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PRIMERA PARTE.
LOS AMORES DE YAYE
CAPITULO X.
Del resultado que tuvieron las investigaciones de Harum

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Hacia ya algunos dias, cuando Calpuc llegó á Granada, que rondaban bultos de noche por la calle del Agua del Albaicin, á cuyo extremo estaba situado el palacio de don Diego de Válor.

Ni este ni su hermano don Fernando habian vuelto de la expedicion á que habian salido con Miguel Lopez, ni se sabia nada absolutamente por sus allegados de ninguno de los tres.

La única persona que parecia afectarse con esta ausencia, era doña Isabel de Córdoba y de Válor.

En cuanto á doña Elvira, apenas se la veia á las horas del comer y del rezar, y despues se encerraba en la habitacion de su esposo.

Doña Isabel sabia lo que significaba aquel encierro: sufria y callaba.

En cuanto á los bultos que rondaban el palacio de don Diego, forzoso nos será decir que uno de ellos era el walí Harum el Geniz, el terrible monfí, el confidente de Yaye en cuanto á las mejicanas, el que se habia encargado de seguirlas y averiguar su paradero.

Harum, cumpliendo su cometido, habia averiguado que el capitan estropeado y las dos mujeres del carro habian parado en un casaron del Albaicin, situado en la parroquia de San Gregorio el alto, y cuyo huerto lindaba con el jardin de la casa de don Diego de Válor.

El capitan y las dos damas permanecian sin duda en aquel casaron, puesto que Harum veia salir todas las mañanas al estropoado con una cesta, y volver á poco con un muchacho cargado con la cesta llena de provisiones: el capitan daba algunos maravedises al muchacho, y le despedia hasta el dia siguiente. Despues entraba en la casa, abriendo la puerta por sí mismo; no volvia á salir hasta el anochecer, y permanecia en la calle hasta cerca de la media noche.

Harum no vió jamás abiertas las ventanas de aquella casa ni de dia ni de noche, ni entrar ó salir mas persona que el estropeado.

Por consecuencia, morando allí el capitan, era probable que morase allí tambien la doncella morena y hermosa de los cabellos negros y rizados.

Harum se habia dicho:

– El poderoso emir me manda averiguar el paradero de esa doncella: luego esa doncella le interesa: es verdad que no se sabe por ahora dónde para el emir, y que le andamos buscando; pero cuando menos lo pensemos parecerá, y si para entonces le tengo yo aclarado este asunto, sin duda que no me irá mal: entre ellos median prendas, puesto que el magnífico emir me encargó con todo el empeño de un enamorado que procurase dar con ella: procuremos, pues, burlar la vigilancia de ese capitan, y ponernos frente á frente de la hermosa dama.

Harum, pues, se dedicó con toda su actividad y con toda su inteligencia al asunto que se le habia encomendado.

Dióse á espiar de la manera mas cauta del mundo al estropeado, y no solo él, sino algunos de sus muchos conocidos del Albaicin. Es de advertir que los monfíes hacian todos un doble papel: no habia ninguno de ellos que no tuviese parientes y amigos; ya fuese en las villas de la Alpujarra, ya en la ciudad de Granada. Con mucha frecuencia iban y venian á las poblaciones, y aun vivian en ellas: entonces se asemejaban á los moriscos, y como ellos tenian un nombre cristiano, y como ellos se mostraban sumisos y obedientes al rey, á su capitan general y á sus justicias: pero cuando los monfíes estaban en las poblaciones, era para espiar.

Entonces se transformaban: no parecian los terribles bandidos de la montaña, siempre bravos, siempre amenazadores, sino los vencidos sumisos que sufrian, sin quejarse y como sin pena, el dominio del vencedor; muchos de ellos, aunque todavía se permitia á los moriscos hablar en su dialecto natural y vestir su trage acostumbrado, hablaban perfectamente el castellano, y vestian como los castellanos. Harum y los veinte monfíes que habian acompañado á Yaye y Ab-el-Gewar, eran de este número. En cuanto á Harum, se llamaba entre los moriscos y por ante los castellanos Pedro el Geniz, y pasaba por hijo de un rico mercader de sedas en la Alcaicería.

Sus frecuentes y largas ausencias de Granada se justificaban por el comercio de su supuesto padre. Cuando Pedro el Geniz estaba fuera de Granada, el viejo Silvestre el Xeniz, que Dios sabe por qué habia tomado aquel apellido moro, decia á sus conocidos cuando le preguntaban por su supuesto hijo:

– Está en Florencia por raja, ó en Flandes por encajes: ha ido á Génova á contratar una partida de telas de damasco con unos mercaderes, ú otra contestacion por este estilo.

Del mismo modo todos los monfíes cuando andaban entre los cristianos, tenian medios para encubrirse y burlar la vigilancia de los castellanos. Los moriscos, como todo pueblo esclavizado, estrechaban sus filas; encubrian sus conspiraciones bajo el mas profundo disimulo; se favorecian los unos á los otros; se entrometian mansamente en todas partes, y de este modo sabian á tiempo cuándo se aprestaban soldados para marchar á las Alpujarras, ó con cuánto resguardo iban las conductas de dinero que se enviaban para pagar los presidios de soldados de las villas y castillos de la montaña; asi es que casi todas aquellas tropas eran batidas por los monfíes, y casi todas aquellas conductas apresadas.

Interesados en no hacerse sospechosos los monfíes, parecian los moriscos mas reducidos y mas conformes con la dominacion castellana, llegando hasta el punto de no vestir el trage moro, de beber vino, de comer tocino y de pertenecer á cofradías religiosas. Sucedia con mucha frecuencia, que engañados por estas prácticas exteriores, el presidente de la Chancillería, el capitan general, el alcalde mayor y el corregidor, usasen como confidentes contra los monfíes, de los mismos monfíes. Estos casos se repiten en nuestros dias. Con mucha frecuencia los conspiradores sirven como polizontes á los gobiernos; esto es, cobran sueldo del gobierno, y se sirven á sí mismos.

Harum era uno de estos hombres; conocíanle en Granada altos y bajos, cristianos y moriscos, el capitan general, el buen don Luis Hurtado de Mendoza casi le tenia cariño, y le tuteaba; el presidente de la Chancillería solia citarle como ejemplo de buenos moriscos, y decia con frecuencia, que si todos fuesen como él, se podria dormir á pierna suelta sin temor á levantamientos y alborotos: y en cuanto al corregidor y al alcalde mayor, nunca dejaban de darle crédito cuando le pedian informes acerca de este ó del otro morisco que se habia hecho sospechoso.

Sin embargo Harum era uno de los walíes ó capitanes mas tremendos de los monfíes; una vez á caballo, al frente de una banda de ballesteros, y acometiendo una villa que se habia hecho merecedora de un severo castigo por parte del emir, la trataba sin compasion; caian bajo su lanza ó su espada la munjer, el niño y el anciano, como el varon mas fuerte y robusto, é incendiaba las mieses y los caseríos, sin lastimarse del hambre que aquella devastacion debia producir en comarcas enteras.

Entonces el semblante de Harum era feroz, su palabra breve y dura, su corazon inaccesible á la piedad; una vez lanzado su grito de guerra, su tremendo ¡Allah le ille Allah!8, se convertia en un tigre hambriento; poníansele ante los ojos las desdichas de su patria, y se cobraba con usura en sangre cristiana de la fingida sumision que se veia obligado á demostrar cuando vivia en las poblaciones.

En Harum habia dos hombres: el capitan monfí y el buen espía: cuando desempeñaba este último papel se transformaba: mostrábase afable, locuaz, alegre, un tanto casquivano, un mucho galanteador y de todo punto inofensivo: el amor de las mujeres servíale á las mil maravillas para averiguar muchas cosas, y para introducirse en muchos lugares, y como era jóven y galan, y sobre galan buen mozo, hé aquí que Harum representaba en el Albaicin un tercer papel, el de don Juan Tenorio.

Generalmente representaba otro cuarto papel, el de gefe de los monfíes que se encontraban como espías en Granada. Harum les daba sus órdenes, recibia sus noticias, las comunicaba, y era en fin, el ege de aquella máquina invisible, cuyos efectos sentian los cristianos sin conocer la causa que los producia.

Tal era el hombre á quien Yaye habia encargado que no perdiese de vista á la prisionera mejicana, y á quien habia encargado tambien Yuzuf averiguase el paradero del poderoso emir de los monfíes Muley Yaye-Al-Hhamar.

En cuanto al primer asunto, Harum comprendió que si rondaba mucho la casa del capitan podria inspirar sospechas al estropeado y hacer que se marchase con las dos mujeres y con mas precauciones á otra parte.

Aprovechó, pues, la ocasion de desalquilarse una vieja casucha medianera de la que ocupaba Sedeño, especie de tinglado viejo, que se levantaba como una construccion parásita, apoyada en el casaron donde vivia el estropeado.

Apenas se encontró solo en esta casucha Harum, la reconoció de alto á abajo: entraban en ella el viento y el sol por todas partes, cuando no por ventana, por rendija, lo que la hacia sumamente ventilada, cualidad inapreciable en aquella estacion, que, como sabemos era la de los calores; además un pequeño huerto de este tugurio lindaba, por un accidente casual, con los dos jardines de las casas de don Fernando de Válor y del capitan Sedeño.

Harum reconoció minuciosamente las paredes medianeras con el casaron habitado por el capitan; nada encontró en ellas que le ayudase: eran demasiado fuertes y al parecer gruesas para que pudiese abrirse en ellas una mira sin causar ruido y apercibir á los vecinos: renunció, pues, á las paredes medianeras y reconoció la cueva ó sótano: allí fue distinto: encontró la boca de una mina, pero cegada.

Harum se decidió á franquear aquella mina.

Despues reconoció las tapias del huerto y vió que con poco trabajo podia entrarse por ellas tanto al jardin de don Diego de Válor, como al de la casa habitada por el estropeado.

¿Pero á qué penetrar en este último jardin no estando en inteligencia con la hermosa morena?

Sin saber porqué, Harum cifró grandes esperanzas en la mina y se dedicó á hacerla practicable.

Desde aquella noche principió á trabajar, aunque por el momento los resultados fueron capaces de hacer desistir al mas testarudo.

La mina estaba cegada á piedra y lodo.

A pesar de esto, dedicó las noches á aquel trabajo de zapa, sin dejar por ello de aprovechar los dias en otras investigaciones.

Despues de haber trabajado en la mina con mucha precaucion para no ser sentido, desde el principio hasta el medio de la noche, se recogia al lecho y dormia hasta el amanecer; despues se ponia en la parte mas alta de su habitáculo, detrás de una rendija, á observar los dos jardines y las ventanas y galerías de las casas inmediatas.

Todos los respiraderos de la casa del capitan estaban siempre cerrados, asi como el jardin desierto: en cuanto á la casa de don Diego de Válor era distinto: veíase tanto en el jardin, como en las ventanas y galerías, el tráfago de una numerosa servidumbre; generalmente despues del amanecer, veia Harum una jóven hermosa y triste, que aparecia en los cenadores, adelantaba con paso lento, se sentaba en un banco de piedra debajo de una enramada de jazmines, y permanecia allí, pálida, inmóvil y profundamente pensativa, hasta que, entrando el dia y creciendo el calor, se levantaba, y con el mismo paso lento volvia á desaparecer por el fondo de los cenadores.

Aquella jóven era doña Isabel de Válor; la causa indudable para Harum de la pérdida de Yaye.

Se nos olvidó decir que se habian recibido unas noticias tales de la muerte de Miguel Lopez por los lacayos que habian acompañado á don Diego y á don Fernando, que doña Isabel vestia luto.

Y ahora que recordamos á Miguel Lopez, debemos añadir que ni una palabra se sabia acerca del paradero de don Diego de Válor y de su hermano don Fernando.

Aquello era una cadena de misterios.

En cuanto á doña Elvira de Céspedes, Harum no la habia visto ni una sola vez en el jardin, ni en los miradores, ni en las galerías. Sus mismos criados y su cuñada doña Isabel la veian muy poco: á las horas de comer y de las mas precisas atenciones domésticas y nada mas: despues afectando tristeza por la extraña ausencia de su marido y la falta de noticias suyas se encerraba pasando apartada de la vista de todo el mundo la mayor parte de las horas del dia.

Doña Isabel, sabia demasiado la razon del retraimiento de doña Elvira: sentia por él unos profundos zelos; lloraba cuando se encontraba sola, pero guardaba una reserva sin límites: para saber que Yaye vivia, la bastaba mirar el semblante de su cuñada; pero la observacion de aquel semblante era un tormento para doña Isabel.

Parecíala notar en los ojos de doña Elvira una segunda vida; la vida de un amor ardiente y satisfecho…

Pero volvamos á Harum.

Despues de su observacion salia á la calle y se dedicaba á nuevas investigaciones: habia procurado averiguar la procedencia del capitan; pero por mas que él y los otros monfíes que con él estaban en Granada, revolvieron é indagaron, no se pudo sacar en claro sino que el capitan era forastero y nadie le conocia.

Del mismo modo todos sus esfuerzos eran inútiles para dar con el emir; todos los dias, pues, á la caida de la tarde, iba á dar cuenta de sus trabajos á Abd-el-Gewar.

Esta cuenta se reducia á muy pocas palabras.

– Santo faquí, decia Harum inclinándose, ni yo ni los mios hemos podido averiguar nada acerca del paradero del poderoso emir.

Abd-el-Gewar trasmitia diariamente este breve parte verbal á Yuzuf por mano de un monfí.

Al fin un dia Abd-el-Gewar recibió la siguiente carta de Yuzuf.

«Creo que yo me encuentro mas cerca que tú de saber el paradero de mi hijo.»

Y sin embargo Abd-el-Gewar y Harum le estaban tocando, como quien dice, con la mano; le tenian enmedio, aunque á alguna profundidad debajo de tierra.

Doña Isabel, que era la única partícipe del secreto con su hermano y su cuñada, habia callado por amor á su hermano, á pesar de que sabia que Yaye era buscado con ansia… sabiendo que Yaye estaba en poder de una mujer que le amaba.

Isabel por un sin número de razones se veia obligada á callar y á sufrir.

Habia pasado cerca de un mes desde el dia del casamiento de Isabel.

Durante aquel mes ninguna noticia habia venido á desmentir la noticia de la muerte de Miguel Lopez; nada se sabia de la suerte de don Diego y don Fernando de Válor.

Un dia que doña Isabel estaba, segun su costumbre, triste y abstraida, sentada en el banco bajo la enramada de jazmines, vino á sacarla de su abstraccion el ruido de una disputa que pasaba cerca de ella. Levantó los ojos del cesped donde hasta entonces los habia tenido inclinados, y vió que uno de los lacayos de su hermano pugnaba por arrojar fuera un mendigo, que á su vez pugnaba por llegar hasta ella.

– ¿Qué quiere ese hombre, Andrés? dijo doña Isabel.

– Este hombre, señora, ha aprovechado un momento en que he dejado abierto el postigo, y quiere á todo trance hablar con vos.

– ¿Y qué quereis buen hombre…?

– ¡Ah! ¿qué quiero…? tened caridad de mi, señora, y Dios la tendrá de vos, dijo el mendigo con un pronunciado acento extranjero.

– Dadle una limosna, Andrés, y que se vaya, dijo doña Isabel.

– Ved señora que es un gitano, dijo el lacayo, y que hacer bien á este canalla es pedir á Dios una desgracia, porque esta gente está maldita de Dios.

– ¡Malditos de Dios! ¡si es verdad! ¡malditos de Dios! exclamó roncamente el mendigo: los crímenes de nuestra raza han caido sobre nosotros, y nosotros nos vemos castigados por las culpas de nuestros abuelos en nuestras cabezas y en las de nuestros hijos.

Doña Isabel se conmovió; habia en el acento de aquel hombre algo de solemne, algo de terrible, algo de ese no sé qué misterioso que revela los grandes infortunios y no el infortunio de un hombre solo, sino el de una raza entera: por mas que doña Isabel fuese cristiana de corazon, pertenecia á un pueblo oprimido y desgraciado, y de una manera precisa se le hacia simpático aquel otro hombre, que parecia pertenecer á otro pueblo tan desdichado como el pueblo moro de Granada.

Porque aquel hombre, en fin, era Calpuc, el rey del desierto, que se presentaba á doña Isabel con el extraño disfraz de mendigo.

Cuando se ha logrado interesar la curiosidad de una mujer se puede tener casi la seguridad de conseguir lo que de aquella mujer se espera.

– Dejadle que se acerque, dijo doña Isabel al lacayo.

– Pero ved que estos gitanos… insistió el criado.

– Dejadle, dejadle que se acerque, repitió doña Isabel: ¿por qué hemos de arrojar lejos de nosotros á los pobres?

Andrés se apartó de mala gana, y murmurando del paso de Calpuc.

Este se acercó á doña Isabel y la contempló en silencio algunos momentos, con una profunda expresion de lástima.

– ¡Cuán hermosa sois señora, y cuán digna de ser feliz! la dijo.

– ¿Y quién os ha dicho que yo soy desgraciada? contestó con cierta dureza dona Isabel quien, á pesar de todo, la sentaba muy mal que un hombre, que parecia tan miserable, la tuviese lástima.

– ¡Oh! para que supieseis los motivos que tengo para compadeceros seria necesario que nadie nos escuchase.

– ¿Y era esa la caridad que veníais á pedirme?

– Yo no soy mendigo, señora.

– Sin embargo vuestro aspecto…

– Haced que vuestro criado se retire un tanto: me basta con que no pueda oirnos.

Dominada hasta cierto punto doña Isabel por aquella extraña aventura, mandó á Andrés que se retirase.

Este se retiró á alguna distancia, siempre murmurando y sin quitar ojo del mejicano.

Cuando este vió que no podia ser oido la dijo:

– Os tengo lástima porque mereceis mejor esposo, y mejores parientes.

– ¿Quién os ha autorizado á insultar á mi familia?

– ¡Oh! ¡la desgracia!

– ¿Ha causado mi familia vuestra desgracia?

– No, no ciertamente: pero los desgraciados somos hermanos y tomamos con mucha facilidad por nuestras las desgracias de los demás.

– Concluid, porque me parece que hasta ahora nada me habeis dicho que tenga que ver con la obra de caridad que esperabais de mí.

– Concluiré muy pronto: tomad.

Y sacó de entre sus andrajos una carta que entregó á doña Isabel.

Al ver el sobre de aquella carta doña Isabel dió un grito.

Habia reconocido la letra gorda, bárbara é irregular de Miguel Lopez.

El sobre de aquella carta decia:

«A mi muy querida esposa doña Isabel de Córdoba y de Válor.»

Era la misma carta que Miguel Lopez habia escrito en el subterráneo por mandato de Calpuc.

Esta carta aterró de mil maneras á doña Isabel: ella no habia deseado la muerte de Miguel Lopez, la habia temido y habia procurado evitarla: si al creerla realizada se habia afligido por ella, habia sido mas bien por la infamia que suponia en sus hermanos, que por el interés que podia causarla aquel esposo que de una manera tal se la habia impuesto: ya sabemos que el interés que podia tener doña Isabel por Miguel Lopez era negativo, y en esta parte se encontraba bien con su luto y su viudez, luto y viudez de que habia venido á sacarla con una prueba indudable Calpuc.

Doña Isabel se puso de pié de una manera nerviosa y miró con los ojos lúcidos y asombrados al mejicano.

– ¡No ha muerto mi esposo! dijo.

– No, no ha muerto aun, contestó Calpuc.

– ¡Es decir que está en peligro! repuso palideciendo la joven.

– No por cierto; pero sino ha muerto hoy, morirá mañana.

– No os comprendo bien ¿quereis tal vez aterrarme?

– Yo no pretenderia jamás imponer terror á un ángel, señora. Solo os he dicho lo que acabais de oir acerca de la vida de ese hombre, porque me parece que es una cabeza sentenciada: sí; estoy seguro de que Miguel Lopez morirá de mala muerte.

– ¡De mala muerte! ¿y por qué?

– Porque es un malvado y al fin y al cabo los malvados caen heridos por la mano de Dios.

– ¡Ah! exclamó doña Isabel; escudado con esta carta, que de una manera tan extraña me habeis entregado, me estais haciendo oir muy duras palabras.

– Ese es un aumento de desgracia que os procura vuestra familia.

– Pero, en fin, dijo doña Isabel: ¿quién ha sido causa del desgraciado suceso acontecido á mi esposo? Los lacayos que vinieron á traernos la triste nueva, nos dijeron que mi esposo y mis hermanos habian sido acometidos por los monfíes de la montaña; que mi esposo habia sido muerto y que mis hermanos habian desaparecido.

– Es cierto que los monfíes acometieron á vuestro esposo, pero fueron pagados para ello por vuestro hermano don Diego.

Doña Isabel palideció aun mas y bajó la vista ante la profunda mirada de Calpuc.

– Vuestro esposo hubiera perecido, sin duda, continuó este á no haber sido porque yo acudí en su socorro.

– Os doy las gracias, quien quiera que seais, dijo toda turbada doña Isabel.

– ¡Ah! ¡si yo hubiera conocido á Miguel Lopez, le hubiera dejado morir! contestó con un acento lleno de misericordia Calpuc. Pero Dios lo ha hecho de otro modo.

– Sí, si, habeis hecho muy bien en salvarle y os repito que os estoy profundamente agradecida.

– Nada me agradezcais. He obrado como debe obrar un hombre temeroso de Dios.

– Vos no sois mendigo, segun me habeis dicho, dijo doña Isabel, fijando profundamente sus grandes ojos de gacela en Calpuc.

– En verdad que no, señora, pero me era preciso adoptar un disfraz cualquiera, para acercarme á vos sin inspirar sospechas. Por lo mismo y para no inspirarlas debemos concluir nuestra conversacion, que se va haciendo larga. Segun recordareis, vuestro esposo os ruega me entregueis la sortija que os dió en arras de su casamiento con vos.

– ¿Y os urge recibir esa sortija? dijo doña Isabel.

– No, no ciertamente. Podré esperar hasta esta noche.

– ¡Esta noche! ¿y dónde creeis que podreis verme esta noche?

– Aquí, en este mismo sitio, cuando todos esten recogidos en la casa, y podamos hablar sin ser sentidos de nadie.

– ¡Eso es imposible! ¡yo sola, de noche, con un hombre á quien no conozco!

– ¿Recelais de mí despues de haber leido la carta de vuestro esposo?

– No, no desconfio. Perdonad un vago recelo en una mujer que ha sido muy desgraciada. Me pareceis leal y consiento en recibiros.

– ¿A qué hora?

– Despues de las ánimas.

– Despues de las ánimas estaré en el postigo del jardin.

– A esa hora y confiando en vuestro honor, os abriré.

– Adios, pues, señora, y hasta la noche.

– Hasta la noche: adios.

Y Calpuc se separó de doña Isabel, lanzó una profunda y ansiosa mirada á las ventanas de la casa en que vivia el capitan Sedeño, y que se veian por cima de la tapia medianera de los dos huertos, y al verlas cerradas exhaló un profundo suspiro.

Despues salió por el postigo, pasando junto al lacayo Andrés, al que ni siquiera saludó.

– ¡Oh! será necesario avisar al alcalde para que prenda á ese hombre si vuelve á venir, murmuró el lacayo; tiene muy mala traza: por mi parte y á no ser por la señora, yo le hubiera echado á palos.

– Ese hombre es un desgraciado, Andrés, dijo doña Isabel, y debemos compadecer y ayudar á los desgraciados.

Doña Isabel se alejó y entró por el cenador, mientras Andrés murmuraba cerrando el postigo del huerto:

– ¡Un desgraciado! quiera Dios que su venida á esta casa no nos cause alguna desgracia.

La escena que acabamos de referir pasó cabalmente á la hora en que Harum, desde su casucha, hacia su atalaya matutina á los dos huertos del capitan estropeado y de don Diego de Válor.

– ¡El cazador de la montaña! dijo al reconocer á Calpuc ¡el hombre á quien protege el poderoso emir! ¿Por qué viene aquí ese hombre y disfrazado de mendigo á hablar con doña Isabel de Córdoba y de Válor? Será necesario avisar á Ab-del-Gewar.

Pero antes, añadió, es necesario que concluyamos nuestra tarea de la mina: por un milagro de Dios el capitan Sedeño está fuera. Xariz y Athar, que le han seguido, me han dicho que ha tomado á caballo el camino de la montaña. No se sale asi á la gineta sino para tardar algunos dias. Esta es la ocasion mas propicia: pues puños y adelante.

Y dejándose ir con la agilidad de un gato por unas escaleras perláticas, descendió á los pisos bajos, que estaban casi llenos de montones de tierra y escombros, que habia sacado Harum de la mina: encendió una linterna; tomó una piqueta, y se metió por un estrecho pasaje que habia abierto á pico.

A trechos se veia la antigua mina árabe en toda su anchura y altura, capaz de contener un hombre á caballo, porque la mina solo habia sido cegada á trechos: si Harum hubiese tenido una brújula y un plano del terreno, hubiera conocido que aquella mina en vez de prolongarse en direccion á la casa ocupada por el capitan estropeado, se extendia hácia la de don Diego de Válor.

Sea como quiera, á poca distancia se detuvo Harum delante de una pared que cerraba la mina, y dejó la linterna en el suelo.

– Hice bien, dijo, en no seguir anoche mi trabajo cuando encontré esta pared que sin duda comunica con la cueva de la casa del capitan; era ya muy avanzada la noche; la caída de los escombros por esotra parte debe producir un gran ruido y era exponerse á que se malograse mi plan. Sin embargo, como puede suceder que sin que yo lo sepa haya en la casa alguien que guarde á la hermosa doncella de las trenzas negras, bueno es ir prevenidos: llevo un excelente puñal… y sobre el corazon; que no es flojo ni asustadizo, una buena cota á prueba. Adelante pues. Cúmplase lo que está escrito, y que el Dios Altísimo y Unico me proteja.

Y levantando la piqueta descargó un formidable golpe sobre la pared, que fue suficiente para que no necesitase dar el segundo: aquella pared era un simple tabique traspasado por la humedad, que se derrumbó, produciendo apenas, por lo reblandecido de los materiales, un ruido sordo y opaco.

Quedó abierto un boqueron practicable: Harum tomó la linterna, saltó sobre los escombros, y se encontró en una mina mas ancha y enteramente desembarazada, que se prolongaba á la derecha y á la izquierda del boqueron donde habia entrado.

– ¡Por Satanás! dijo el monfí: me encuentro en un pasaje que conduce á dos puntos distintos y que no tiene apariencias de estar cegado. Meditemos. La mina por donde me he abierto paso hasta aquí está casi en línea recta; la casa del alférez está á la izquierda: la de don Diego de Válor á la derecha, pues señor: tomemos á la izquierda: esto no impide que despues de reconocer el terreno tomemos á la derecha. Acaso, acaso, descubra yo mas de lo que he creido: adelante pues.

Y tomó con una gentil audacia la mina adelante, á la parte de la izquierda.

A poco que anduvo tropezó con una escalera y trepó por ella: á la altura de cincuenta peldaños encontró una puerta, bien conservada y que parecia estar en uso.

Un impulso de alegría inundó el alma del monfí: pero aquel impulso no le hizo ser imprudente. Acercó el oido á la puerta y escuchó. Nada absolutamente se oia tras ella: permaneció escuchando algun tiempo mas, y ningun ruido alteró el silencio: entonces acercó la luz de la linterna á la puerta y la examinó minuciosamente.

Era de roble, y provista de una cerradura tan fuerte, que para violentarla hubiera sido preciso causar gran ruido.

Harum suspiró.

– Es preciso procurarse una llave maestra, dijo: acaso, acaso, será prudente esperar hasta la noche; durante el dia reconoceré por fuera el terreno. Indudablemente esa puerta me ha de llevar hasta la mujer á quien me ha encargado que busque el emir. Ademas será prudente traer conmigo mejores armas.

Harum bajó de nuevo las escaleras y se aventuró en la mina; pero abstraido en los pensamientos que le inspiraba la aventura en que se habia empeñado, pasó junto al boqueron por donde habia penetrado en la mina, y siguió en direccion de la casa de don Diego de Válor.

Pero de repente Harum se detuvo: habia escuchado el rumor de dos voces, una de hombre, otra de mujer, que hablaban sin recato y como si no temiesen ser escuchados. Harum adelantó con precaucion, y notó que las dos voces salian de un aposento abierto en la mina, por cuya puerta salia, proyectándose sobre el pavimento de la mina, un rayo de luz: el monfí adelantó aun mas y pudo percibir perfectamente lo que hablaban el hombre y la mujer que estaban en el aposento.

La voz del hombre hirió su oido de una manera particular, como si le fuera muy conocida, y al fin la reconoció y exclamó con asombro:

– ¡El emir! ¡encerrado en un subterráno con una mujer!

Harum no supo por el momento qué hacer.

– Si, si, está ahí; pero yo no debo escucharle, ¡no! ¡el siervo no debe descubrir los secretos del señor! ¡seria hacerle traicion! ¡pues bien! ¡me ocultaré, observaré cuando salga esa mujer! y entonces… ¡oh! entonces me presentaré á él y le diré: señor, ¡vuestro padre os busca desesperado! ¡si estais cautivo, yo os traigo la libertad! ¡si estais libre, volved un momento, señor, junto á vuestro padre, junto á vuestros leales monfíes…! despues… despues tiempo os quedará para el amor.

Tomada esta leal resolucion, Harum se volvió atrás, buscó el boqueron, le encontró, se sentó sobre los escombros y apagó la linterna, para que no pudiese denunciarle su luz.

8

No hay otro Dios que Dios.

Los monfíes de las Alpujarras

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