hasta que no estuvo en una zona de rocas caídas, donde el calor del sol de la tarde no es que le invitara a descansar, es que le ordenaba que lo hiciera.

Cuando despertó era noche cerrada, pero a los osos no les asusta la oscuridad —de hecho, temen más la luz del día— y siguió su camino, guiado, como hasta entonces, por el impulso de escapar del peligro en las alturas. Así, por fin alcanzó la cordillera más alta, la región de su nativo Tallac.

Poco entrenamiento de oso tenía, pero tenía instinto —uno de sus derechos de nacimiento—, que le venía bien en los asuntos más importantes. Además, su olfato era un guía excelente. Fue así como se las ingenió para sobrevivir y, además, las experiencias que le tocó vivir a toda prisa le dieron a su cerebro la oportunidad de madurar.

La memoria de Jack para las caras y para los acontecidos no era nada buena, pero su memoria para los olores era insuperable. Aunque se había olvidado del chucho de Bonamy, el olor del perro amarillo del minero enseguida despertaría en él viejas emociones y sentimientos. También había olvidado a aquel carnero abusón, pero el olor del viejo «Bigotes de Lana» habría inspirado enfado y odio en él. Una noche en que el viento llegó cargado de olor a oveja, sintió como si una vida pasada volviera a él. Había estado viviendo de raíces y bayas durante semanas y empezaba a experimentar ese ansia de carne que, de vez en cuando, invade a todo cándido vegetariano con una fuerza difícil de contener. Jack consideró el olor a oveja la respuesta a aquel anhelo. Así que, por la noche —ningún oso sensato viaja de día—, el grizzly empezó a seguir el olor, que le llevó de entre los pinos de la ladera montañosa a un valle rocoso.

Mucho antes de que llegara, vio brillar una curiosa luz. Sabía lo que era. Había visto a los de dos patas encenderla cerca del rancho de los malos olores y de los peores recuerdos, así que no le tenía miedo. Se balanceó de cornisa en cornisa en silencio y a toda prisa, dado que el olor a oveja era más fuerte a cada paso que daba, y cuando llegó al lugar que estaba encima del fuego, parpadeó en busca de las ovejas. Para entonces, el olor era fortísimo, repugnante, aunque no se veía ninguna oveja. Por el contrario, lo que Jack vio en el valle fue una masa de agua gris que parecía que reflejara las estrellas, aunque aquellas estrellas ni titilaban ni rielaban. Además, el agua emitía un ruido susurrante, sí, pero era un sonido que no se parecía en nada al de otros lagos que había conocido.

Las estrellas estaban arracimadas, en su mayoría, cerca del fuego y, a decir verdad, se parecían más a la madera fosforescente que queda diseminada por el suelo cuando uno tira abajo un tocón podrido para lamer los enjambres de hormigas de la madera que a estrellas. Así que Jack se acercó y, al fin, se encontró tan cerca que hasta sus vagos ojos pudieron ver qué era aquello en realidad. El gran lago gris era un rebaño de ovejas y los puntos fosforescentes eran sus ojos. Cerca del fuego había un tronco o un taburete bajo y tosco que resultaron ser el pastor y su perro, los cuales suponían una molestia destacable, pero las ovejas se extendían hasta bastante lejos de ellos. Jack tenía claro que debía centrarse en el rebaño.

El grizzly se acercó al borde del mismo y se encontró con que las ovejas estaban rodeadas por chaparros. ¡Pero qué pequeños eran aquellos animales en comparación con lo grande y terrible que era aquel carnero que recordaba vagamente! La sed de sangre se apoderó de él. Apartó de un zarpazo el chaparro que tenía delante y cargó contra la masa de ovejas, que salieron corriendo para escapar del peligro sin hacer más ruido que el de sus patas contra el suelo y unos pocos quejidos murmurados. Tiró una al suelo, la cogió, dio media vuelta y salió corriendo hacia las montañas.

El pastor se puso en pie de un salto, disparó el rifle y el perro salió corriendo por entre la sólida masa de ovejas, ladrando a voz en cuello. Sin embargo, Jack ya había desaparecido. El pastor se conformó con disparar dos o tres veces más, tras lo que dejó su arma a un lado y se puso a contar las cabezas del rebaño.

Aquel fue el primer cordero de Jack, pero no sería el último. Así, cada vez que quería una oveja —lo que acabó convirtiéndose en una necesidad regular— sabía que no tenía sino que caminar por la cresta de la montaña hasta que su nariz le decía: «Ahora, tira por allí». En el mundo de los osos, oler es creer.

Jacky, el oso de Tallac y otros cuentos

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