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La primera cosa que recuerdo que quería ser cuando creciera era ser un guerrero indio. El lugar en donde crecí había sido tierra indígena hasta hacía un par de generaciones antes de que yo naciera. Podía ir caminando desde mi casa hasta las faldas de las Montañas Rocosas en veinte minutos. La mayoría de los sábados durante los años de mi infancia llevaba conmigo mi almuerzo y pasaba el día en aquellas colinas, explorando los bosques y riachuelos, imaginándome a mí mismo enfrentándome habilidosamente contra traicioneros indígenas.

Si alguien me hubiera presionado para explicar lo que hacía en aquellos paseos, no estoy seguro de que lo habría hecho, pero los sentimientos son aún fuertes y vívidos en mi memoria: un sentimiento de aventura en el desierto en contraste con la vida segura y prosaica del pueblo; un sentimiento de bondad en lucha con el mal, ya que en aquellos días las únicas historias sobre indígenas que yo había oído los presentaban arrancando la cabellera a inocentes viajeros.

Todas las grandes historias del mundo tratan sobre uno de estos dos temas: que toda la vida es una exploración como aquella de la Odisea o que toda la vida es una batalla como aquella de la Iliada. Las historias de Odisea y Aquiles son arquetípicas. La infancia de cada uno provee la materia prima que es moldeada por gracia en la vida de una fe madura.

La mayoría de mis suposiciones aquellos maravillosos sábados eran incorrectas. El desierto que yo pensaba estaba explorando era propiedad de la Ferroviaria Great Northern y su destrucción ya había sido tramada por ejecutivos en algún rascacielos de la ciudad de Nueva York; los indígenas que yo creía eran oscuros asesinos, eran en realidad, como supe luego, nobles y generosos, victimas de la rapacidad de los primeros colonos. Mis supuestos eran incorrectos; aunque dos cosas fueron esencialmente ciertas en cuanto a lo que experimenté. Primero, la vida era mucho más allá de lo que yo había conocido hasta entonces en mi hogar y en la escuela, en las calles y callejones de mi pueblo, y era importante saber que era, ir fuera y explorar. Segundo, la vida era una lucha del bien contra el mal y la batalla era por los más altos intereses: la victoria del bien sobre el mal, de la bondad sobre la maldad. La vida es una continua exploración de una mayor realidad. La vida es una constante batalla contra todo aquel o todo aquello que corrompa o minimice su realidad.

Luego de unos cuantos años recorriendo aquellas colinas sin encontrar nunca indígenas, me di cuenta que el mercado laboral para guerreros indígenas había cesado. Me vi forzado a abandonar aquella fantasía, y lo hice de muy buena gana cuando llegó el momento, porque he creído siempre que la realidad es mucho mejor que la fantasía. Al mismo tiempo me encontré a mí mismo bajo la presión de abandonar la opinión que siempre había tenido que la vida es una aventura y es también una competencia. No lo hice entonces, y no lo haré ahora.

Algunas personas a medida que crecen se vuelven menos. Cuando eran niños tenían gloriosas ideas de quienes eran y de lo que la vida tenía para ellos. Treinta años después nos encontramos con que se han dedicado a algo sucio y estúpido. ¿Qué hace que las aspiraciones de la infancia se transformen en anemia adulta?

Otras personas a medida que crecen se vuelven más. La vida no es un declive inevitable hacia la estupidez; para algunos es un ascenso a la excelencia. Lo fue para Jeremías. Jeremías vivió alrededor de sesenta años. A lo largo de su vida no hubo signo alguno de deterioro o marchitamiento. Siempre presionó los límites de la realidad, explorando nuevos territorios. Siempre fue vigoroso en la batalla, retando y probando al mezquino, al falso, al infame.

¿Cómo lo hizo? ¿Cómo lo hago yo? ¿Cómo me deshago de las fantasías de la infancia y, al mismo tiempo, aumento mi presencia en la realidad de la vida? ¿Cómo abandono lo infantil manteniendo la percepción profundamente acertada del niño de que la vida es una aventura, de que la vida es una competencia?

Correr con los caballos

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