Читать книгу Segunda virginidad - Fernanda Ballesteros - Страница 7

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Isabela habla toda la noche con un amigo de Paula, uniceja, de ojos azules y sonrisa hasta la mitad de las mejillas. Él trae un spray bucal mentolado: se lo echa él y se lo echa a ella frente a un lago artificial con una fuente que tira tres chorros desde el centro. Es una quinceañera. Ponen reggaetón y todos bailan en filas, en parejas mixtas o femeninas; nunca dos machos frente a frente. Los movimientos latinos son sensuales, sin tocarse, cada quien en una de las dos filas paralelas que atraviesan la pista de baile, espacio de aire puro garantizado entre parejas. Pegaditos sólo en las rancheras, terapéutica regional, y al final de la velada, porque la confianza crece a lo largo de las horas sociales con la ayuda de las bocinas grandes, las luces de colores, las plastas de maquillaje, el pelo planchado, los tacones, las Tecates.

Lejos de la gente y del lago, sobre un área de pasto donde no invade la luz, el uniceja mete la lengua en la boca de Isabela y la recorre en espadazos. La menta que le entra por la boca se destila por el cuerpo de Isabela en riachuelos internos de asco.

El secreto del beso se lo cuenta a Paula en la comida familiar del domingo.

En la sala, los adultos hablan de la gripe española que mató a cincuenta millones, que dejó más muertos que la Primera Guerra Mundial, diecisiete millones, una tía está leyendo un libro sobre eso, se lo prestaron en el club del libro que organiza la Susana Siqueiros, sí, le dieron anillo a su hija, se va a casar con este muchachito Soto, ¿cómo se llama?

Lejos del guirigay, Isabela, sobre una barda, le dice a Paula:

Júralo que no le vas a decir a nadie.

Paula es portadora de secretos desde que son niñas. La primera confidencia giró en torno a un pelo en el pezón, uno delgadito, casi incoloro, cuando Isabela tenía nueve o diez años y Paula once o doce. Isabela le contó en el techo de su casa. Se subían por la casita del perro, imitando a los hermanos.

Me salió un pelo, dijo Isabela.

No le dijo dónde. Paula, con la sabiduría en el cabello negro y en los dientes grandes, le dijo que era el primero de muchos que iban a rodear donde hacemos pipí. Esa información era nueva, inesperada: el pezón estaba muy lejos del instrumento corporal para el escusado. Los pies flotaban a varios metros de la banqueta, Isabela los veía balancearse y Paula la veía a ella y le hablaba al oído, quedito, para que nadie oyera, simple consecuencia del tema, los pelos y los pezones no son temas abiertos.

Los besos tampoco.

Isabela y Paula, ahora sentadas en dos poltronas de la habitación de los abuelos, los tenis sobre el tapete marroquí que trajo un tío en uno de sus viajes, hablan en el mismo volumen.

No le voy a decir a nadie, ya sabes, no te preocupes, dice Paula. Pero hay algo que te tengo que decir.

¿Qué?, pregunta Isabela.

Paula toma su pausita dramática y le dice que el uniceja se puso de novio con una amiga de ella en la misma fiesta.

Isabela vuelve a sentir los riachuelos de asco, pero ahora morales, sentimentales, no significar nada para el otro, él probó lo que no podía con ella, porque esa amiga de Paula con la que se puso es una mocha, todo mundo sabe, la inocente, hasta bullying le hacen en la escuela, se le ponen rosas los cachetes si alguien dice pompi o cerveza y comulga diario, claro que él encantado con ella, con la inmaculada, aparte que sí, está hermosa, y muy linda, naricita de cachorra consentida, se le cierran los ojitos cuando sonríe, igual que a él, pues sí, sí quedan, altos los dos. Isabela mejor cambia de tema:

En la mañana me marcó Sebastián.

¿Qué te dijo el imbécil?

Quería saber qué onda, cómo estoy, dice Isabela sin mencionar que, al escucharlo, sudó de manos y axilas.

Qué risa, se te pusieron las orejas rojas.

Qué risa, traes chile entre los dientes.

Segunda virginidad

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