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Las nuevas amenazas

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Los episodios señalados tienen al menos dos elementos en común. El primero de ellos, similar a casi todos los acontecimientos con impacto sistémico, es que golpearon fuertemente a la potencia hegemónica. Resulta poco probable la ocurrencia de una crisis sistémica sin algún tipo de afectación del poder global. En este sentido, es interesante analizar el caso de la denominada Primavera Árabe, un episodio ciertamente disruptivo para las relaciones internacionales, pero que no alcanzó per se a tener un impacto sistémico. Más aún, el origen de aquellas revueltas sociales bien puede encontrarse en la alteración del tablero geopolítico provocado en la región de Medio Oriente como consecuencia del intervencionismo estadounidense luego de los atentados de 2001. Observando la historia reciente, la Primavera Árabe parece ser más bien un subproducto indirecto de las respuestas del hegemón a un acontecimiento anterior con impacto sistémico, que sacudió su estructura y alteró su agenda de políticas.

El segundo elemento en común es en cambio una característica algo más novedosa, propia de la política internacional que siguió al final de la Guerra Fría. Los tres eventos fueron el resultado de la irrupción de las llamadas amenazas asimétricas (9). Los ataques a la estabilidad del orden en ninguno de los tres casos provinieron de un Estado con voluntad revisionista. No hubo ningún Pearl Harbor ni tampoco un síndrome de Vietnam. El terrorismo internacional, el sistema financiero y un agente patógeno –altamente contagioso y con significativos índices de mortalidad– sacudieron en diferentes momentos a la principal potencia mundial y pusieron patas arriba al resto de los actores del sistema. Las amenazas parecen haber cambiado y resulta difícil vincularlas directamente con estructuras estatales, todo lo cual redunda en mayor incertidumbre y complejidad.

A la hora de describir la agenda y la distribución del poder en la política internacional actual, el académico norteamericano Joseph Nye recurre a una analogía tremendamente gráfica y sugiere pensar en un ajedrez tridimensional, en el cual es posible jugar tanto horizontal como verticalmente, con un tablero militar, otro económico y, por último, un tablero transnacional. Es justamente en el tablero transnacional donde el poder se vuelve difuso, la agenda se torna difícil de aprehender para cualquier actor y los Estados tienen poco o casi nulo control sobre las dinámicas que se generan. En este tablero se incluyen aquellas amenazas que trascienden la lógica estatal tradicional, tales como el crimen organizado, el terrorismo, las amenazas a la seguridad cibernética, entre otras, al tiempo que se agregan nuevas como el cambio climático y las pandemias (10).

Durante las primeras décadas del siglo XXI es posible advertir una significativa ampliación del tablero transnacional, lo cual puso de manifiesto el carácter ciertamente entrópico del mundo actual, al tiempo que mostró su peor rostro en 2020 con la rápida propagación por todo el globo del novel COVID-19.

Ya en los años noventa, cuando afloraron los conflictos intraestatales (desintegración de Yugoslavia, disputa étnica en Ruanda, entre otros) y emergieron con fuerza las “nuevas amenazas” de carácter transnacional, muchos políticos y analistas reconocieron –y añoraron– el grado de certidumbre y previsibilidad que brindaba la denominada Cortina de Hierro durante el período de la Guerra Fría. Por aquel entonces, las dos potencias tenían un control relativo sobre las dimensiones externas, en tanto que las esferas de influencia de cada actor estaban perfectamente delimitadas. Poco quedaba fuera de ellas.

Las amenazas (el otro) estaban íntimamente vinculadas con un territorio, tenían una bandera y una conducción. En el nuevo mundo esa certidumbre se desvaneció. Ya para mediados de los noventa, el futuro armonioso de “civilidad cosmopolita multilateral” se presentaba como una quimera (11).

Asimismo, la proliferación nuclear entre las grandes potencias y la profundización de la interdependencia económica, alteraron la ecuación y dejaron en claro que en la actualidad, un conflicto estatal tradicional puede ser mucho más costoso de lo que podría haber resultado en el pasado, además de altamente peligroso. El final de la Guerra Fría no implicó la desaparición del conflicto y las tensiones entre los actores estatales, sino más bien una menor propensión al enfrentamiento bélico directo por las vías convencionales conocidas. En los últimos 20 años han ocurrido menos guerras y menos muertes en cada guerra si se lo mira desde una perspectiva comparada (12).

Un aspecto paradójico de la actual crisis global producto de la pandemia es que mientras en el interior de los EE. UU. se comenzaba a gestar un nuevo consenso en identificar a otro Estado (China) como la mayor amenaza a su primacía global, un virus con origen en ese país provocó una conmoción y un nivel de daño en todo el territorio estadounidense sin precedentes. Richard Haass argumenta que esta situación no es coyuntural y advierte correctamente que buena parte de los mayores desafíos y amenazas que enfrenta el mundo en general y EE. UU. en particular son de carácter transnacional y van más allá de China y de la lógica estatal (13). Como mostraremos en el capítulo IV, también es cierto que ninguna de las nuevas amenazas propias de un mundo entrópico pueden ser manejadas y controladas de manera efectiva sin el concurso de los actores estatales más poderosos, puntualmente EE. UU. y China.

La disputa por el poder global

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