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El remanso de truchas

Jack iba creciendo y se había convertido en un osezno fornido que seguía a Kellyan hasta la cabaña de Bonamy. Un día, mientras el cazador y el minero miraban cómo daba volteretas, loco de emoción, Kellyan le comentó a su amigo:

—Tengo miedo de c’alguien lo confunda con un oso salvaje y lo mate d’un tiro.

—N’se caso, ¿por qué no le marcas la oreja con uno d’esos nuevos anillos pa ovejas?

Así, Kellyan, si bien contra la voluntad del oso, le perforó las orejas al animal y se las decoró como a una oveja de concurso. La intención fue buena, pero los aros no eran ni cómodos ni ornamentales. Jack se revolvió contra ellos durante varios días y cuando, en una ocasión, volvió a casa arrastrando una rama que se le había quedado enganchada en el aro de la oreja izquierda, Kellyan se los quitó de inmediato.

En casa de Bonamy, Jack conoció a dos animales: un viejo carnero que no paraba de bufarle e intimidarle y que, por mucho que el minero lo quisiera para empezar a dar forma a un rebaño, aún no tenía propósito —aquel carnero hizo que el oso acabara odiando de por vida el olor a oveja—, y el perro de Bonamy.

El can era activo y no paraba de ladrar. No era sino un chucho desagradable de color amarillento que parecía que se deleitara mordiéndole los corvejones a Jack, por lo que el cazador siempre lo tenía atado lejos de la cabaña. Como se suele decir, un poco gusta, pero aquella horrible bestia no sabía cuándo parar y las dos primeras visitas de Jack a casa del minero las estropeó la tiranía del perro. Si Jack hubiera sido capaz de atraparlo, cabía la posibilidad de que hubiera conseguido inclinar la balanza a su favor, pero no era lo bastante rápido, así que no podía sino refugiarse en lo alto de los árboles y pronto descubrió que era mucho más feliz lejos de la cabaña de Bonamy, por lo que, cada vez que veía que su protector tomaba el recodo que lo llevaba a la casa del minero, Jack lo miraba y le dejaba bien claro que: «No, gracias», tras lo que se volvía e iba a divertirse por su cuenta.

No obstante, este enemigo a menudo llegaba con Bonamy a la cabaña del cazador y, una vez allí, de nuevo se entretenía molestando al osezno. Aquellas persecuciones le resultaban tan divertidas que aprendió a acercarse a la cabaña del cazador cada vez que quería pasar un buen rato y, así, Jack empezó a vivir con pavor a que apareciera aquel chucho amarillo. Sin embargo, todo acabó de repente.

Un día caluroso, mientras el cazador y el minero fumaban delante de la casa del primero, el perro persiguió a Jack hasta un árbol y, después, se estiró debajo para echar una cabezadita a la sombra de aquellas ramas. El perro se sumió en el sueño y se olvidó de Jack. El cachorro se mantuvo muy callado durante un rato pero, entonces, cuando sus centelleantes ojos marrones volvieron a detenerse en el odioso can —con el que no podía y del que no conseguía escapar—, debió de tener una idea en aquel pequeño cerebro suyo. Jack empezó a moverse despacio, en silencio, rama abajo, hasta que estuvo justo encima de su enemigo que, mientras dormía, movía las patas y hacía una serie de sonidos que llevaban a creer a quienes lo veían que estaba soñando con cazar o, más posiblemente, con atormentar a aquel osezno indefenso. Evidentemente, Jack no sabía nada de todo aquello. Lo único en lo que él podía estar pensando, sin duda, era en que odiaba a aquel chucho y en que por fin iba a poder vengarse de él. El oso se situó justo encima del tirano, saltó y aterrizó de golpe sobre las costillas del perro. Fue un despertar de lo más brusco y terrible, pero el perro no dijo ni esta boca es mía porque el golpe del cachorro lo había dejado sin aire. Aunque el oso no le rompió ningún hueso, el perro escapó en silencio, derrotado, mientras Jacky entonaba una alegre tonada por detrás de él, erguido sobre los cuartos traseros y con las zarpas levantadas como si fueran ganchos de carne.

El plan le había salido a pedir de boca y, a partir de entonces, cuando el perro volvía o cuando Jack iba a ver a Bonamy con su dueño, cosa que no tardó en atreverse en hacer, urdía planes con mayor o menor éxito para «quitarse de encima al chucho» —como solían decir aquellos dos hombres—. El perro enseguida perdió el interés en chinchar al osezno y, poco tiempo después, era un entretenimiento que había olvidado.

Jacky, el oso de Tallac y otros cuentos

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