Читать книгу Segunda virginidad - Fernanda Ballesteros - Страница 4

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Ay, mi amor, cómo te tardaste. ¿Cómo está Fátima? ¿Cómo viste a tu tía Carmen?, pregunta la mamá en pijamas de satén color miel, con un libro en una mano y el teléfono en la otra.

Puntos cálidos centellean la ciudad plana y su cerro por la ventana panorámica. Noche rara, multitud de nubes extienden el puntillismo en el cielo. La mamá está sentada en el sillón largo, blanco, de su habitación, los pies descalzos con pedicure rojo sobre el tapete níveo.

Bien, balbucea Isabela. Buenas noches, mamá.

Te veo demacrada, Isa. ¿Todo bien? ¿Cenaste?

Sí, mamá, todo bien, buenas noches.

Te dejé en tu cuarto unas vitaminas que te compré. Me dijo tu tía Chefi que son buenísimas para las uñas y la piel, se las recomendó su dermatóloga, la Merino. A lo mejor deberíamos cambiarte con ella, ¿no? El doctor López qué bien me cae, pero pues a lo mejor no es para ti.

Pues sí, a lo mejor. Gracias, mamá.

Buenas noches, mi cielo. Que sueñes con los angelitos.

Tú también.

La mamá le manda un beso tronado, deja el libro y el celular en el buró de mármol que acaba en una pata de dragón y se encamina al baño, el cabello en una cola larga rebota arriba de su figura delgada, senos operados, nalgas trabajadas de gimnasio diario.

Isabela dice otro buenas noches a su papá. Recostado, en bata y pantuflas, ve un documental de animales; despeinado, todo canoso pero no está viejo, el pelo se le ve bien con las cejas gruesas de cebra y con las sobras musculares de cuando fue campeón de slalom en sus años de juventud en Canadá, antes de heredar campos agrícolas del desierto de Sonora. Isabela pasa por la sala apagada, el recibidor apagado, el jardín negro, la alberca iluminada.

Dos hermanos están sentados en la barra de la cocina, cada uno con su celular.

¿Con quién estabas?, le pregunta uno, antes de la primera mordida dura y luego mullida a una manzana.

Con Rebeca, miente Isabela, y toma un vaso para servirse agua fría.

¿Rebeca qué?

Robles.

¿La ex del Chuy Rosado?

Sí.

¿El Chuy es el hermano del Marcos de tu equipo de fut?, pregunta el otro hermano, con los ojos y los lentes hacia el celular.

Simón.

Esa Rebeca Robles, ex del Chuy Rosado, es una amiga que va a otro colegio. Isabela la conoció en natación. Rebeca, siempre presentable, con cremitas y perfumes dulces, cutis de seda, le avisa a Isabela cuando le apesta el aliento, cuando el traje de baño se le acomodó mal, cuando se le sale un pelo púbico, cuando se le mete el taco. Una buena amiga.

Sebastián pasa por mí en coche, le dice Isabela toda presumida a Rebeca, y me lleva por raspados o por unos tostilocos.

Comen adentro del carro, la refri prendida, estacionados donde sea, en un parking, por ejemplo, y él se le queda viendo con los ojotes como de árabe entre las mordidas crujientes a las papitas con chile. A veces le hace cosquillas él a ella y le dice que se ve bonita de blanco, que ya se manchó, una gotota de chamoy en el área del busto, y que él se la va a limpiar. Ella se ríe y él también, el aire de repente más pesado, un algo derritiéndose desde la nuca, al cuello, a la mancha.

A Rebeca sí le cuenta que se dieron un beso, aunque omite detalles; no le dice que la mano de él se quedó sobre la mancha de chamoy ni que la empezó a deslizar en círculos sobre el área, Isabela sin moverse, sólo la boca abrió y meció tantito la lengua cuando la otra entró, viscosidad de rielito y pepino, una ventilación caliente que salía de la nariz de Sebastián impregnándosele en las mejillas, atrás de las orejas, a lo largo de la clavícula.

Isabela repite estrategias para irse con él. Dice:

Ahorita vengo.

O:

Ahorita regreso, voy rapidito por algo.

Lo que sea, unas copias, ir al cine con no-sé-quién.

¿Cómo estuvo la película, mi amor?

Muy padre.

¿Cómo estuvo tu trabajo en equipo?

Muy bien, mamá.

O:

Muy bien. Luego nos vemos, papá.

O Carlota y Vero, ellas dos haciendo tarea, o jugando con la manguera a mojarse, las blusas del uniforme embarradas en senos de picos, a medio florecer, rodillas famélicas corriendo de aquí para allá o arriba abajo del resbaladero, puras niñas, las mismas del salón, las mismas desde hace seis, siete, ocho años, desde que entraron juntas a primero de primaria se hizo la bolita, el grupo de amigas. Isabela las moja con globos de agua, latigazos de hule sobre las telas duras del uniforme, o le atina a las pieles enrojecidas, y se va.

Mi mamá ya llegó por mí, dice Isabela.

Y es Sebastián.

¿Quién te trajo, Isa?, pregunta después su mamá.

Verónica.

O:

La hermana de Carlota.

¿Cuál hermana?

Norma.

¿A poco ya maneja? Qué rápido pasa el tiempo, dice la mamá, las manos en unos recibos, maquillada, cabello secado, sentada en el estudio frente a las enciclopedias.

Isabela, entre los personajes que reemplazan a Sebastián, no siempre menciona a Rebeca porque ella es de otra bolita, de otra escuela, es amiga del club. Ambas con membresía familiar, todas las tardes la entrada por las puertas de vidrio a la sala lounge, bajan por las escaleras tapizadas, pasan los cuartos de spinning, yoga, taekwondo, gimnasio, donde están unos guapos con pesas y ellas van también, Isa y Rebe, antes de natación, para hacer pierna, para platicar con el Luis, el Marcos, el Gómez, el Ro, mejor amigo del hermano de la María Cárdenas. Isabela platica con ellos sin decirles que ya tiene novio, que Sebastián le dijo:

Me-gustas.

Y le preguntó:

Quieres-ser-mi-novia.

Estaban estacionados frente a una imprenta cerrada. Un letrero centelleaba rojo en las caras de los dos.

Pero tiene que ser secreto, le dijo él. Por ahorita.

Un ahorita desplegado en mensajes diarios de te quiero, gordi, paseos breves en coche, llamadas de media hora, de una hora, Isabela lejos de los oídos de los demás.

Lejos de la cocina, de sus hermanos bañados en hedor de lodo y futbol, desde su habitación, Isabela le marca a Rebeca para avisarle su participación en la mentira. Sus hermanos eran capaces de preguntarle mañana en el club a Rebeca qué hicieron, cómo les fue ayer. A uno de ellos como que le gusta.

No puede ser, o sea, ya tengo que conocer al Sebastián, dice Rebeca. Si me quieres de cómplice, necesito mínimo verlo.

Rebeca propone entonces una albercada en su casa, en un jardín con muchas flores y un tobogán. Isabela y Sebastián, Rebeca y su novio, un tipo no tan agraciado ni facial ni corporalmente, panzoncito pero detallista, fiel, con tintes de poeta, párrafos sobre la belleza y la personalidad de Rebeca como mensajes de buenas noches. Un niño bien.


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