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Un cancionero con la esquina de una de sus páginas doblada

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En la labor pastoral de capacitar a las personas en el discipulado y acompañarlas en su peregrinaje, he descubierto, oculto en el salterio hebreo, un antiguo cancionero con la esquina de una de sus páginas doblada. Lo he utilizado para darles continuidad a la guía de los demás por la senda cristiana y a la dirección de las personas de fe en su esfuerzo consciente y continuo hacia la madurez en Cristo. El antiguo cancionero se llama, en hebreo, shiray hammaloth: Canciones de ascenso (Cántico de los peregrinos). Las canciones son los Salmos 120 al 134 en el libro de los Salmos. Quizás estos quince salmos eran cantados, probablemente en cadena, por los peregrinos hebreos a medida que ascendían a Jerusalén para las grandes fiestas de adoración. Topográficamente, Jerusalén era la ciudad más elevada en Palestina, de modo que aquellos que viajaban a ella se pasaban la mayor parte del tiempo ascendiendo.5 Pero el ascenso no era sólo literal, sino que era también una metáfora: el viaje a Jerusalén representaba una vida orientada hacia lo alto, en dirección a Dios, una existencia que pasaba de un nivel a otro, hasta alcanzar la madurez—lo que Pablo describe como «la meta»: «Así que sigo adelante, hacia la meta, para llevarme el premio que Dios nos llama a recibir por medio de Jesucristo» (Filipenses 3.14).

Los fieles hebreos realizaban ese viaje tres veces al año (Éxodo 23.14-17; 34.22-24). Los hebreos eran un pueblo cuya salvación se había llevado a cabo en el éxodo, cuya identidad había sido definida en el Sinaí y cuya preservación había sido garantizada durante los cuarenta años que anduvieron por el desierto. En la primavera, en la fiesta del Pan sin levadura (la Pascua), rememoraban la manera en que Dios los había salvado; a principios del verano, en la fiesta de Pentecostés, renovaban sus compromisos como el pueblo del pacto con Dios; en el otoño, en la fiesta de las Enramadas, respondían como comunidad bendecida a lo mejor que tenía Dios para ellos. Eran un pueblo redimido, un pueblo gobernado, un pueblo bendecido. Estas realidades fundamentales se predicaban y enseñaban y alababan en las fiestas anuales. Entre las fiestas, el pueblo vivía estas realidades en el discipulado diario hasta que llegaba el momento de ascender a la ciudad de la montaña como peregrinos para renovar el pacto.

La imagen de los hebreos cantando estos quince salmos cuando dejaban atrás sus rutinas de discipulado y viajaban desde sus poblados y aldeas, sus granjas y ciudades, como peregrinos para ascender a Jerusalén, ha quedado grabada en la devota imaginación cristiana. Es el mejor antecedente que poseemos para comprender la vida como un trayecto de fe.

Sabemos que nuestro Señor, desde muy pequeño, viajaba a Jerusalén para las fiestas anuales (Lucas 2.41-42). Continuamos identificándonos con los primeros discípulos, quienes «iban confundidos, mientras Jesús caminaba delante de ellos hacia Jerusalén. Por su parte, los otros seguidores, estaban llenos de miedo» (Marcos 10.32). Nosotros también estamos confundidos y un poco asustados, porque en el camino hay un milagro inesperado tras otro, y nos toparemos con espectros aterradores. El cantar los quince salmos es una manera de expresar la asombrosa gracia y a la misma vez, acallar los ansiosos temores que nos aquejan.

No hay mejores «canciones para el camino» para aquellos que viajan por el camino de la fe en Cristo, un camino que tiene tantos encadenamientos con el camino de Israel. Dado que muchos (aunque no todos) los aspectos esenciales del discipulado cristiano están incorporados en estas canciones, ellas nos ofrecen una manera de recordar quiénes somos y a dónde nos dirigimos. Mi intención no es la de producir una exposición erudita de estos salmos, sino la de ofrecer meditaciones prácticas que utilizan estas tonadas como estímulo, aliento y guía. Si aprendemos a cantarlas bien, ellas pueden llegar a ser algo así como el vade mecum para el diario andar del cristiano.

Una obediencia larga en la misma dirección

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