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1. El camino hacia la lectura y la escritura

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A finales de los ochenta y comienzos de los noventa del siglo pasado, en el marco de la reforma educativa que estaba en marcha, se produjo un importante debate acerca del necesario cambio que se debía producir en la enseñanza de la lengua: el objetivo no podía ser transmitir conocimientos lingüísticos, sino ayudar a desarrollar las habilidades de lectura y de escritura con finalidades muy diversas.

En aquellos años, el interés por la lengua en uso nos llevó a interesarnos por autores como Michael A. K. Halliday, Teun A. van Dijk, Jean-Michael Adam, Stephen C. Levinson o Enrique Bernárdez. Algunos elaboramos materiales educativos con los que tratábamos de incidir en este cambio que, en primer lugar, era de finalidad —para qué enseñar lengua— y, consecuentemente, de contenidos y de metodología.

No me atrevo a afirmar que estamos donde estábamos. Que todo aquello no fue más que el empeño vano de una minoría que no aceptaba el sinsentido de una enseñanza concebida como transmisión de conocimientos gramaticales (o sobre la comunicación, o sobre las funciones del lenguaje, o sobre la coherencia y la cohesión, tanto da).

Pero la pervivencia de los libros de texto como recurso educativo fundamental, en un mundo en el que la información nunca ha sido más accesible y en el que nunca ha habido tantos medios y oportunidades para interactuar oralmente y por escrito, ¿no se ha de interpretar como señal de que las cosas no han cambiado demasiado?

Años después de aquellas lecturas voraces en busca de nuevas vías de trabajo, al releer algunos de aquellos textos, nos parece que podrían haber sido escritos hoy mismo. Buscando soluciones para los problemas que hoy tenemos y que son los mismos de entonces.

Transcribiré un fragmento del texto que me ha llevado a hacer estas consideraciones, el ensayo de Michael A. K. Halliday «El camino hacia la lectura y la escritura» escrito en 19824:

Todos utilizamos el lenguaje con múltiples propósitos distintos, en una gran diversidad de contextos, y algunos de esos propósitos son tales que el lenguaje no sirve adecuadamente en su forma hablada: necesitan la escritura. El impulso para la lectura y la escritura es funcional, como lo fue en primer lugar para […] aprender a hablar y a escuchar. Aprendemos a hablar porque queremos hacer cosas que no se pueden hacer de otro modo, y aprendemos a leer y a escribir por la misma razón […]. Los seres humanos se interesan por el mundo que los rodea no sólo como fuente de satisfacción material, sino también como algo por explorar, para reflejarse y comprender, lo mismo que para celebrar en relatos y en rimas. Para lograrlo necesitan hablar, y, más tarde o más temprano, escribir.

Fue cierto en la historia del género humano y también es cierto en la historia del individuo. Un niño aprende a hablar y a entender lo que otros hablan desde su primer año de vida; entonces empieza a intercambiar significados con la gente que lo rodea, luego viene una época en que lo que desea poder hacer con el lenguaje, los actos de significación que quiere realizar, ya no pueden ejecutarse sólo hablando y escuchando y, a partir de entonces, la lectura y la escritura cobran sentido. Pero si la lectura y la escritura están desvinculadas de lo que el niño quiere significar, de las exigencias funcionales que llega a presentar el lenguaje, entonces la lectura y la escritura tendrán para él poco sentido; seguirán siendo, como lo son para tantos niños, ejercicios aislados y carentes de significado. Un niño está dispuesto para el medio escrito cuando empieza a usar el lenguaje en los marcos ecológicos en los que la escritura es adecuada.

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