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Isabela es de las ocho integrantes del grupito que invade todos los recreos la sombrilla azul ubicada por la pista de correr, por los árboles llorones. Varias con un pie sobre el asiento, o con las dos piernas abiertas, una a cada lado de la banca, los shorts de deporte asomados, la falda de cuadros arrugada, o sentadas arriba de la mesa de fierro, acolchada por debajo de chicles masticados, secos.

Carlota, cara de ratón feliz, bigotito decolorado, frenos, ojos azules, es el centro de atención. Las demás le preguntan qué onda con el Diego, que si le agarró la mano, que si cómo se la cantó.

¿Beso no se dieron?

¡Obvio no!, contesta Carlota, asustada, orificios de la nariz levantados, turgentes.

¿De aquí quién se ha dado beso?

Es que casi nadie ha andado de novia. La Ceci anduvo con el Óscar Caputelli pero nunca se dieron beso.

Ya date un beso para que nos cuentes, Carlota.

Isabela se une al gritillo:

¡Wuuuuuw!

Vero le pellizca el muslo a Isabela. Vero se refiere al beso que Isabela se dio en Año Nuevo con el gringo en Vail. Verónica hizo tal jeta de trauma que para qué otra y mejor Isabela no le cuenta nada de Sebastián. Mejor no le cuenta a nadie de la escuela.

¿Quién quiere jugar conmigo ABC?, pregunta Vero.

Yo, dice Isabela.

Vero le rasca a Isabela sin parar, con una sola uña, la zona de la muñeca que está bajo la palma, y es Isabela quien debe responder a cada letra del abecedario para acabar con la microtortura física.

A.

Adrián.

B.

Bernardo.

C.

Carlos.

D.

David.

E.

Eh, eh, ¡Elmer!

Nombres de hombres y entre más rápido y menos gritos, menos fricción de la uña con el mismo pedacito de piel, menos probabilidad de cicatriz suicida. En la P de Pablo ya todas se están burlando de la muñeca escarlata de Isabela.

Isabela, del colegio, se va directamente a casa de Rebeca, se quita el uniforme, se mete a bañar y se rasura los brazos para agregar superficies lisas a lo que Sebastián quiera tocar bajo el cloro. Bikini lila, gargantilla elástica de colores.

Las cuatro de la tarde: las botanas listas, el sol sobre la alberca.

Ding dong y es el novio de Rebeca.

Pasa el tiempo e Isabela se arregla entonces las uñas, rosa palo, las cejas, más oscuritas, las piernas bronceadas con un aerógrafo gringo mientras planea qué película pueden ver después de la alberca, una chistosa en la sala de arriba, hay dos sillones gigantes y cobijas.

Cuando el cielo se torna fulgurante en rojos, y Rebeca y su novio bisbisean dentro del agua, Isabela llama por teléfono a Sebastián en la habitación de su amiga. Dos camas individuales, la ventana alta hacia la avenida, la puerta del clóset abierta, mucha ropa tirada, prendas en cerros desbordándose sobre la alfombra color vino.

Unos biiiip larguísimos.

¿Bueno?, Sebastián contesta adormilado.

Isabela le dice, con voz de renacuajo triste, que llevan horas esperándolo. Él, en un tono neutral que raya la indiferencia, dice que tuvo un accidente de coche con unas amigas.

¿Qué pasó?, pregunta Isabela.

Pues, ¿qué pasó? No sé...

La voz de Sebastián se distorsiona porque está saliendo ahora de una sonrisa. Isabela no ve el chiste en la ecuación.

Un carro se atravesó. Nada grave, no te preocupes.

Sebastián es apenas un silbido, un hilo vocal falso, lejano, burlón, mentiras que penetran como filos en el oído de Isabela, quien ve una mancha en el techo que se pone borrosa, acuosa desde las córneas, al mismo tiempo que su garganta temblequea en picazones porque escucha risitas de mujer desde el auricular.

Está muy raro todo esto, le dice ella. Así no podemos seguir juntos.

Isabela dijo esta frase con la esperanza de una negación, de que él dijera algo tipo: sí podemos seguir, gordi, ahorita voy a casa de Rebe a explicarte bajo el tobogán y las estrellas y todas las constelaciones, pero lo que dice es:

Ok, Isa, te entiendo. Esto tenía que acabar.

Cuelgan. Las lágrimas mojan los párpados delineados, rayita waterproof, y los brazos sin pelos sirven para agarrar una almohada y estrellarla una y otra vez contra el colchón, técnica curativa que alguna vez le contaron. Deja de pegarle cuando escucha que Rebeca y su novio abren la puerta corrediza de vidrio del jardín.

No sabía que te gustaba tanto, dice Rebeca.

Ve que esa frase no funciona y dice:

Es un imbécil.

El novio de Rebeca dice:

Te voy a presentar a un amigo que sí vale la pena.

Isabela traga gramos de vergüenza espolvoreada porque el novio de Rebeca la está viendo deformada en pleno fracaso emocional de una relación que se engendró, creció y se pudrió en la penumbra. Isabela se encierra de nuevo en el cuarto y le marca a su prima Paula. Seis seis dos dos trece cuarenta y ocho cincuenta y cuatro.

¿Bueno? Hello!

Isabela, con peras atoradas todavía en la garganta, explaya el resumen de la ruptura.

Es que no sabemos casi nada de él, Isa, lo conocimos demasiado random en Kino, dice Paula.

Isabela se muta en el recuerdo de la playa, él atrás de ella en la banana, Isabela curvando la espalda para sacar las nalgas hacia la visión de Sebastián pero el rebote obligándola a curvarse al revés, jorobada, agarrada con fuerza del mango del flotador.

Ya va a empezar mi clase de equitación, dice Paula. Pero no estés triste. ¿Quieres ir conmigo a la fiesta de la Melissa?

Ay, no sé, contesta Isabela.


Segunda virginidad

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