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Las mentiras sin errores

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En mi angustia invoqué al Señor es la primera frase. La última palabra es guerra. No es una canción feliz, pero es honesta y necesaria.

Los hombres están enemistados entre sí. Las mujeres están como perros y gatos. Desde el vientre de nuestra madre, se nos enseña a tener rivalidad. El mundo anda revuelto, siempre buscando pelea. Nadie parece saber cómo vivir en una relación sana. Insistimos en convertir a cada comunidad en una secta, cada iniciativa en una guerra. Nos damos cuenta, en momentos fugaces, que fuimos creados para algo diferente y mejor—«yo estoy totalmente a favor de la paz»—pero no hay ninguna confirmación de esa comprensión en nuestro medio ambiente, ningún estímulo en nuestra experiencia. «Yo estoy totalmente a favor de la paz; pero no bien se los digo, ¡van a la guerra!»

La angustia que abre y cierra al salmo es el doloroso despertar a la realidad inevitable de que se nos ha mentido. El mundo, de hecho, no es como nos lo habían representado. Las cosas no están bien, y no están tampoco mejorando.

Desde que tenemos memoria, se nos ha mentido: los seres humanos son básicamente amables y buenos. Todos nacemos iguales e inocentes y autosuficientes. El mundo es un lugar placentero e inofensivo. Nacemos libres. Si estamos ahora encadenados, es por culpa de alguien y, con sólo un poco más de inteligencia o esfuerzo o tiempo, lo podremos corregir.

Es difícil entender cómo podemos seguir creyendo esto después de tantos siglos de evidencia que prueban lo contrario, pero nada de lo que hagamos y nada que puedan hacer los demás parece desencantarnos del hechizo de la mentira. Seguimos aguardando que, de alguna manera, las cosas van a mejorar. Y cuando no lo hacen, lloriqueamos como niños malcriados que no obtienen lo que quieren. Anidamos un resentimiento que se va acumulando como una ira que desemboca en violencia. Convencidos por la mentira de que lo que estamos experimentando no es natural, que es una excepción, concebimos maneras de escapar a la influencia de lo que nos hacen los demás, yéndonos de vacaciones lo más frecuentemente posible. Cuando se terminan las vacaciones, volvemos una vez más al flujo de los acontecimientos, con nuestra inocencia renovada, creyendo que todo va a funcionar bien—para vernos una vez más sorprendidos, heridos, apabullados cuando eso no ocurre. La mentira («todo está bien») tapa y perpetúa el profundo mal, disfraza la violencia, la guerra, la rapacidad.

La conciencia cristiana comienza con la comprensión dolorosa de que lo que nosotros habíamos supuesto que era la verdad es en realidad una mentira. La oración es inmediata: «SEÑOR, líbrame de los labios mentirosos y de las lenguas embusteras.» Rescátame de las mentiras de los anunciantes que afirman saber lo que necesito y deseo, desde las mentiras de los animadores que prometen una forma económica de hacerme feliz, desde las mentiras de los políticos que pretenden instruirme en cuestiones de poder y de moralidad, desde las mentiras de los psicólogos que ofrecen moldear mi conducta y mi ética de manera que pueda vivir por mucho tiempo con felicidad y éxito, desde las mentiras de los religiosos que «sanan las heridas de este pueblo superficialmente,» desde las mentiras de los moralistas que pretenden promoverme al cargo de capitán de mi destino, desde las mentiras de los pastores que «desobedecen los mandamientos de Dios para poder seguir enseñanzas humanas» (Marcos 7.8). Rescátame de la persona que me habla de la vida y omite a Cristo, que tiene sabiduría según la forma de ser del mundo, pero que ignora los movimientos del Espíritu.

Las mentiras se atienen de manera impecable a los hechos. No contienen errores. No hay distorsiones ni datos falsificados. Pero son, de igual forma, mentiras, porque afirman que ellas son las que nos dicen quiénes somos y omiten todo lo relacionado a nuestro origen en Dios y nuestro destino en Dios. Hablan del mundo sin decirnos que Dios lo ha creado. Nos platican acerca de nuestro cuerpo sin decirnos que es el templo del Espíritu Santo. Nos instruyen en amor sin decirnos que Dios nos ama y que entregó su vida por nosotros.

Una obediencia larga en la misma dirección

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