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B. Suicidio

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Desde un punto de vista dramático, el suicidio es un modo de morir más noble, elevado y trágico que el homicidio. Sobre el escenario operístico, matarse da más juego teatral que sufrir una humillación, asumir un resto de existencia desdichado e incluso que ser asesinado. Lo más preciado que tiene el ser humano es su vida y para quitársela por su propia mano se necesita una poderosa razón que pueda llegar a justificarlo.

Así que, antes que caer en manos de los griegos, sin duda para deshonrarlas antes de asesinarlas, Casandra y una parte de las mujeres troyanas (Los Troyanos) prefieren quitarse la vida apuñalándose en masa. Antes que sufrir la tortura de la pérdida de su hijito durante el resto de su vida, Madama Butterfly se hace el harakiri y Suor Angélica ingiere un brebaje letal. Y antes que vivir atormentadas por el remordimiento, la desesperación, el desamor o la vergüenza, Abigaille (Nabucco), Lakmé, Magda (El cónsul) o Lucrecia (La violación de Lucrecia) prefieren quitarse de en medio con dignidad y, por qué no decirlo, con grandeza, porque renunciar a la vida para evitar la infelicidad engrandece al personaje. Se comprende que personajes operísticos de la talla de Julieta, Dido, Hermann, Fedora, Otelo o Brunilda prefieran morir con dignidad a sobrevivir en la amargura.


La soprano Karah Son como Cio-Cio San en Madama Butterfly, de Giacomo Puccini.

En las óperas más importantes en las que ocurre un suicidio, la proporción de mujeres casi duplica a la de hombres. Dado que la autolisis responde siempre a un estado psicológico de malestar crónico insoportable, se explica que los libretistas y compositores de óperas de todas las épocas, casi todos varones, hayan creado o adaptado muchos más personajes femeninos que masculinos desgraciados o desesperados.

Como veremos en los casos particulares, los métodos preferidos para el suicidio operístico son el veneno, el arma blanca y el fuego, seguidos por el ahogamiento, la precipitación y el ahorcamiento.

Otra historia de la ópera

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