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EL PRIMER INTELECTUAL MODERNO DE CATALUÑA
ОглавлениеDetrás de Eugenio d'Ors, detrás de su personaje de gran escritor público, detrás de sus más diversas máscaras y pseudónimos, detrás, si se quiere, de su «Ángel», queda la obra más influyente, más inteligente y de más ingenio de la Cataluña del primer tercio del siglo XX. El paso del tiempo conllevará inevitablemente que desaparezca, en el imaginario de los nuevos lectores, el considerable número de anécdotas y de pequeñas leyendas que su biografía había suscitado, en las cuales, todo hay que decirlo, no siempre Ors protagonizaba momentos estelares. Nuevos horizontes de lectura van a abrirse necesariamente, y quizás en los próximos años podremos afrontar, ahora ya sí, el cómo y el porqué de un extenso, complejo y ambicioso itinerario creativo al que los investigadores, desde las más diversas disciplinas del saber (filósofos, teóricos y críticos del arte y de la literatura, historiadores y sociólogos de la cultura, antropólogos, etc.), deben poder aproximarse sin prejuicios ideológicos ni apriorismos metodológicos.
En marzo de 1908 el rey Alfonso XIII visitó Barcelona para tranquilizar a una sociedad sometida a toda suerte de atentados anarquistas. Políticos y artistas, burgueses y jerarcas le esperaban a su llegada en el tren de las nueve de la mañana. A la misma hora, un jovencísimo escritor y periodista, Eugenio d'Ors, aislado en su habitación, daba alas a su imaginación leyendo un libro sobre el emperador Carlos V. Lejos del fervor de las multitudes, a mediodía, decidió visitar el taller de unos artistas amigos. El espesor del humo del tabaco, la ingesta de los más variados licores, la contemplación de óleos y dibujos y de la últimas revistas modernistas alemanas, en definitiva, la voluptuosa intimidad creada por la tertulia entre compañeros bohemios, dieron consuelo balsámico a la triste soledad del que a sí mismo se proclamaba ya como «intelectual». A la seis de la tarde, sólo el griterío del pueblo que subía desde las calles durante las «reales jornadas» interpelaba el discreto orgullo de quienes se sabían a salvo en su venerada «torre de marfil». Pero, de pronto, surgió la duda, o tal vez el cansancio: ¿no sería mejor abandonar esta obstinación heroica y confundirse gregariamente con las masas? ¿No valdría la pena dejarse glorificar por la multitud, incorporarse a las mayorías, recibir elogios y premios y medallas como cualquier poetastro de la corte?
Desde las páginas de la revista Empori, Eugenio d'Ors tomó una determinación de gran trascendencia para su trayectoria literaria. Diez años después de la publicación del J’accuse! de Zola, se propuso definir por primera vez al intelectual moderno en Cataluña. Desafiando «los peligros de este descenso hacia las multitudes», Ors llamó a la nueva generación del novecientos a la intervención en la ciudad, con una clara voluntad de orientación social y política: «Nosotros, en la Intervención, comulgamos». La posición de Eugenio d'Ors era claramente de compromiso, de un hombre de letras que abandonaba la visión de la literatura instaurada cincuenta años antes por la modernidad; aquella que se había autonomizado de su sociedad y que adoptaba actitudes destinadas a constituirse en una aristocracia simbólica con sus propias reglas de juego.
El joven Ors descartó en seguida y con menosprecio el «arte por el arte» y decidió dejar de ser un simple espectador ciudadano, incapaz de sentirse deudor o solidario con la sociedad que lo acogía. Ni Joan Maragall, ni por supuesto Gabriel Alomar, Raimon Casellas, Josep Pijoan, Josep Brossa, Pere Coromines o Antoni Rovira i Virgili llegaron tan siquiera a vislumbrar el desplazamiento de roles dentro de la esfera literaria catalana que esto significaba. En aquellos años, Ors no se dejaba ya arrastrar por la burda simplificación entre arte puro y arte social, sino que, al contrario, se adhería a una literatura de participación social sin renunciar nunca a una singular voluntad de estilo y a una ambición cultural sin precedentes en Cataluña y en España. Por esto, podía abandonar ciertos juegos estetizantes y consolidar un nuevo discurso, de debate político y de ideas, y a la vez desarrollar una prosa artística, reconocida tanto por sus contenidos como por su lenguaje. Y utilizando siempre los periódicos, testigos de la civilización moderna, para asumir la tarea de transformación social que proponía y poder, así, exponer su pensamiento.
La novedad era que Ors pretendía servirse de su prestigio literario, al que no pensó renunciar ni renunciará nunca, para dar credibilidad a un nuevo tipo de palabra que debía resonar en la vida civil, un discurso inaudito en una Cataluña en plena transformación política. Por una parte, Ors no concebía la literatura como un fin en sí mismo. Para el entusiasta Ors, el verbo «escribir» dejaba de ser intransitivo, su acción intelectual se volvía doctrinal. Su palabra debía poner fin a la ambigüedad y a las contradicciones del mundo en que vivía, su discurso pretendía erigirse en una explicación de la realidad que tenía que ser irreversible. Pero su actividad no fue tampoco la de un intelectual en un sentido restringido, la de un retórico del ensayo. Porque cuando Ors ejercía como crítico de arte, su texto parecía una prolongación, un eco de las obras que interpretaba. Y cuando fabulaba, ficcionalizaba o se servía de la palabra poética, se imponían el ensayo, el breviario, en definitiva, la lección.
Al afrontar la lectura de un libro tan importante como Cézanne6 (publicado por primera vez en 1921), por poner un solo ejemplo, la misma naturaleza informe del texto orsiano ya indica que se trata de una obra inusual que solicita a un lector activo. El proceso de lectura requerirá explorar a fondo la cartografía global de un gesto crítico insólito y muy propio de Eugenio d'Ors. No es una monografía sobre un autor, ni una interpretación estética de uno de los períodos más significativos del arte moderno, ni tampoco un capítulo crítico de la historia de la cultura europea. O dicho de otro modo: es quizás una autobiografía intelectual del mismo Ors que dice tanto más del biógrafo que del biografiado, es una obra de creación o de interpretación subjetiva que puede ser leída como una ficción de autor, como una «auto-bio-ficción» o, ¿sencillamente?, como una novela. La verdad de este libro no se encuentra en lo que se dice, sino en la aventura creativa que lo precede y que lo constituye.
Enfrentado al irresoluble binomio de las relaciones entre el arte y el poder, que han marcado toda la cultura del siglo XX, Ors recuerda aquella categoría del escritor híbrido que definía Roland Barthes7. Es decir, Ors no es un intelectual en un sentido amplio ni tampoco un simple maître à penser a la manera francesa, sino que se convierte en un escritor público, que realiza una obra personal de opinión que se sustenta sólo por la autoridad de quien la suscribe y no necesariamente por su erudición o su saber académico o profesional8. Es un autor que decide, para continuar con las palabras del crítico francés, «institucionalizar su subjetividad». Nada más lejos de Eugenio d'Ors, pues, que la abdicación del yo, porque precisamente se trata de un «gran escritor»9 que convierte en el fundamento de su obra la aparición de un «yo» que se presenta a sí mismo y que se otorga la autoridad suficiente para emitir un discurso y pretender ser escuchado. Obligado a decir en todo momento lo que pensaba y necesitando singularizar su discurso, Ors accedió a la tribuna pública sin mediación alguna, frente a frente con sus lectores. Su palabra devino instrumento y vehículo de un ideario que quizás no siempre la sociedad reclamaba: el europeísmo sistemático, la desprovincialización de Cataluña, el retorno a los valores clásicos estaban claros, pero también, no se olvide, la lucha por la cultura, la educación de la voluntad, los conceptos de continuidad, obediencia, disciplina, obra bien hecha, que ya no despertaban las mismas adhesiones.
Ors era necesario socialmente, admirado intelectualmente y citado por doquier, pero estuvo siempre a un punto de ser acusado de oscuro, de confuso, de intelectualista, de elitista, a fin de cuentas, de estéril. Ya sabemos que las delimitaciones internas de la vida cultural son mudables y que varían en función de los países y de las épocas. En todo caso, es evidente que Ors no se situaba solamente en la escena literaria sino en la cultural, en la esfera pública en general, y la autoridad de su voz no sólo le comprometía a sí mismo sino que inevitablemente pretendía encarnar una conciencia más amplia. Y por esto debió asumir con rotundidad el riesgo del contacto con el poder político. En 1920, al dejar de disponer de instituciones que le respaldaran (políticas, académicas o profesionales), a Ors difícilmente se le perdonó la osadía de levantar su voz solitaria y crítica con el poder. Y una reflexión desapasionada sobre las actuaciones de Eugenio d'Ors entre 1938 y 1942 debería llevarnos a las mismas conclusiones. La paradoja es que la sociedad siempre consume con más reservas la palabra transitiva que la intransitiva. Un novelista siempre será aupado por una industria editorial, por unos medios, por sus lectores.
Relegado al papel de ensayista y de teórico de la cultura, Ors acaba siendo un intelectual disidente y siempre heterodoxo. Empieza a dar la impresión de emprender un inacabable soliloquio, convertido en un intelectual errante, en diálogo permanente consigo mismo. En un momento determinado, parece dudar: o seguir los pasos del reconocido conde de Keyserling, el intelectual apátrida, brillante conferenciante europeo que se codea, de hotel en salón, con la aristocracia europea y se transforma en la vedette literaria de los mundanos clubs intelectuales. O recluirse, como Paul Valéry, para sistematizar su pensamiento y poder, sosegadamente, ordenar su obra. Solicitando infructuosamente la complicidad de unos lectores que una sociedad literaria medianamente organizada le habría asegurado, Ors no llegó a ser ni lo uno ni lo otro. En el París de los años treinta, y después de su breve paso por el Gobierno de Burgos, el Ors de la posguerra parece deambular sin brújula, solitario en un mundo de máscaras, hasta su muerte en 1954.