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Un camino de esperanza

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Los nombre no sólo hacen referencia a lo que somos, irremplazablemente humano, también anticipa lo que seré. Los nombres nos llevan a ser lo que seremos. Una vida de crecimiento y desarrollo es anunciado por un nombre. Los nombres significan algo. Un nombre propio designa lo que es irreductiblemente personal, y también nos llama a ser lo que todavía no somos.

El significado de un nombre no se descubre por medio de etimología experta o mediante introspección meditativa. No es validado tampoco mediante aprobación burocrática, y ciertamente tampoco es revelado a través de la vanidad de las relaciones públicas. El significado de un nombre no se encuentra en el diccionario, ni en la inconciencia, ni en el tamaño de la letra. Su significado lo encontramos en relación con Dios. Fue el Jeremías al que le vino “palabra de Jehová” el que se dio cuenta de cuál era su auténtico y eterno ser.

Otorgar nombre es una forma de esperanza. Asignamos un nombre a un niño en memoria de alguien o en base a alguna cualidad que esperamos que ella o él tenga en el futuro: un santo, un héroe, un antecesor admirado. Algunos padres trivializar esto dando a sus hijos los nombres de alguna estrella de cine o alguien millonario. ¿Inofensivo? ¿Lindo? Pero tenemos una forma de tomar las identidades que nos son asignadas. Millones viven el engaño superficial del artista y la codicia explotadora del millonario porque, en parte, gente importante en sus vidas les asignaron un papel o fantasearon una ilusión y fallaron en esperar un futuro humano para ellos.

Cuando tome un infante en mis brazos ante la pila bautismal, le pregunto a los padres, “¿Cuál es el nombre cristiano de este niño?” No les pregunto solamente, “¿Quién es el niño al que estoy sosteniendo?”, sino también, “¿Qué desean que llegue a ser este niño? ¿Qué visión tienen para esta vida?” George Herbert sabía del poder evocativo de dar nombre cuando dijo a sus compañeros pastores en la Inglaterra del siglo dieciséis que en el bautismo “no admitían nombres vanos o frívolos”.6

El condado de Yoknapatawpha, en Mississippi, es la región creada por el novelista William Faulkner para demostrar la condición moral y espiritual de la vida en nuestros tiempos. Un examen de los hombres y mujeres que viven allí es un incentivo poderoso para la imaginación para darnos cuenta tanto de los aspectos cómicos como trágicos de lo que está sucediendo entre nosotros avanzamos (o no) en la vida. Unos de los niños se llama Montgomery Ward. Montgomery Ward Snopes.7 Es el nombre perfecto para un niño que es entrenado para ser un exitoso consumidor. Si desea que su hijo crezca comprando y gastando, haciendo uso de las diversiones disponibles en los centros comerciales, probando su virilidad comprando cosas, entonces usted tiene el nombre correcto: Montgomery Ward Snopes, santo patrono de las persona para quien el ritual de compras es el nuevo culto, la tienda por departamentos la nueva catedral, y las páginas publicitarias la Escritura infalible.

Una de las tareas supremas de la comunidad de fe es anunciarnos claramente y lo más pronto posible el tipo de vida dentro de la cual podemos crecer, ayudarnos a fijar nuestra vista en lo que significa ser un ser humano completo. Ninguno de nosotros, por el momento, está completo. Dentro de una hora, dentro de un día, habremos cambiado. Estamos en el proceso de transformarnos en más o en menos. Hay un millón de intercambios químicos y eléctricos sucediendo en cada uno de nosotros en este preciso instante. Transacciones espirituales e intrincadas decisiones morales y están teniendo lugar. ¿En qué nos estamos transformando? ¿En más o en menos?

Juan, escribiendo a la primera comunidad de cristianos, dijo: “Amados, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es” (1 Jn. 3:2). Somos niños; seremos adultos. Aún no vemos los resultados de lo que nos estamos transformando, pero conocemos cuál es la meta, ser como Cristo, o en palabras de Pablo, llegar a ser un “hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef. 4:13). No nos deterioramos. No nos desintegramos. Nos transformamos.

Una vez se le preguntó a William Stafford en una entrevista lo siguiente: “¿Cuándo decidió ser un poeta?” Respondió que la pregunta era incorrecta: todos nacemos siendo poetas, toda persona descubre la forma en que las palabras suenan y funcionan entre sí, cuidado y disfrute en palabras. Yo sólo he seguido haciendo, dijo, lo que todos comienzan a hacer. “La verdadera pregunta es por qué las demás personas dejaron de hacerlo”.8

Jeremías continuó haciendo lo que todos los demás comienzan a hacer, ser humano. Y nunca se detuvo. Durante más de sesenta años continuó viviendo dentro del significado de su nombre. El significado exacto de Jeremías no es seguro: puede significar “El SEÑOR exalta” o “el SEÑOR arroja”. Lo que sí es cierto es que “el SEÑOR”, el nombre propio de Dios, está en su nombre.

El día en que su hijo nació, Hilcías y su esposa le dieron nombre tomando en cuanta la manera en que Dios actuaría en su vida. Por la esperanza de que verían los años transcurrir y a su hijo como uno en quien el Señor se alzaría: Jeremías –el Señor es exaltado. O, por la esperanza que vieron en el futuro de que su hijo sería una persona que Dios lanzaría a la comunidad como una jabalina representativa de Dios, penetrando las defensas del egoísmo con justicia divina y misericordia: Jeremías –el Señor arroja. De cualquier forma, está claro que Dios está en el nombre. La vida de Jeremías fue compuesta con la acción de Dios. Los padres de Jeremías vieron a su hijo como un espacio viviente en el cual lo humano y lo divino se integrarían. La vida de Dios, de una u otra forma (¿exaltando?, ¿arrojando?), encontrarían un medio de expresión en el hijo de ellos. Dar nombre no es un capricho; es un medidor de esperanza en relación con el futuro. Y “la esperanza no es un sueño sino una forma de hacer los sueños realidad” (Cardenal L. J. Suenens).

Ningún niño es sólo un niño. Cada uno es una criatura en la cual Dios intenta hacer algo grande y glorioso. Ninguno es sólo el producto de los genes aportados por los padres. Quienes somos y quienes seremos guarda relación con lo que Dios es y con lo que él hace. El amor de Dios, su providencia y salvación, están incluidos en la realidad de nuestra experiencia junto con nuestro metabolismo, tipo sanguíneo y huellas digitales.

La mayoría de los nombres en la historia de Israel estuvieron compuestos con el nombre de Dios. Los nombres anticipaban lo que cada quien sería en su adultez. Josías, el Señor sana; Joacim, el Señor levantará; Sedequías, el Señor es justo; Jeremías, el Señor exalta, o el Señor arroja. Algunas de estas personas vivieron según el significado de sus nombres. Jeremías y Josías lo hicieron. Otros, como Joacim y Sedequías, fueron una vergüenza para sus nombres, parodiando con sus vidas la gran promesa de sus nombres. Sedequías tenía un nombre glorioso, pero lo traicionó. Joacim tenía un nombre maravilloso, pero lo abandonó.

Existen al menos tres categorías dentro de las cuales Jeremías pudo haber caído tranquilamente, tomando su lugar entre los profesionales religiosos de su época: profeta, sacerdote u hombre sabio. Estos eran los roles aceptados para las personas que se preocupaban por las cosas de Dios y el camino de la humanidad. La negativa de Jeremías de aceptar cualquiera de los roles disponibles y su excéntrica insistencia en vivir la identidad de su nombre lo colocó en evidente contraste con la desgastada suavidad de aquellos que se habían adaptado a las expectativas de la opinión personal y quienes habían conseguido el contenido de sus mensajes no preguntando “¿Qué hay para comer?” sino “¿Qué se tragará José?” Su angular integridad expuso la autocomplacencia superficial en la que vivían. Fueron provocados y se enfurecieron: “Venid y preparemos un plan contra Jeremías, porque la instrucción no le faltará al sacerdote ni el consejo al sabio ni la palabra al profeta. Venid calumniémoslo y no atendamos a ninguna de sus palabras” (Jer. 18:18). Sacerdotes, sabios, profetas y afines sintieron que su bienestar profesional estaba siendo amenazado por la singularidad de Jeremías. Presas del pánico, tramaron su desgracia. Su “instrucción”, “consejo” y “palabra” estaban en peligro de ser expuestos como fraudes piadosos por la honestidad y vida apasionada de Jeremías.

Los franceses acuñaron la frase deformation professionelle – deformación profesional- la propensión o tendencia a errar que es inherente al rol que uno haya asumido, vale decir, médico o abogado. La deformación a la cual los profetas, sacerdotes y sabios estaban sujetos era promocionar a Dios como una comodidad, usar a Dios para legitimar sus propios intereses. Esto es algo sencillo y frecuente. Sucede sin que se le busque deliberadamente.

Lo que no había previsto

Fue el día gradual

Debilitando la voluntad

Perdiendo su claridad… 9

Un nombre propio, no un papel asignado, es nuestro es nuestra libreta de ahorros dentro de la realidad. Es también nuestra constante orientación dentro de la realidad. Cualquier otra cosa que no es nuestro nombre –título, oficio, número, rol— es menos que un nombre. Separados del nombre que nos marca como creados de manera única y nos refiere de manera personal, podemos caer en fantasías que están fuera del alcance del mundo real que nos hacen vivir de manera inefectiva e irresponsable. En otros casos, vivimos según el estereotipo que otras personas nos han asignado y que se encuentran fuera del alcance del carácter único con el cual Dios nos creó, y por tanto vivimos reducidos al aburrimiento, perdiendo nuestra claridad.

Jeremías, un nombre unido al nombre y actuar de Dios. La única cosa más importante para Jeremías que su propio ser, era el ser de Dios. Él lucho en el nombre del Señor y exploró la realidad de Dios, y en el proceso creció y se desarrolló, floreció y maduró. Siempre estuvo extendiéndose, encontrando cada vez más la verdad, entrando en contacto más con Dios, haciéndose más él mismo, más humano.

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