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03 / 100 MICHAEL MCCLEARY, EL MÁS ATLÉTICO DEL MUNDO ES AMERICANO

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El atlético más atlético del mundo no vive en Pirámides, ni en Carabanchel, ni en la avenida de Luis Aragonés, ni siquiera reside en España, aunque sí nació en ella.

Michael McCleary, mi amigo Miguel, es una de las personas más auténticas que conozco y entre otros motivos es tan auténtico porque es el atlético más atlético del mundo. De broma solemos poner en duda su condición de líder en una imaginaria clasificación de aficionados rojiblancos y más en los últimos años durante los cuales en nuestras vidas han aparecido nuevas personas capaces de competir con él. Pero este «americano loco», nacido en Madrid, en Fuencarral, el 8 de abril de 1957, es imbatible, no tiene rival.

En los años cincuenta, la familia McCleary vivía en la capital de España ya que el padre, John, era el coronel de las Fuerzas Aéreas de los EE. UU. en España y sus hijos iban al colegio de la base de Torrejón de Ardoz, en la que entonces los norteamericanos tenían uno de sus principales centros en Europa.

Miguel, a diferencia de otros niños de la base, además se decantó por un deporte tan poco americano como el fútbol y su equipo de Torrejón incluso disputaba una Liga con los combinados de otras bases de los Estados Unidos como la de Rota (Cádiz) o Zaragoza. Siempre ganaban, dice él, que jugaba de lateral izquierdo con el 3 en la espalda, número que aposta lleva este capítulo y que tenía la camiseta de algunos mitos de la historia rojiblanca, Isacio Calleja y José Luis Capón, entre otros.

El primer contacto de McCleary con el Atleti fue ya muy curioso, pues un compañero suyo celebró su cumpleaños nada más y nada menos que en el antiguo estadio Metropolitano. Pudiera ser que algún chaval del centro militar se enganchase al club colchonero debido a que creía que había una vinculación entre la entidad y su país por los colores. Piensen en el rojo y el blanco, las barras del escudo, las estrellas e, incluso, el tono del azul del pantalón.

Tras aquel encuentro y aquel cumple, Michael ya lo tuvo claro: sería del Atleti. Y lo sería para siempre y tanto que ya no encontró rival a la hora de hacer locuras por su equipo. Años después, mi amigo buscó en una hemeroteca la crónica del partido de su debut. Y la encontró: Atlético de Madrid, 4 – Pontevedra, 0. Fue un 6 de marzo de 1966. Tenía 9 años, los mismos que Manuel Oppenheimer (ver capítulo 2) cuando visitó Madrid.

Años más tarde, sería su hermano mayor, Brian, quien le llevaría al estadio Vicente Calderón. Y uno de sus mejores recuerdos, me ha explicado, es precisamente el momento en el que dejó atrás la glorieta de Pirámides y vio el coliseo del Manzanares de repente y en todo su esplendor, pues entonces no estaban los edificios que había entre el fondo sur y la plaza, y que quitaron la bonita vista cuando hasta no hace tanto se encaraba el paseo de Los Melancólicos.

Sus primeros años de «militancia» colchonera le dieron la pauta de lo que iba a ser su vida en rojo y blanco: alegrías y decepciones. La vida misma reflejada en un trozo de césped. Entre las primeras, la Copa de 1972 ganada al Valencia o la semifinal de 1974 frente al Celtic de Glasgow; entre las segundas, su primer derbi en el Bernabéu, perdido el día de Reyes de 1972. Ya empezaban «los Reyes» a hacernos «regalos».

Los estudios le llevaron a Boston en 1976. Sin embargo, su progresión en esa imaginaria clasificación de atléticos hasta la muerte era ya imparable hasta conseguir la primera posición, y en su país siguió como pudo la actualidad rojiblanca. En mayo de 1977 solicitó a sus profesores que le adelantaran los exámenes por «un acontecimiento familiar». No mintió porque se trataba de su familia rojiblanca que se disponía a celebrar su octava Liga, y el partido decisivo era en el Santiago Bernabéu. Mereció la pena.

Desde Estados Unidos, siempre al tanto de lo que le ocurría al club. A veces de manera increíble: dejaba un casete grabando los partidos a través de Radio Exterior de España cuando se iba a trabajar y era sábado o domingo y jugaba su Atleti. El problema era que no tenía a nadie en casa que le diera la vuelta a la cinta, de tal forma que a su regreso solo podía escuchar una parte de la narración del encuentro y esperar a que el lunes llegara la prensa española. Ahora parece increíble, pero era así. Ni Internet, ni plataformas de televisión ni nada que se le parezca. Un día o dos de incertidumbre.

Miguel se ha superado en los últimos años. No solo viaja un par de veces al año a España a ver al Atleti, sino que gasta sus vacaciones en hacerlo. Con motivo de la final de la Liga Europa de 2018 viajó desde Washington a Lyon, y ni que decir tiene que estuvo en la despedida del Calderón y en la inauguración del nuevo Metropolitano. Ese día portaba una cartulina en la que relataba que había hecho un «triplete» de estadios: los dos Metropolitano y el Manzanares.

Alguna compañera de trabajo me ha comentado alguna vez después de hablarle del «americano loco» que debería escribir un libro solo dedicado a él. Me lo pensaré. Se lo merece, desde luego. Miguel tiene una historia asombrosa y coincido con amigos que tenemos en común que lo más increíble es que una vez que dejó España siguiera contra viento y marea fiel al equipo, incluso más que si se encontrara en Madrid.

Aparte de una colección única de objetos relacionados con el Atleti —butacas, trozos del Calderón, una almohadilla de los 70—, el culmen de su pasión llegó en forma de matrícula, pues su Jeep Cherokee porta por las calles de Washington una placa en la que se puede leer «ATLETI». Así que si usted camina cerca de la Casa Blanca y ve esta placa con esa palabra, no piense que lo está soñando, no. Se trata del coche de McCleary.

No acaba ahí, Miguel ya tiene un sitio reservado para cuando parta hacia el «tercer anfiteatro». En su tumba, en el corazón de la capital de los Estados Unidos, hay un epitafio que exclama: «¡Aúpa Atleti!»

PD: Miguel es una de las mejores personas que conozco.

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