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Un terremoto a escala planetaria

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Ahora bien, el actual evento sistémico tiene importantes diferencias con los episodios anteriores en relación con sus primeras e inmediatas consecuencias. La más importante de ellas es que los primeros efectos de la crisis del COVID-19 se han diseminado de manera rápida e inmediata por todo el planeta. Estamos presenciando una crisis mucho más global que las que la precedieron, tanto en las dimensiones sobre las cuales ha generado impacto como en su extensión. A los efectos gráficos, bien podemos caracterizar al COVID-19 como un terremoto a escala planetaria, puesto que de manera muy rápida, en un muy corto período de tiempo, generó un alto grado de destrucción cuyos efectos perdurarán a medio y largo plazo.

El 11 de septiembre del 2001 alteró rápidamente la vida en los EE. UU. y en Medio Oriente. En relación con la potencia, los atentados provocaron casi 3.000 muertes (fue el primer ataque en suelo norteamericano desde el bombardeo japonés a Pearl Harbor) al tiempo que generaron una elevada sensación de pánico y miedo en la población. Esta situación habilitó una serie de reformas internas cuestionadas por su avance sobre las libertades individuales (Patriot Act). En el mundo árabe/musulmán, los atentados también provocaron pánico, miedo e incertidumbre en la población: suponían que las muertes en suelo propio –tal como ocurrió– solo eran una cuestión de tiempo.

Naturalmente, la conmoción y la incertidumbre también tuvieron su impacto sobre las expectativas económicas globales: provocaron una desaceleración del crecimiento del PIB mundial –que pasó del 4,3% en el año 2000 a un 1,9% para el año 2001– además de impactar fuertemente en sectores específicos de la economía real como la industria del turismo y la aviación.

La crisis económica y financiera de 2008 alteró rápida y profundamente la vida en EE. UU. y Europa trastocando principalmente la dinámica en el mundo de las finanzas internacionales. El fuerte crecimiento de la desocupación y el problema crediticio (crisis de las hipotecas) se volvieron palpables de manera inmediata en el mundo desarrollado y provocaron un tsunami económico, político y social. Sin la espectacularidad mediática que tuvo el colapso del World Trade Center en Nueva York durante los atentados del 11S, el crack económico disparado en 2008 también se cobró innumerables víctimas humanas. Algunas investigaciones indican que 10.000 personas se quitaron la vida en Norteamérica y Europa entre 2008 y 2010 (14). En términos económicos, el impacto sistémico se expresó con una profunda recesión global (-1,8% del PIB para el año 2009). Sin embargo, una particularidad para destacar de aquella crisis fue la resiliencia mostrada por los mercados emergentes en general y por China en particular, cuyo crecimiento sirvió para contrabalancear la fuerte recesión que registraron las economías del G7.

Si la crisis del 2008-2009 fue una recesión, la actual crisis gatillada por la pandemia es una fuerte depresión. Desde una perspectiva histórica, el mundo atraviesa la cuarta mayor caída de la economía mundial de la era contemporánea. La más grave desde la Segunda Guerra Mundial.

Figura 1.1. Caída del PIB mundial per cápita (1876-2020)

En porcentaje


Fuente: Banco Mundial (2020, proyección).

En cuanto a la crisis del COVID-19, lo asombroso es que a diferencia de los eventos anteriores, la pandemia alteró en un tiempo récord la vida en todos los rincones del planeta y en todas sus dimensiones. No ha existido país en el mundo en donde no se haya modificado en mayor o menor medida la cotidianeidad de sus ciudadanos. Según Adam Tooze, estamos siendo testigos de la primera crisis económica de la era antropocena (15). La crisis se magnifica como consecuencia de los esfuerzos globales para contener el avance de una desconocida y letal enfermedad. Asimismo, el COVID-19 expone de manera explícita una cruda advertencia acerca de que el control de la naturaleza en el que descansa la vida moderna resulta mucho más frágil de lo que podemos imaginar.

En este marco, los fallecimientos como consecuencia del esparcimiento del virus son otro indicador que evidencia el carácter altisonante de la crisis que atraviesa el mundo. En Europa hay que remontarse a la Segunda Guerra Mundial para ver tantas muertes por una misma causa en tan poco tiempo. En EE. UU., la cantidad de víctimas producto del COVID-19 registradas hasta mediados de agosto alcanzaba el escalofriante número de 170.000 ciudadanos estadounidenses fallecidos, lo que duplica el número total de soldados que perdieron la vida como consecuencia del involucramiento militar de EE. UU. en diferentes conflictos alrededor del mundo desde la guerra de Corea.

La expansión efectiva y potencial del virus afectó a la economía real de todos los países del mundo en su totalidad, sin distinción de sectores, y provocó un crack bursátil mayor al experimentado en 2008 ante la elevada incertidumbre en los mercados respecto de los inconmensurables efectos de la pandemia. En magnitud, la recesión global del 2008-2009 quedó claramente atrás. Desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró a finales de enero al brote de coronavirus como pandemia, las proyecciones sobre el crecimiento del PIB mundial en 2020 fueron cada vez más sombrías y alcanzaron para el mes de junio la cifra de -5,2% (-6,2% el PIB per cápita) según el escenario base proyectado por el Banco Mundial en su reporte Perspectivas Económicas Mundiales.

Para América Latina, la crisis del COVID-19 llegó en el momento menos oportuno. En diciembre de 2019, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) señalaba que el septenio 2014-2020 iba a ser el de menor crecimiento relativo de la región de las últimas 7 décadas. En ese dantesco panorama, la institución contaba para el 2020 con una proyección del crecimiento del PIB regional apenas por encima del 1%. Seis meses después, el FMI estima que será del -9%.

Más allá de las proyecciones, los primeros datos que han proliferado son realmente impactantes. Por ejemplo, la economía de EE. UU. cayó un -32,9% el segundo cuarto del 2020, en comparación con el mismo período del año anterior. En la crisis del 2008-2009 el máximo nivel de contracción en un trimestre fue del -8,4%. En el caso del Reino Unido, la caída en el mismo lapso de tiempo fue del -20,4%, mientras que en la crisis anterior no superó nunca el -2,1%.

Mientras que en 2009 cerca de un 60% de las economías del mundo experimentaron un crecimiento negativo, para el año 2020 se espera que la cifra supere el 90%. A diferencia del 2008-2009, la crisis del COVID-19 arrastró también a la economía china, que según las proyecciones registrará el menor crecimiento de su PIB en los últimos 44 años (2,5%).

Figura 1.2. Porcentajes de países en recesión 1871-2021


Fuente: FMI (los datos de 2020 y 2021 son proyecciones).

Otra diferencia importante en relación con la crisis del 2008 se vincula al modo de recuperación de la economía global. Una década atrás la salida fue vigorosa en forma de “V”, es decir un pronto rebote y una recuperación marcada. Actualmente, ese escenario está lejos de ser el que mayor consenso genera entre los economistas. La discusión pasa por saber si el mundo va camino a un movimiento en forma de “U” (una recesión profunda antes de la recuperación), de “W” (un rebote tipo pullback seguido prontamente por un nuevo recorte para luego sí ensayar una recuperación más sostenida) o de “L” (escenario en el que no se observan drivers que puedan impulsar la recuperación de la economía global). Otro escenario posible es el denominado swoosh en referencia a la forma del popular logo de la firma deportiva Nike, en el que la recuperación sería más prolongada en el tiempo que bajo el escenario “V”, pero más rápida que en el escenario “U”. Por último, para completar un verdadero abecedario, algunos analistas hablan también de un escenario “Z”, bajo el cual los fuertes estímulos impulsan el PIB por encima de los valores previos a la crisis, para luego volver a recortar en busca de mayor sostenibilidad.

El desconocimiento en relación con la evolución de la pandemia, la posibilidad de rebrotes y segundas ola de contagios (tal como comenzaron a aparecer a finales de julio en Europa), así como la extensión y la duración de las distintas restricciones aplicadas en diferentes niveles a lo largo y a lo ancho de todo el mundo, dificultan cualquier tipo de proyección futura. El FMI, el Banco Mundial y la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) advierten que pueden ser necesario dos años para que la economía mundial recupere el terreno perdido frente al COVID-19. El gran temor es que algunas actividades económicas no logren recuperarse y queden en el camino. El semanario británico The Economist llamó a esto “la economía del 90%”, en la que algunos servicios que operan muy por debajo de su capacidad probablemente no puedan resistir, las dificultades financieras se acentúan y las quiebras se aceleran a un ritmo constante (16).

La excepcional severidad de la pandemia y del colapso económico aumenta la preocupación sobre los riesgos de una “superhistéresis” (conflictos colectivos que pueden surgir de un cambio abrupto). La pandemia puede alterar las estructuras sobre las cuales se construyó el crecimiento en las décadas recientes y causar así prolongados daños a las cadenas globales de valor, los flujos financieros globales y la cooperación internacional (17).

Lo dicho deja en evidencia que la incertidumbre es la nueva norma y constituye el rasgo central de las relaciones internacionales en el siglo XXI. Ahora bien, vale destacar que la magnitud observada como consecuencia de la presente coyuntura de pandemia es inédita, pues supera con creces a los otros dos episodios referidos. De acuerdo al World Uncertainty Index (18), el grado de incertidumbre global es el mayor (55,6) desde el inicio de la elaboración del índice en 1970.

Figura 1.3. Índice de Incertidumbre Global


Fuente: World Uncertainty Index.

La disputa por el poder global

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