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Mirar al mundo: ayer, hoy, siempre

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La pandemia del COVID-19 evidenció a gran escala cómo los acontecimientos externos pueden en muy poco tiempo trastocar los planes de cualquier actor –estatal y no estatal–. La globalización acentúa este fenómeno al acotar tiempos y espacios. Todos los días decisiones y acciones que se toman más allá de las fronteras afectan los intereses particulares de actores que se encuentra a cientos o miles de kilómetros de distancia. Un rasgo distintivo del mundo actual es su carácter interméstico, entendido este concepto como la imposibilidad de separar lo doméstico de lo internacional. Los ejemplos van desde aspectos pequeños y cotidianos hasta aquellos dede carácter macro y estructurales.

Una pyme puede verse afectada temporalmente por la caída de la demanda de su principal comprador externo. Esto les sucedió a muchas firmas argentinas con la brutal recesión brasileña (casi un 8% de contracción del PIB) ocurrida entre 2015 y 2016. Por su parte, una región entera, como América Latina, puede verse golpeada por una brusca caída en los precios internacionales de las materias primas, tal como viene sucediendo desde 2013. Empresarios y funcionarios poco pueden hacer para revertir esa dinámica externa que les es totalmente ajena e impuesta, pero mucho pueden hacer para anticiparse, cubrirse y amortiguar el impacto de los eventos externos disruptivos, cada vez más frecuentes en un mundo que se ha tornado altamente volátil en las últimas décadas.

Sin importar la magnitud de lo que los internacionalistas denominamos variable sistémica, es dable señalar la importancia de contar, en particular en el caso de quienes tienen que tomar decisiones, con buenas lecturas de lo que pasa en el mundo. La fuerte interconexión global que caracteriza al mundo actual, hace que para cualquier actor resulte imposible abstraerse de lo que ocurre en el plano internacional. Las políticas y estrategias desplegadas por los distintos jugadores globales –sean estos estatales o no estatales– constituyen un input insoslayable para cualquier decisor.

Esta premisa se torna aún más relevante para los Estados periféricos y en desarrollo, puesto que su vulnerabilidad a los condicionantes externos es sustancialmente mayor que la de aquellos actores que disponen de un mayor poder relativo, al tiempo que su capacidad para influir sobre el curso de los acontecimientos que ocurren más allá de sus fronteras es escasa o más bien nula.

En este punto es necesario resaltar las nociones de sensibilidad y vulnerabilidad de Keohane y Nye (1). La sensibilidad refiere al grado de afectación de un actor frente a un acontecimiento externo, mientras que la vulnerabilidad involucra la capacidad de respuesta de un actor para superar, sobrellevar o adaptarse al impacto de un evento externo. De este modo, un actor es vulnerable cuando su capacidad de respuesta es limitada y continúa experimentando costos derivados del contexto externo incluso aún después de haber modificado sus políticas, mientras que es sensible –mas no vulnerable– cuando sufre por un hecho externo, pero logra revertir o amortiguar sus efectos mediante el ajuste de sus políticas. La diferencia entre experimentar una y otra situación depende principalmente de los recursos de poder con los que se cuente y la capacidad para movilizarlos. Un aspecto resulta indiscutible: sin poder y sin lecturas correctas sobre lo que acontece en el mundo no hay ningún actor que pueda escapar a la trampa de la vulnerabilidad.

La necesidad de mirar al mundo puede ser bien explicada y largamente justificada a partir del enfoque metodológico que propone uno de los mayores exponentes de las relaciones internacionales: Kenneth Waltz (2). Sobre él y su obra volveremos casi al finalizar el libro. El prestigioso académico norteamericano procuró identificar y determinar dónde residen las causas de la guerra y la paz. A su entender, las respuestas pueden ser ordenadas bajo los siguientes encabezamientos: dentro del hombre, dentro de la estructura de los Estados, dentro del sistema internacional. Estas tres variables son referidas por el autor como imágenes de las relaciones internacionales y enumeradas en el orden presentado.

De este modo, a partir de la distinción y el análisis de las tres imágenes en cuestión, Waltz no hace otra cosa que identificar los factores internos (primera y segunda imagen) y externos (tercera imagen) que condicionan el comportamiento de los Estados y permiten explicar el porqué de sus acciones en el plano internacional. El autor advierte que el peso de cada una de las imágenes como variable explicativa del comportamiento externo de un Estado depende de diferentes factores y circunstancias, al tiempo que destaca que ninguna imagen por sí sola resulta suficiente y adecuada. En tal sentido, es conveniente evitar que se produzcan desbalances en detrimento de alguna de las imágenes, puesto que –tal como señala Waltz– la mayor importancia atribuida a alguna de ellas frecuentemente distorsiona la comprensión de las otras dos. Esta observación resulta válida tanto para el analista como para los propios decisores políticos.

La disputa por el poder global

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