Читать книгу Segunda virginidad - Fernanda Ballesteros - Страница 9

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¿Ya no has hablado con Sebastián?, pregunta Paula.

Desde el balcón de la casa Bauman, en bikini, ambas emanan brillos de cutículas envueltas en bronceador. El mar también brilla. Entre tanta luz, Isabela ve por primera vez la cascada de vellos que baja desde su hueco entre los senos hasta el puño púbico.

No, contesta Isabela.

Qué bueno, la neta.

Paula pone su cara de seria, barbilla metida, cejas negras levantadas, poros rojizos alrededor de las cejas, se las acaba de sacar con pinzas. Dice:

Isa, siento que no, no es para ti. Como que tiene algo turbio. O sea, su papá tiene bares en el centro. Ponte a pensar: ¿quisieras ponerte de novia con uno que ande todos los días de peda?

Ay, ni sabemos si se va a dedicar a eso él también.

Obvio sí. Y si no, igual ahí anda desde ahorita.

Isabela, ignorante de cómo es el centro de Hermosillo de noche, se imagina ensombrerados ebrios, cheve, mujeres escotadas, ropa embarrada, jeans con brillantitos.

¿Y tú?, pregunta Isabela.

¿Yo qué?

¿No has hablado con el Soto?

No, dice Paula con cara de fuchi, me dijeron que está medio loco y que es bien peleonero.

La última vez me habías dicho que andabas encantada con él. ¿Ya te han tocado pleitos?, pregunta Isabela.

No. Me dijeron que en la juntada de la Ceci Castro andaba haciendo show.

A Isabela le llega un mensaje.

¿Quién es?, pregunta Paula, le arranca el celular y lee Armando.

Armando es un amigo del uniceja. Fornido, de una guapura heredada, se parece a sus hermanos, los tres con facciones duras y cabello ondulado, castaño. Es que el papá parecía Ashton Kutcher de joven. Impresionante lo idéntico. La mamá, ni se diga, toda perfectita, suavecita. Isabela había hablado con Armando en fiestas, él sonriente, buena gente, bailador, le sabe a las cheras, una vez cargó a Isabela a media canción de la cintura y la columpió como trapo.

Hey estás en Kino con la Paula? yo aquí ando con el Soto, dice el mensaje. Pasamos por ustedes a las 9?

Ay, no, bye, no quiero, dice Paula.

Qué simple, vamos. Es el destino. No puede ser que te acababa de preguntar por él y que mandaron esto.

Y yo te acababa de decir que no me gusta, que es un peleonero.

Es puro chisme eso. Ni te ha tocado.

Ni quiero que me toque. Los chismes perduran en la humanidad porque antes los necesitaban para sobrevivir. Era la manera de saber quién mató, quién era bueno para qué. Y todavía. Benditos sean, yo no quiero un cholo en mi vida.

¡Paula! ¿Puedes bajar a ayudarme con tu hermano?

El grito de la mamá de Paula sobresale del ruido de las olas y de los primos que juegan abajo, en la alberca, con inflables de cigüeñas y unicornios, y un resbaladero sobre el pasto artificial.

¿Sabes qué?, dice Paula, parándose, gotas de sudor en búsqueda del nuevo punto de gravedad. Me da igual. Vamos.

El coche está nublado de loción.

El Soto, delgado, granitos en la frente, propone:

Les tenemos preparada una fogata, pero ¿qué rollo? ¿Quieren primero dar la vuelta?

¿O quieren ir a «la chichi chora»?

No, dice Isabela, mejor vamos directo a la playa.

No quiere repetir el escenario de Sebastián, cuando se conocieron, cuando él condujo hacia ese camino de tierra y pasaron el cerro con la capilla y la virgen pintada en la roca.

Isabela, mano en la boca, arena lúgubre en la garganta, sofocada por las manijas de la compunción, qué coraje que le dijo a Sebastián del beso, desde ese día no le marca, ella que nunca dice, además asqueroso estuvo con el idiota uniceja, nada que ver con los de Sebastián, pero, bueno, mejor así, soltera, aunque siempre ha estado soltera, pero ya, nueva vida pulcra, fiel a sí misma, cerca de Dios, se le va quitando lo triste con la canción que ponen, una de reggaetón suave que la va calmando en un perreo blando, auditivo.

La fogata la armaron frente a la casa de los Carranza porque está vacía, este fin de semana se fueron a Tucson.

Lástima que no están, dice Paula a Isabela, obvia referencia al Carranza mayor, el güero, jugador de tenis.

Toman vodka con jugo de piña en vasos rojos desechables. Al lado de Soto, Armando es una concha, muda, agradable a la vista, generador de ecos y olas, respuestas previamente estructuradas, utilizadas, risa demasiado grave. Soto, hiperactivo, habla mucho, le hace halagos a Paula:

Lo que diga la reina, le dice.

O:

Donde te quieras sentar te hago el trono, chula.

O:

Que diga ella primero, todos cállense, mientras le mueve al fuego para que esté choncho y le dice a Paula:

¿Me acompañas por hielos, principessa?

Y hace énfasis en el principessa, lo exagera, sacude los brazos, hace una reverencia ante Paula. Ella, contentota, adulada, dice que sí.

Armando lame entonces la oreja izquierda de Isabela como cono de nieve, Isabela derritiéndose con la mirada en el fuego, en los troncos craqueándose encendidos, la lengua de él en proceso de penetración auricular hasta que regresan los otros dos y entonces se separan, los ojos de Isabela todavía en la fogata que de oro efímero pasa a una orgía de brazos muertos.

¿Qué traes, Isa?, pregunta Paula.

Nada, contesta Isabela, tratando de aplastarse la pérdida de control contra la humedad en el cabello, por qué, por qué, por qué tiene tanto y sin forma, ni rizado, ni lacio, telarañas pegosteadas, sucias, cafés.

Pon música en tu celular, ¿no?, dice Isabela.

Y los cuatro cantan y se empinan el alcohol endulzado hasta que Paula tiene ganas de hacer pipí.

Vamos, le dice Isa.

Se alejan de ellos, se adentran en la noche que porta una curvita naranja como luna, una uña que va bajando al agua oscura, quieta. El chorro de pipí deja un huequito en la arena.

Qué guapísimo está el Armando, dice Paula

Ya sé, contesta Isabela. El Soto es bien lindo.

Pues sí, la verdad sí, pero no, no voy a salir con él, contesta Paula. Está bien chaparro. ¿Y tú qué con el Armando?

No, nada, miente Isabela.

Segunda virginidad

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