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¿Ayuda de las montañas?

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No es tan fácil deshacerse ni del salmo ni de nuestra experiencia. Un salmo que ha disfrutado de tanta estima entre los cristianos durante tanto tiempo debe poseer cierta verdad en él que puede ser verificada en la vida cristiana. Regresemos al salmo: La persona que se encuentra en el camino de la fe se mete en problemas, mira a su alrededor para buscar ayuda («A las montañas levanto mis ojos») y hace la pregunta: «¿De dónde ha de venir mi ayuda?» Cuando esta persona de fe dirige la mirada a las montañas para pedir ayuda, ¿qué es lo que él, o ella, habrá de ver?

Por empezar, un paisaje maravilloso. ¿O acaso existe algo que sea más hermoso que la cresta de las montañas perfiladas en el cielo? ¿Acaso existe alguna parte de esta tierra que prometa más en cuanto a majestad y fortaleza, firmeza y solidez, que las montañas? Pero un hebreo vería otra cosa diferente. Durante la época que fue escrito y cantado este salmo, Palestina estaba invadida por el culto pagano popular. Gran parte de esta religión se practicaba en las cumbres de las colinas. Se establecían los santuarios, se plantaban arboledas, se proporcionaban prostitutas sagradas, que podían ser tanto hombres como mujeres; las personas eran atraídas a los santuarios para que se dedicaran a los actos de adoración que mejorarían la fertilidad de la tierra, que los harían sentirse bien, que los protegerían del mal. Había panaceas, protecciones, hechizos y encantos contra todos los peligros del camino. ¿Temen al calor del sol? Vayan al sacerdote del sol y paguen para que los proteja del dios sol. ¿Tienen miedo de la influencia maligna de la luz de la luna? Vayan a la sacerdotisa de la luna y compren un amuleto. ¿Están acosados por los demonios que pueden usar cualquier piedrita debajo de sus pies para que se tropiecen? Vayan al santuario y aprendan la fórmula mágica que los protege de todo daño. ¿De dónde ha de venir mi ayuda? ¿De Baal? ¿De Aserá? ¿Del sacerdote del sol? ¿De la sacerdotisa de la luna?15

Deben haber sido un grupo bastante harapiento: inmoral, enfermo, ebrio—llenos de fraudes y engaños. Las leyendas de Baal están repletas de relatos de sus orgías, de la dificultad de levantarlo de su sueño de borracho para obtener su atención. Elías, burlándose de los sacerdotes de Baal («¡Tal vez esté dormido y tienen que despertarlo!» 1 Reyes 18.27), es la evidencia. Pero andrajosos o no, ellos prometían ayuda. Un viajero en problemas escucharía sus ofertas.

Esa es la clase de cosa que un hebreo, que se encontrara en el camino de la fe hace dos mil quinientos años atrás, hubiera visto en las colinas. Es lo que aún ven los discípulos. Una persona de fe se topa con una prueba o tribulación y clama: «¡Socorro!» Levantamos la mirada hacia las montañas, y aparecen las ofertas de ayuda, instantáneas y numerosas. «¿Viene mi ayuda de las montañas?» No. «Mi ayuda proviene del SEÑOR, creador del cielo, y de la tierra, y de las montañas.»

Una mirada alzada a las montañas para buscar ayuda termina en decepción. A pesar de toda su majestad y belleza, de su callada fortaleza y firmeza, son finalmente sólo montañas. Y a pesar de todas sus promesas de seguridad en contra de los peligros del camino, de todos los encantos de sus sacerdotes y sacerdotisas son, a la larga, todas mentiras. Como lo dice Jeremías: «Ciertamente son un engaño las colinas, y una mentira el estruendo sobre las montañas» (Jeremías 3.23 NVI).16

Por lo tanto, el Salmo 121 dice que no. Rechaza la adoración de la naturaleza, una religión de estrellas y de flores, una religión que ensalza lo que encuentra en las montañas; dirige, en cambio, la mirada hacia el Señor, quien creó el cielo y la tierra. La ayuda proviene del Creador, no de la creación. El Creador está siempre despierto; él nunca se adormece ni duerme. Baal toma largas siestas y, una de las tareas de los sacerdotes era despertarlo cada vez que alguien necesitaba su atención—y no siempre lo lograban. El Creador es el Señor del tiempo: él «te cuidará en el hogar y en el camino,» en los principios y en los finales. Está con nosotros cuando emprendemos nuestro viaje; está aún con nosotros cuando llegamos a nuestro destino. Entretanto, no necesitamos obtener ayuda suplementaria ni del sol ni de la luna. El Creador es Señor sobre todas las fuerzas naturales y sobrenaturales; él las creó. El sol, la luna y las rocas no tienen poder espiritual. No son capaces de causarnos ningún daño: no necesitamos temer ningún asalto sobrenatural de ninguno de ellos. «El SEÑOR te protegerá; de todo mal protegerá tu vida.»

La promesa del salmo—y tanto los hebreos como los cristianos lo han leído siempre de esta manera—no es que nunca nos golpearemos los dedos del pie, sino que ninguna lesión, ninguna enfermedad, ningún accidente, ninguna aflicción tendrá jamás poder maligno sobre nosotros, o sea, que nada podrá jamás separarnos de los propósitos de Dios en nosotros.

Ninguna literatura es más realista y honesta cuando se enfrenta a los duros hechos de la vida que la Biblia. Jamás existe ni la más mínima sugerencia de que la vida de fe nos exima de las dificultades. Lo que promete es que nos preservará de todo mal en ellas. En cada una de las páginas de la Biblia, hallamos el reconocimiento de que la fe se tropieza con problemas. El sexto pedido en el Padrenuestro es «y no nos metas en tentación, más líbranos del mal.» La oración recibe a diario respuesta, a veces, muchas veces por día, en la vida de aquellos que andan por el camino de la fe. San Pablo escribe: «Ustedes no han pasado por ninguna tentación que otros no hayan tenido. Y pueden confiar en Dios, pues él no va a permitir que sufran más tentaciones de las que pueden soportar. Además, cuando vengan las tentaciones, Dios mismo les mostrará cómo vencerlas, y así podrán resistir» (1 Corintios 10.13).

En el Salmo 121 se alude tres veces a Dios por medio del nombre personal Jehová, traducido como SEÑOR. Se lo describe ocho veces como el guardián, o el que nos cuida. Él no es un ejecutivo impersonal que da órdenes desde las alturas; él es la ayuda presente en cada uno de los pasos del camino que transitamos. ¿Piensan ustedes que la forma de relatar la historia del camino cristiano es describiendo sus pruebas y tribulaciones? No lo es. Es nombrando y describiendo al Dios que nos resguarda, acompaña y gobierna.

Toda el agua de los océanos no puede hundir un barco a menos que penetre en su interior. Tampoco pueden todas las dificultades del mundo dañarnos a menos que penetren dentro de nosotros. Esa es la promesa del salmo: «El SEÑOR te protegerá; de todo mal protegerá tu vida.» Ni los demonios en la piedra floja, ni el feroz ataque del dios sol, ni la influencia maligna de la diosa luna—ninguna de esas cosas pueden separarnos del llamado y propósito de Dios. Desde el momento de nuestro arrepentimiento que nos sacó de Cedar y de Mésec hasta el momento de nuestra glorificación junto con los santos en el cielo, estamos a salvo: «El SEÑOR te protegerá; de todo mal protegerá tu vida.» Nada de lo que nos ocurra, ninguno de los problemas que encontremos, tendrán poder alguno para interponerse entre nosotros y Dios, para diluir su gracia, o para desviar su voluntad de nosotros (véase Romanos 8.28, 31-32).

El único error serio que podemos cometer cuando nos sobreviene una enfermedad, cuando nos amenaza la ansiedad, cuando los conflictos enturbian nuestras relaciones con los demás es sacar la conclusión de que Dios se ha aburrido de cuidarnos y ha volcado toda su atención en un cristiano más interesante, o que Dios se ha disgustado con nuestra obediencia fluctuante y ha decidido que nos cuidemos a nosotros mismos por un tiempo, o que Dios está demasiado ocupado cumpliendo la profecía en el Medio Oriente como para tomarse ahora el tiempo de resolver el complicado embrollo en el que nos hemos metido. Ese es el único error serio que podemos cometer. Es el error que previene el Salmo 121: el error de suponer que el interés de Dios en nosotros sube y baja en respuesta a nuestra temperatura espiritual.

El gran peligro del discipulado cristiano es creer que deberíamos tener dos religiones: un evangelio glorioso y bíblico de los domingos que nos libera del mundo, que en la cruz y la resurrección de Cristo hace que la eternidad cobre vida en nosotros, un magnífico evangelio de Génesis y Romanos y Apocalipsis; y, luego, una religión cotidiana que llevamos a cabo durante la semana entre el momento que dejamos el mundo y llegamos al cielo. Guardamos el evangelio de los domingos para las grandes crisis de nuestra existencia. Para las trivialidades mundanas—los momentos en que nuestro pie se resbala sobre la piedra floja, o que el calor del sol nos calcina, o que la influencia de la luna nos tira abajo—usamos la religión diaria de una reimpresión de la revista Reader’s Digest, el consejo de un amigo, los artículos del consejero de moda, y la sabiduría charlatana de una celebridad en su programa de entrevistas. Practicamos la religión de la medicina patentada. Sabemos que Dios creó el universo y que ha logrado nuestra salvación eterna. Pero no podemos creer que él se digne a mirar la telenovela de nuestras pruebas y tribulaciones diarias; de manera que adquirimos nuestros propios medicamentos para ello. El pedirle que se ocupe de aquellas cosas que nos afligen a diario sería como pedirle a un famoso cirujano que le ponga yodo a un rasguño.

Sin embargo, el Salmo 121 dice que la misma fe que obra en las grandes cosas, lo hace en las pequeñas. El Dios de Génesis 1 que creó la luz a partir de la oscuridad es el mismo Dios que este día nos guarda de todo mal.

Una obediencia larga en la misma dirección

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