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PRIMERA PARTE.
LOS AMORES DE YAYE
CAPITULO III.
De cómo puede haber reyes sin reino conocido, y abdicaciones de las cuales no se hace cargo la historia

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Hay en la historia de nuestra patria una página correspondiente al siglo XVI.

Esta página está llena con un hecho admirable.

Este hecho es la abdicacion del emperador Carlos V en su hijo don Felipe II. Fuese aquella abdicacion producto del hastío del emperador hácia las grandezas humanas, fuese aconsejada por el egoismo de un soberano que conociendo á tiempo que sus años y sus fuerzas eran insuficientes para sostener la carga de tan dilatados imperios, la dejase caer sobre los robustos hombros de su hijo, la página que contiene aquella abdicacion es la mas gloriosa de la historia de Carlos V, ya se considere bajo el punto de vista de un hombre que ha llegado á ser bastante grande para poder sobreponerse á las grandezas humanas, ya del de una sabia prevision política.

Aquella abdicacion asombró al mundo; aun asombra hoy á los que no comprenden cuánto contribuye un postrer acto de humildad en un hombre tal como Carlos V para aumentar la grandeza de su fama: el temido emperador acabó siendo respetado; el pecador siendo perdonado; la severidad de las generaciones encargadas de juzgarle, se estrella contra los sombríos muros del monasterio de San Yuste.

Carlos V para acercarse á las puertas de la eternidad, deponia la púrpura, se vestia el sayal penitente y se cubria la frente de ceniza.

Y en verdad, en verdad, que Carlos V necesitaba del auxilio de una penitente expiacion. La grandeza humana tiene generalmente por base el crímen.

Carlos V habia sido rey déspota: Carlos V habia sido rey conquistador.

Si Carlos V solo hubiera poseido un reinecillo de pocas leguas, si no hubiese llevado sus estandartes victoriosos por todas las partes del mundo, su abdicacion no hubiera causado efecto.

Y decimos esto, porque algunos años antes de la abdicacion del emperador, tuvo lugar otra, de la cual no se ha hecho cargo, ni aun de la manera mas insignificante, la historia.

Nosotros tenemos noticias de ella, en algunos fragmentos de manuscritos árabes, hallados por acaso en el derribo de una casa morisca del Albaicin de Granada.

Vamos, pues, á trasmitir esta abdicacion á la historia siquiera sea en las páginas de una novela.

A las doce de la noche en que tan dolorosamente se habia separado Yaye de Isabel de Válor, montó el jóven á caballo, y acompañado del anciano Abd-el-Gewar, á caballo tambien, de Harum y de dos esclavos berberiscos, tomó la vuelta de las Alpujarras.

Yaye iba silencioso, apenado: el anciano faqui comprendia la causa de su dolor y lo respetó: ni una sola palabra que tuviese relacion con Isabel, se pronunció durante el camino, ni nada tampoco que se refiriese al objeto que le llevaba á las Alpujarras. Al amanecer llegaron á Lanjaron.

Este pueblo estaba un tanto alborotado por las noticias que se tenian en él del pregon que el dia anterior se habia hecho en Granada.

Allí los mismos síntomas de insurreccion que en el Albaicin.

Allí tambien la voz y los consejos del anciano Abd-el-Gewar pudieron restablecer el sosiego.

Descansaron algun tiempo, y al medio dia se pusieron de nuevo en camino.

Poco después de haber cerrado la noche entraban en la villa de Cadiar.

Reinaba un profundo silencio en el pueblo; todo parecia entregado al sueño; ni una luz á través de las ventanas, ni un enamorado en la calle, pulsando, como otras veces, la guitarra, bajo los miradores de su amada; solo de tiempo en tiempo, se veia el turbio reflejo de una linterna, á cuyo opaco resplandor podian verse algunos alguaciles y soldados que rondaban con el corregidor.

La tranquilidad de Cadiar, que era una de las principales villas de la Taha ó distrito de Juviles, en las Alpujarras, era amenazadora por su misma exageracion. Comunmente á aquellas horas no estaba la poblacion tan desierta.

Yaye, Abd-el-Gewar, Harum y los esclavos, rodearon por fuera de las tapias del barrio bajo, subieron un repecho, y ya cerca del castillo, entraron por el postigo de una tapia de un jardin, en una casa del barrio alto.

No habian encontrado á su paso ni una sola persona, y sin duda se les esperaba de antemano, porque apenas resonaron las pisadas de los caballos, junto al postigo, se abrió este en silencio, y con el mismo silencio volvió á cerrarse apenas hubieron entrado en el jardin los cinco ginetes.

Pasó algun tiempo y al fin se escuchó el primer canto del gallo.

Era la media noche.

Abrióse entonces el postigo del jardin, donde habian entrado Yaye y Abd-el-Gewar y salieron dos personas envueltas en alquiceles blancos.

El postigo se cerró.

Las dos personas descendieron en silencio por el repecho en direccion á las montañas cercanas.

La una, encorvada como bajo el peso de los años, se apoyaba en el brazo de la otra, que era esbelta, fuerte, como alentada por el fuego de una vigorosa juventud.

Su paso era apresurado. El jóven sostenia al viejo. Deslizábanse bajo el rayo de la luna que aparecia en medio de un cielo despejado, iluminando de una manera fantástica las montañas cercanas, que recortaban vigorosamente sus penumbras oscuras sobre los valles, mientras á lo lejos apenas se percibian otras montañas casi perdidas entre las brumas de la noche.

Al fondo se extendia una línea brillante.

Era el mar, cuyo gemido se escuchaba ténue é incesante, debilitado por la distancia.

De tiempo en tiempo y entre el oscuro follaje de los álamos que crecian junto á las riberas, en el fondo de los valles, se levantaba la armoniosa y magnífica voz de un ruiseñor enamorado, y allá en las altísimas rocas se dejaba oir el poderoso y estridente graznido de los aguiluchos hambrientos, mientras acá y allá, en todas direcciones se levantaba de entre la yerba el canto alegre de millares de grillos.

Ni una habitacion humana, ni nada que revelase la existencia del hombre en aquellas soledades, se advertía cerca ó lejos, al poco espacio de haberse aventurado los dos hombres de los alquiceles blancos en la montaña.

El eco repetia sus pasos en las concavidades de las rocas, al marchar sobre las ásperas crestas y alguna piedra desprendida á su paso del borde de los desfiladeros, rodaba con estruendo á las profundidades de los valles.

Al cabo de media hora de marcha, el viejo y el jóven llegaron á la entrada de un oscuro pinar. Antes de que pudiesen aventurarse en él se oyó un chasquido, y un venablo pasó silbando sordamente á mucha distancia de ellos.

Indudablemente era une seña, no una amenaza, puesto que el viejo se detuvo y agitó por tres veces su alquicel.

A aquella señal viéronse moverse sombras informes en la entrada de la selva, y adelantar hácia el repecho donde se habian detenido el viejo y el jóven.

El número de aquellas sombras podia llegar á veinte y cuatro. Dos de ellas llevaban una litera.

Cuando saliendo de la penumbra de la selva aquellos hombres se pusieron bajo la luz de la luna, pudo verse que sus semblantes eran feroces, casi salvajes: su trage era característico y bravío: llevaban en la cabeza un pequeño turbante blanco; ceñido su cuerpo por un sayo pardo, con mangas anchas, bajo las cuales se veian sus velludos brazos; este sayo, cuya falda apenas les llegaba á las rodillas, estaba ceñido en la cintura por una faja encarnada y anchísima, en la cual estaban sujetos un alfanje corvo y corto, y un par de largos pistoletes; pendiente de un ancho talabarte llevaban á la espalda una aljaba llena de venablos ó saetas; cada uno de estos hombres mostraba en su mano una fuerte ballesta, y por último, unas calzas de lana azul y unas abarcas, cuyos filamentos de cuero rodeaban sus piernas hasta atarse debajo de las rodillas, completaban su severa y enérgica vestimenta.

Aquellos hombres parecian salteadores, bandidos, gente aparejada á todo linaje de crueldad y de desafuero.

En efecto, tenian mucho de salteadores, porque aquellos hombres eran monfíes.

Mas adelante tendremos ocasion de decir lo que estos monfíes eran.

El anciano habló algunas palabras en árabe con el que parecia jefe de aquella gente, y despues abrió la litera, y entró en ella con el jóven.

La litera se cerró de tal modo, que los que iban dentro no podian ver el camino por donde se les conducia.

Inmediatamente cuatro de los monfíes cargaron con la litera, y rodeados de los restantes adelantaron hácia el oscuro pinar, y se internaron en él.

El lugar donde el jóven y el anciano habian entrado en la litera, quedó solitario.

Poco despues y durante una hora, aparecieron uno tras otro en el repecho frontero al pinar, doce hombres envueltos en alquiceles blancos.

Siempre que aparecia uno de aquellos hombres, zumbaba á alguna distancia de él una saeta salida del pinar.

El hombre se detenia; agitaba por tres veces el extremo de su alquicel, y adelantaba sin recelo, aventurándose en la oscura selva, como en un terreno conocido.

Poco despues otro hombre envuelto tambien en un alquicel blanco, llegó al mismo punto que los otros, y como junto á los otros, zumbó junto á él otra saeta.

En vez de agitar aquel hombre por tres veces su alquicel, se volvió, y empezó á trepar apresuradamente el repecho por donde poco antes habia descendido.

Escuchóse entonces el simultáneo chasquido de algunas ballestas, y el ronco silbar de muchos venablos: el que huia cayó.

Poco despues algunos monfíes estaban á su alrededor, y le reconocian.

– Es el alguacil de Mecina de Bombaron, dijo uno de ellos en árabe á sus compañeros; un perro, espía de los cristianos.

Y arrastrándole por un pié hasta el borde del desfiladero, le arrojó á la profundidad.

Oyóse un ronco gemido, luego el rebotar pesado del cuerpo sobre las rocas, despues el zumbido de un objeto voluminoso que cae al agua.

Despues nada. Los monfíes habian desaparecido. Solo quedaba en el sendero del repecho junto á la cortadura, un ancho rastro de sangre, y algunos girones blancos que iluminaban la luna sobre los espinos.

En aquel mismo punto, sentado en un divan, en una magnífica cámara, teniendo á los piés, sobre la alfombra de pieles de tigre, una hermosa esclava, habia un anciano.

Este anciano dormitaba; su venerable barba blanca se inclinaba sobre su pecho; sus anchas y régias vestiduras se extendian sobre el divan.

Entre la toca árabe del anciano, se veian las puntas de oro de una corona de rey.

La esclava sentada á sus piés, abstraida y pálida, mostraba en sus negros y radiantes ojos una mirada diáfana, y como fija en la inmensidad; de tiempo en tiempo su blanca mano, arrancaba una flevil y fugitiva armonía de las cuerdas de oro de su guzla de marfil.

Un ruiseñor, encerrado en una jaula riquísima, pendiente de la cúpula, lanzaba tambien de tiempo en tiempo un largo y armónico trino.

Una lámpara de seda pendiente de la cúpula, arrojaba los reflejos de la ténue luz que contenia, destellando dulcemente en los erretes de diamantes del almaizar del anciano, en el brillante pomo de su yatagan, en la cabellera, y en los ojos de la esclava, en la ancha tunica de brocado de esta, y en los arabescos dorados que enriquecian los arcos sobre que se asentaba la cúpula.

Era un cuadro de reposo que inspiraba sueño.

Una imágen de voluptuosidad, que inspiraba amores.

Un detalle encantador de la vida íntima de los musulmanes.

El anciano era hermoso, á pesar de su edad.

La esclava, era un arcángel humano.

La cámara, era un robo hecho al paraíso.

Durante algun tiempo, el anciano continuó dormitando, la esclava pensando, trinando el ruiseñor.

Mas allá todo era silencio.

De repente se escuchó un golpe vibrante y metálico.

El ruiseñor calló; el anciano levantó la cabeza; la esclava se puso de pié, dejando ver la arrogante esbeltez de sus formas.

Retumbó un segundo golpe; el anciano se puso de pié, y mandó con un ademan á la esclava que saliese.

Esta desapareció por uno de los arcos laterales, como una ilusion de amores.

Cuando se hubo perdido el ténue eco de los pasos de la esclava, el anciano fué á la puerta de la cámara y la abrió.

En ella apareció otro anciano, de semblante atezado, de mirada dura y centelleante, pero respetuosa ante la persona que habia abierto la puerta: inclinóse como se inclina un vasallo ante su señor, y dijo:

– Poderoso emir: vuestro leal siervo Abd-el-Gewar, el faqui, acaba de llegar.

Coloráronse con una llamarada febril las pálidas mejillas del anciano, arrasáronse sus ojos, y dijo:

– ¿Y ha venido solo Abd-el-Gewar?

– No, poderoso emir, le acompaña un jóven.

– ¿Dónde estan?

– En la antecámara inmediata.

– Haz entrar á Abd-el-Gewar.

– ¿Solo?

– Solo. Entre tanto da compañía al jóven.

Inclinóse el anciano, salió, y el emir se dirigió con paso lento, y profundamente pensativo al divan, y se sentó en él.

Poco despues se abrió la puerta del fondo, y apareció Abd-el-Gewar, que se detuvo un punto, miró al fondo, vió al emir, brilló en sus ojos una expresion de alegría y adelantando con una ligereza superior á sus años, se arrojó á los piés del emir.

– Que el Señor Altísimo y Unico, te bendiga, señor, exclamó asiéndole las manos.

– Alza, Abdel, alza, dijo con la voz ligeramente conmovida el emir: alza mi buen amigo, y siéntate.

Y levantándole, le sentó á su lado en el divan.

Los dos ancianos se contemplaron frente á frente, y en silencio durante algun tiempo: parecia como que en aquella mútua mirada recordaban todo su pasado: una larga historia de lucha y de sacrificios; los recuerdos de la juventud; las pasiones de la edad viril; los desengaños de la edad madura; aquella mirada mutua, era, como pudiera decirse, una mirada retrospectiva lanzada al mundo que habian dejado atrás, desde ese otro mundo que está ya al borde de la fosa, ese otro mundo desconocido que se llama eternidad.

– ¿Y mi hijo? dijo al fin con anhelo el emir.

– Vuestro hijo, señor, contestó Abd-el-Gewar, es un cumplido caballero, un corazon de oro, un brazo de hierro.

– Hace tres años que no le veo; la última vez que estuve en el Albaicin era un bello adolescente, un leoncillo de buena raza.

– Ahora, señor, es un hombre hermoso, un verdadero leon. ¿Creereis que ayer cuando pregonaron ese terrible edicto del emperador, de que ya tendreis noticias, me fue necesario apelar á todo el respeto que me tiene, para que no se pusiera al frente de los moriscos y acometiese espada en mano á los cristianos?

– ¡Ah, buen hijo de sus abuelos! exclamó el anciano; y luego haciendo una rápida transicion añadió: ¿y cómo han acogido los moriscos de Granada la promulgacion de ese infame edicto?

– De una manera amenazadora, señor; pero no es tiempo aun…

– No, aun no es tiempo, dijo el emir; pero es necesario irnos preparando al combate: un dia, cuando menos lo pensemos, el emperador arrastrado por su fanatismo religioso, por su recelo y por las excitaciones de los frailes y de la Inquisicion, desatenderá los buenos oficios que nos procuramos á fuerza de oro, del príncipe Ruy Gomez de Silva y de sus mas allegados consejeros, y romperá con nosotros de una manera cruel, y si es necesario, nos exterminará, entregándonos atados á la Inquisicion. Entonces será necesario desnudar la espada, rebosar de entre las breñas donde nos ocultamos, y morir matando cristianos. Esta determinacion extrema podrá ser necesaria hoy, mañana, cuando menos lo esperemos. Por lo mismo es necesario estar preparados. Mis buenos monfíes, saben que tengo un hijo; que ese hijo, para que se instruya, para que conozca el mundo, para que conozca las necesidades de los hombres que han nacido para ser gobernados viviendo entre ellos, ha sido entregado á uno de mis sabios. Yo estoy ya viejo y débil: las desgracias han agotado mis fuerzas gastando mi vida, y mi corazon… ¡oh!.. ¡los encendidos recuerdos que nunca se apartan de mi alma!.. ¡oh! ¡qué desgraciado he sido, Abd-el-Gewar!

El anciano emir inclinó la cabeza sobre el pecho.

– Es necesario olvidar, dijo Abd-el-Gewar con el acento ronco y cavernoso.

– ¡Olvidar!¡olvidar! tú mismo no has olvidado, exclamó el emir; y eso que tú no eras su esposo, eso que tu no la amabas… ¡olvidar! ¡olvidar á Ana! olvidar aquel dia terrible en que la Inquisicion…

El anciano se interrumpió, se cubrió el rostro con las manos y lanzó un grito de horror, como si su recuerdo le hubiese llevado hasta una situacion horrible, hasta una de esas situaciones en que parece que Dios coloca á los hombres para probar hasta qué punto puede un corazon humano apurar el dolor sin romperse. Durante algun tiempo el anciano continuó cubierto el rostro con las manos, anonadado, estremecido por un temblor convulsivo. Luego se irguió de repente: brillaba en sus ojos un fuego salvaje, y exclamó con la voz vibrante y trémula:

– La he vengado con la sangre de los cristianos: las breñas de la Alpujarra me han visto persiguiéndolos como bestias feroces: mi yatagan se ha ensangrentado en ellos, y el terror ha guardado los desfiladeros de la montaña. El nombre de los monfíes de las Alpujarras ha retumbado preñado de horror hasta los mas remotos confines de España, y en vano ha sido que el emperador haya enviado sus mas valientes capitanes y sus soldados mas aguerridos en busca nuestra: han sido nuevas víctimas inmoladas al recuerdo de Ana: mi brazo se ha cansado de matar, pero aun no se ha apurado la sed de sangre de mi corazon: he envejecido inmolando sangre á mi venganza, y me veo obligado á entregar esa venganza á mi hijo: me siento morir, Abd-el-Gewar.

– ¡Morir! ¡morir vos, señor, cuando apenas contais sesenta años!

– La vejez no es la edad, sino el sufrimiento: desde la muerte de Ana han pasado veinte y cuatro años… y mira: mi piel está arrugada, mis cabellos blancos, mis manos trémulas: apenas puedo ya sostener la espada… es necesario que mi hijo ocupe mi puesto… es necesario que mi hijo sea rey… rey de las Alpujarras ahora, mañana, si Dios lo quiere, rey de Granada.

– ¡Rey de Granada! suponiendo, señor, que llegásemos á rescatar del cristiano nuestra perdida joya, la hermosa Granada, ¿ignorais que hay un hombre en quien los moriscos de Granada reconocen un derecho?

– ¡Don Diego de Córdoba y de Válor! No importa: don Diego sabe muy bien que los moriscos de Granada son gente baldía y floja acostumbrada al yugo. Sabe muy bien que la fuerza, la constancia, la fe, existen en los monfíes. Ademas, tengo un proyecto que todo lo conciliará. Don Diego de Córdoba, tiene una hermana.

– Sí señor, contestó Abd-el-Gewar, mirando con espanto al emir.

– Cuando yo estuve en Granada hace cuatro años, doña Isabel era una doncella de catorce años, hermosa, pura, noble, cándida, con un corazon de ángel y una dignidad de reina.

– Pero D.ª Isabel es cristiana, cristiana de corazon, exclamó con repugnancia el fanático Abd-el-Gewar.

– Cristiana era su tia doña Ana de Córdoba y de Válor, y sin embargo, Abdel, me casé con ella.

– Dios os castigó de una manera terrible, señor, valiéndose para apartaros de ella de la mano de vuestros enemigos.

– No hagamos á Dios inspirador ni partícipe de los delitos de los hombres, Abd-el-Gewar, yo espero que mi hijo será feliz unido con Isabel de Córdoba.

– ¡A pesar de ser cristiana!

– ¿No es él cristiano en la apariencia? ¿acaso nuestros abuelos no casaron con cristianas? ¿Acaso no ha habido reyes cristianos casados con moras?

– Allá en los primeros años de la conquista de los árabes sobre España, el emir Abd-al-Azis se unió con la reina Egila, la viuda del rey don Rodrigo: recordad la trágica muerte de Abd-al-Azis: el amor de Egila le hizo traidor á su ley y á su patria, y el califa Walid se vió obligado á condenarle á pesar de sus hazañas. Abd-al-Azis fue asesinado por un enviado del califa, y su cabeza, como testimonio de su muerte fue enviada á Damasco. En los últimos tiempos de la dominacion de nuestros abuelos en España, el rey Abou’l-Hhacem, el viejo, concibió un amor impuro por una doncella cristiana, por la hija del alcaide de Martos el comendador Sancho Gimenez de Solis. Isabel de Solis fue sultana de Granada, en daño de la sultana Aixa-la-Horra, prima de Abou’l-Hhacem, que fue repudiada por este. Dios castigó no solo al rey sino tambien á su reino. Los celos de Aixa-la-Horra y el amor de Isabel de Solis, de la sultana Zoraya, hácia los hijos que habia tenido en su matrimonio con Abou’l-Hhacem, produjeron las guerras civiles que nos entregaron cansados y sin fuerzas á los cristianos. Zoraya, la cristiana renegada, quiso que sus hijos fuesen reyes: Aixa, la sultana repudiada, fuerte con su derecho y con el de su hijo Abd-Allah-al-Ssagir (Boabdil), supo atraer á su bando las tribus de los Abencerrajes, de los Zenetes, de los Massamudes, de los Gomeres, mientras Zoraya, la renegada, se apoyaba en los Zegríes, en los Mazas y en los Gazules: el hermano menor del rey Abou’l-Hhacem, Abd-Allah-al-Ssagar, se aprovechó de estas turbulencias para aspirar á la corona, y se apoyó en las gentes de Almería y en las tribus bereberes: hubo tres reyes para un solo trono: hubo tres bandos en un solo reino: llegaron dias de luto en que Abou’l-Hhacem fue rey del Albaicin, en la casa de Gallo de Viento; Abd-Allah-al-Ssagir, rey de Granada, en el alcázar de la Alhambra; Abd-Allah-al-Ssagar, rey de Almería, de Guadix y de Baza, en el alcázar de Almería. Fernando é Isabel levantaban entre tanto su ciudad real de Santa Fe en la vega de Granada, y sus campeadores llevaban su tala á sangre y fuego hasta los muros de la ciudad: al fin Muley Hhacem murió envenenado, Al-Ssagar envenenado, y el débil Al-Ssagir, cansado, impotente para resistir á los cristianos, se vió obligado á entregarles su reino. Y todo esto fue obra del casamiento de Muley Hhacem con una cristiana, con Isabel de Solis.

– Te he dejado referir esa lamentable historia que tan bien conozco, para que no creyeses que me negaba á escucharla, temeroso de vacilar con su recuerdo en mi propósito. Del mismo modo que los amores de Muley Hhacem con Isabel de Solis produjeron la guerra civil que causó la ruina de Granada, la hubiera causado su casamiento con otra mujer cualquiera: Muley Hhacem estaba ya apartado de Aixa cuando conoció á Isabel de Solis: si no se hubiera casado con ella, se hubiera casado con otra, que del mismo modo le hubiera dado hijos, y del mismo modo hubiera ambicionado para sus hijos la corona. ¿Por qué esa ceguedad que nos hace atribuir á las causas mas comunes desgracias que son hijas de la fatalidad, que estan escritas por la mano de Dios en el libro del destino? ¿Qué mal habrá en que mi hijo se case con una doncella en cuyas venas circula la sangre de cien califas, aun cuando esa doncella sea cristiana? Y luego, ¿no dices tú mismo que don Diego de Válor se cree con derecho á la corona de Granada? para evitar una guerra civil, ¿encuentras nada mejor que mi alianza con esa familia por medio del casamiento de mi hijo con Isabel de Válor?

– ¡Ah, señor! pienso que vuestro hijo será el primero que mostrará repugnancia á su casamiento: mira con desprecio á los Válor: los llama los renegados.

– ¿Conoce mi hijo á Isabel? exclamó el emir; debe conocerla: cuando yo concebí hace cuatro años el proyecto de casarle con ella, compré la casa medianera á la que habitaba doña Isabel en el Albaicin, con el objeto de que la habitase Yaye: era necesario que se conociesen.

– Y se conocen, dijo Abd-el-Gewar; vuestro hijo la ama, pero sobreponiéndose á su amor la ha desdeñado.

– ¡Fatalidad! dijo el emir: ¡amarla y desdeñarla!

– Vuestro hijo, señor, tiene el corazon lleno de las desgracias de su patria.

– Bien, bien; dijo el emir: aun es tiempo: acaso todo consiste en el horror que tiene Yaye al nombre cristiano: pero concluyamos: estoy impaciente por verle: ¿me recuerda alguna vez, Abdel?

– Con mucha frecuencia me habla de vos y con entusiasmo. Ayer cuando le anuncié que habia llegado el momento de que conociese á su padre me contestó: ¡oh! ¡si fuese tan noble y tan valiente como el wali Yuzuf Al-Hhamar!

– ¡Oh! ¡me recuerda! exclamó Yuzuf con el placer de un padre á quien llena de alegría y de orgullo el amor de su hijo.

– Sí, os recuerda pero jamás ha sospechado, á pesar de vuestras extraordinarias muestras de amor hácia él, que seais otra cosa que un valiente wali vasallo de su padre, un buen creyente, un antiguo amigo mio.

– En lo que por cierto no se engaña. Y dime ¿ha sospechado que su padre era el emir de los monfíes?

– Muchas veces me ha preguntado el nombre y el reino de su padre, pero presume que es hijo de un emir de Africa.

– No importa: aquí mejor que en Africa, tendrá ocasion de mostrar su valor y sus virtudes: la adversidad es la piedra de toque de todos los hombres y especialmente de los reyes. ¿Pero qué me quieren?

Acababa de sonar de nuevo un golpe metálico.

Aquel golpe se repitió tres veces.

– Vé y abre, dijo el emir á Abd-el-Gewar.

El anciano se levantó y abrió.

Entonces apareció en el banco de la puerta un jóven robusto, gallardo, de aspecto bravío y un tanto salvaje, que adelantó y se inclinó por tres veces.

– ¿Qué quieres Aliathar? le dijo el emir.

– Poderoso señor, dijo Aliathar, los doce xeques de las tahas de las Alpujarras acaban de llegar y todas las taifas de los monfíes esperan ya en el cerro de la Sangre.

– Bien, ha llegado el momento, dijo el emir: tú Aliathar, vé al cerro de la Sangre y dí á tus hermanos que muy pronto estaremos entre ellos. De paso dí al wisir Kaleb que introduzca al jóven que acaba de llegar: á Sidy Yaye.

Aliathar se inclinó y salió.

– Tú Abd-el-Gewar, vé al Divan donde ya estan reunidos los xeques: tú los conoces á todos, todos te conocen: prepáralos á la vista de mi hijo.

– ¿Pero habeis meditado bien, señor?

– Sí, sí; la corona pesa ya demasiado sobre mí frente y mi brazo está cansado: me siento morir; vé Abdel, vé, y que se cumpla mi voluntad.

– ¡Que se cumpla la voluntad de Dios! exclamó Abd-el-Gewar, é inclinándose ante el anciano emir salió.

En aquel momento se abrió la puerta y aparecieron el wisir Kaleb y Yaye.

– Jóven, dijo solemnemente el wisir, el alto, el poderoso, el invencible emir de los creyentes de las Alpujarras te espera: prostérnate ante él.

Y el viejo Kaleb se inclinó profundamente, en tanto que Yaye fijaba una mirada atónita en Yuzuf-Al-Hhamar.

– Vete; dijo el emir, indicando con un ademan á Kaleb que saliese.

Kaleb salió.

El emir y Yaye, esto es, el padre y el hijo, quedaron solos.

Yuzuf adelantó hácia Yaye.

Este se inclinó.

– Perdonad, señor, dijo, mi sorpresa: pero yo creia…

– Sí, tú creías, Sidy Yaye, que yo no era otra cosa que un noble walí, dijo Yuzuf tomando las manos de su hijo y mirándole con delicia y con orgullo.

– Perdonad aun, pero jamás creí…

– ¡Qué! ¿no me crees digno de ser rey de los valientes monfíes de las Alpujarras?

– Os creo digno, señor, de ocupar el Divan de los califas de Oriente, de ser rey del mundo: ¿acaso la virtud y el valor no viven en vos? ¿A quién mejor pudieran haber elegido los monfíes para que los gobernase y los llevase al combate contra nuestros enemigos?

– Mi padre antes que yo fue emir de los monfíes.

– ¡Ah señor! ¿con que el noble walí que en mi niñez me sentaba sobre sus rodillas, y me estrechaba conmovido entre sus brazos; el que tantas veces me ha aconsejado el desprecio de la vida por la patria; el que de una manera tan enérgica me ha referido las hazañas de nuestros abuelos, era ese poderoso emir invisible, á cuyo nombre palidecían de terror los cristianos, cuyos alcázares jamás ha pisado planta infiel, y que ha fecundado con torrentes de sangre impura las breñas de las Alpujarras?

– Yo era.

– ¡Mil veces para mí dichoso el dia, en que puedo saludaros, señor, como al valiente caudillo, como á la invencible espada, perennemente desnuda y enrojecida en defensa del Islam!

Y Yaye se prosternó.

– Alzad, príncipe, dijo Yuzuf: en mis brazos, que no á mis piés es donde debeis estar: ¿acaso el emir de los monfíes, os inspira menos amor que el walí Yuzuf para que huyais de sus brazos?

Yaye se arrojó en los brazos del anciano. El corazon de Muley Yuzuf latía con una violencia tal, que no pudo menos de percibirlo Yaye: un pensamiento, primero indeciso como una sospecha, luego mas determinado, cubrió de palidez sus mejillas; pero con la palidez que causa una gran emocion: su mirada destelló un relámpago de orgullo y dijo con la voz trémula, pero grave y digna.

– Me habeis llamado príncipe, señor.

– ¿Acaso no eres hijo de un rey? ¿acaso ayer no te anunció tu maestro, que muy pronto conocerias á tu padre?

– Es verdad, y acaso…

– Sidy-Yaye-ebn-Al-Hhamar, vuestro padre satisfecho de vos, cumplidos los años que habia querido que viviéseis como uno de esos infinitos hombres que han nacido para obedecer, os llama para entregaros su espada y su corona.

– Cómo, señor, vos… añadió Yaye mas pálido aun.

– Yo soy vuestro padre y vuestro rey, dijo acreciendo en solemnidad el emir.

Hubo un momento de profundo silencio.

– Disponed de mí, señor, como mejor os cumpla, dijo al fin Yaye.

– Sé siempre, hijo mío, dijo Muley Yuzuf despues de un largo espacio en que estuvo hablando á Yaye acerca de los deberes que el nuevo lugar que iba á ocupar le imponia; ten siempre presente que desde este momento debes sacrificarlo todo á la patria: la felicidad, la vida, y sí es preciso el honor: todo por la patria, nada por tí: sé justo y fuerte, y Dios te ayudará.

– Puesto, señor, que es vuestra voluntad el que yo os suceda en vida, os juro que sabré morir antes que manchar con un hecho cobarde, con una injusticia ó con una traicion á la patria, el ilustre nombre que me legais.

Despues de esto el emir condujo á su hijo á través de cámaras verdaderamente régias, á un magnífico salon circular.

En aquel salon, sentados en semicírculo en un divan, á entrambos lados de un divan mas alto, habia doce hombres: todos ellos estaban armados de guerra, y en sus costados se veian largas espadas; todos ellos parecian valientes y caballeros, desde el mas viejo cuya barba larga blanca representaba una edad avanzada, hasta el mas jóven, cuya barba gris representaba á uno de esos guerreros para los cuales si bien ha pasado la juventud, no han pasado la agilidad ni la fuerza.

En el centro de la cámara, sobre almohadones de brocado, habia unas vestiduras reales, una corona de oro y una espada.

De pié, á ambos lados del divan donde estaban sentados los xeques, habia como hasta una veintena de personas, todas graves, todas vestidas con túnicas talares y de pié; ademas, entre gran número de walíes y arrayaces, con trages de guerra, habia cinco alféreces: el uno tenia un estandarte rojo bordado de oro, en el centro del cual se veia un escudo azul atravesado con una banda de oro en que estaban escritas en árabe estas palabras: Le galid ille Allah (solo Dios es vencedor). Este era el blason de los reyes de Granada. Los otros cuatro alféreces tenian cada uno una bandera: cada una de estas banderas tenia un color distinto: la una era verde, la otra blanca, la otra azul, la otra morada.

Detrás del divan del centro, que como hemos dicho, era mas alto, y estaba destinado sin duda para el rey, estaban cuatro escuderos: el uno tenia una ancha adarga dorada, el otro una espada de combate, el otro una lanza de dos hierros, el otro en fin, un capacete riquísimo rodeado de una toca blanca.

Allí estaba, por decirlo así, la córte completa del emir de los monfíes.

Se nos olvidaba decir que precedian y seguian al emir y á Yaye, wazires, soldados y esclavos: un alférez pronunció en voz alta, y anteponiéndole algunos adjetivos pomposos, el nombre del emir, en el momento en que este llegó á la puerta.

Los que estaban sentados se pusieron de pié y se inclinaron profundamente, como todos los demás; en el espacio que transcurrió desde que Muley Yuzuf apareció en la puerta hasta que llegó, llevando siempre á su hijo de la mano, al divan del centro, no se vieron mas que cuerpos encorbados y brazos cruzados.

Aquella era la representacion del despotismo musulman: la profunda zalá ó reverencia con que los buenos creyentes rendian homenaje á su señor, el poderoso emir.

Muley Yuzuf se sentó: Yaye permaneció de pié á su lado.

– Que Dios, el Altísimo y Unico, os guarde, mis fieles y valientes vasallos, dijo Muley Yuzuf desde el divan, y vosotros nobles y sabios xeques de mi consejo, sentaos.

Los xeques se sentaron y los demás se enderezaron.

– Abu-Daly, mi secretario, dijo el emir, volviéndose á un anciano que estaba á la derecha de él, detrás del divan: entrega la gacela que te hemos hecho escribir, al noble Hussan-ebn-Dhirar, nuestro wisir; y tú, añadió dirigiéndose al wisir, lee á nuestros xeques, á nuestros sabios, á nuestros capitanes, lo que segun nuestra voluntad se contiene en esa gacela.

El visir desenvolvió el largo pergamino que le habia entregado el secretario, y empezó con voz solemne y campanuda la lectura, en medio de un profundo silencio.

Muley Yuzuf-Al-Hhamar reconocia segun el contesto de aquella gacela por hijo suyo á Sidy-Yaye-ebn-Al-Hhamar, alegaba las razones que habia tenido para hacerle educar entre los cristianos, y despues exponia su incapacidad, á causa de los años, de seguir gobernando á los monfíes y conduciéndolos al combate, como hasta entonces, por último, expresaba solemnemente su voluntad de abdicar la corona en su hijo, y de que este le sucediese inmediatamente en el mando.

Apenas hubo terminado el wisir su lectura, cuando todos los circunstantes se inclinaron profundamente, y dijeron en coro como si hubieran sido ensayados para ello:

– ¡Cúmplase la voluntad del querido de Dios, el invencible, el grande, el sabio, el poderoso Muley Yuzuf-Al-Hhamar!

Entonces el emir se levantó, tomó de la mano á Yaye, le llevó hasta los almohadones que estaban en el centro de la cámara, y volviéndose á Yaye, dijo solemnemente:

– Hijo mio Sidy Yaye, escuchad lo que va á deciros vuestro padre, y luego paseando lentamente su mirada en torno suyo, añadió: buenos muslímes, sabios, xeques, wazires, cadies, walies y caballeros, oid lo que va á deciros vuestro señor.

Todos callaron: ese profundo silencio de la atencion excitada, dominó en la cámara donde estaban reunidos mas de cien hombres.

– El Altísimo quiere que nada sea eterno é inmutable mas que él: la robusta encina envejece, sus ramas estériles dejan de producir hojas y frutos, y el huracan, al que ha resistido durante cien inviernos, le arrebata á cada empuje una de sus ramas secas; pero junto á la vieja encina hay siempre otra encina robusta y jóven, retoño de ella, y sus fuertes brazos cubiertos de verdor, dan sombra y frescura á la tierra que nutre sus poderosas raices. Todo muere; pero el Altísimo ha querido que al invierno suceda la primavera, á un año otro año, á un cadáver un hombre robusto y jóven. Yo soy la encina que se ha secado, yo soy el invierno que concluye: fuerte y sereno me habeis visto resistir al huracan de la desgracia, me habeis visto fuerte contra la adversidad: hoy mi corazon es jóven, pero mi brazo está cansado y débil: como la encina se despoja al fin para no volver á engalanarse con ella de su diadema de verdura, yo me despojo de la corona que heredé de mi padre, y la pongo sobre la cabeza de mi hijo.

El anciano tomó de sobre los cogines la corona, y despues de habérsela ceñido un momento, se despojó de ella y la puso sobre la cabeza de Yaye.

Un murmullo de respeto, una especie de salutacion inarticulada, semejante á uno de esos rezos que se pronuncian en voz baja, salió de las bocas de aquellos hombres.

– Muley Yaye-ebn-Al-Hhamar, continuó el anciano: la corona que os he ceñido es la representacion de vuestro nombre de rey: al ceñírosla he rodeado vuestra frente de magestad, pero tambien la he rodeado de los cuidados del gobierno: desde hoy no vivís para vos sino para los demás: vos no podeis tener amor mas que para vuestra patria: vos no podeis tener ambicion mas que para vuestro pueblo: vos no debeis pensar mas que en gobernarle en justicia, en procurar que algun dia salga del desgraciado estado en que se encuentra, y en que sus banderas puedan recorrer vencedoras y respetadas los extensos ámbitos en un imperio poderoso y feliz. Jurad que sereis justo y guardador de la ley, que vuestros pensamientos y vuestras obras, solo seran por el bien y la grandeza de vuestros reinos.

– Lo juro, señor, contestó Yaye.

Entonces el anciano tomó la espada real, se la ciñó y dijo:

– Mi padre, al ceñirse esta corona que yo he ceñido tambien, y que ahora ciñe vuestra cabeza, se ciñó esta valiente espada: durante treinta años, esta espada ha estado desnuda en las manos de mi padre, y ha brillado sangrienta contra los enemigos del Islam; durante otros veinte años, desde que murió mi padre hasta este momento, mi brazo ha sabido añadir glorias á esta espada: yo os la entrego (y el anciano ajustó el riquísimo talabarte de la espada á la cintura de Yaye), os la doy contra los enemigos de Dios y de nuestro pueblo; jurad que sereis buen caballero, que jamás desnudareis esta espada contra el bueno, ni el desvalido, que en vuestras manos será un rayo exterminador de infieles, pero nunca un hacha de verdugo, que conservareis y aumentareis su gloria, que jamás la desnudareis sin razon, ni la envainareis con mancha.

– Os juro, señor, contestó con altivez Yaye, morir antes que manchar con una traicion, una injusticia ó una cobardía, la noble espada de mis abuelos.

– ¡Sed rey! dijo entonces Yuzuf Al-Hhamar; yo en presencia de Dios y de mi pueblo, renuncio en vos la sagrada potestad de que he estado investido durante treinta años; yo espero que mis buenos y leales vasallos no tendrán que maldecirme por haberlos puesto bajo vuestra espada y vuestra voluntad. Lo que he podido daros os lo he dado; lo que resta que daros, pedidlo al pueblo que habeis de mandar.

– ¿Me quereis por vuestro rey? dijo Yaye con voz firme y sonora, con la frente alta y resplandeciente de dignidad y de grandeza.

– ¡Sí! ¡sí! ¡sí! exclamaron por tres veces, en coro los circunstantes.

– Y en muestra de que asi lo queremos y de que asi antes de ahora lo hemos determinado, dijo Abd-el-Gewar, adelantando hácia el centro: yo gran faqui de los creyentes de España, os ciño la túnica real de vuestros mayores á nombre del reino de Granada.

Y tomando un magnífico caftan negro, que estaba sobre los cogines, le puso por la cabeza á Yaye, despues de haberle despojado de su sencillo alquicel blanco; despues tomó un manto rojo y le puso sobre los hombros del jóven, cerrando sobre su pecho dos magníficos erretes de perlas y diamantes.

– El reino os ha investido con el símbolo de la justicia y de la magestad; el pueblo de Dios espera que sereis justo y grande; el pueblo de Dios, que lucha hace tanto tiempo con sus implacables enemigos, os ayudará, os obedecerá y os respetará como á su rey y señor natural; pero pedirá á Dios que os hiera con el rayo de su justicia si fuéseis cobarde ó tirano.

– Asi sea si yo tal fuere, contestó Yaye.

– Sed, pues, rey.

En aquel momento los cinco alfereces adelantaron: el que tenia el estandarte real de Granada, se colocó á la derecha de Yaye; los otros cuatro tendieron sobre el suelo sus banderas, mirando á las cuatro partes del mundo, segun antigua usanza en la coronacion de los reyes moros, y el escudero que tenia la adarga, adelantó y la puso sobre las astas de las cuatro banderas.

– Desnudad vuestra espada, señor, dijo el justicia mayor del reino, y ponéos sobre la adarga, en señal de que sois rey, y de que de tal manera estareis siempre armado contra los enemigos de nuestra ley.

Yaye desnudó la espada y se puso sobre la adarga.

– ¡He aquí nuestro señor, el poderoso, el grande, el temeroso de Dios, Muley Yaye-ebn-Al-Hhamar! gritó el alguacil mayor.

Todos se prosternaron, y en tanto el alférez mayor del reino, tremolando el estandarte real gritó:

– ¡Qué Dios ensalce, y dé prosperidades al magnífico Muley Yaye-ebn-Al-Hhamar!

Los circunstantes aclamaron á grito herido á Yaye.

Yaye era ya rey de aquel pueblo de extraños bandidos, que vivian entre las breñas, á quienes nadie conocia, y cuyos reyes tenian sus alcázares en las entrañas de la tierra.

Uno tras otro; primero su padre, convertido ya por su voluntad en su vasallo, fueron besando la orla del manto de Yaye, hasta el último caballero.

Quedaba aun la solemne aclamacion delante del pueblo.

Para ello Yaye, con un aparato verdaderamente régio, fue sacado del subterráneo; fuera, en un pintoresco valle á la entrada de la gruta, por donde se penetraba al alcázar, habia un magnífico caballo blanco, cuyas riendas tenian dos esclavos, otra multitud de caballos esperaban á sus dueños: un centenar de esclavos negros vestidos de blanco, llevaban antorchas encendidas; una taifa como de mil monfíes, armados de ballestas y espadas, formaban á un lado del pequeño valle.

La noche era clarísima: la luna brillaba en toda su plenitud, en medio del cielo, y á lo lejos se escuchaba el ténue quejido del mar, en su eterno romper contra la ribera.

Las antorchas eran mas bien un lujo que una necesidad.

Inmediatamente la cabalgata real se formó, la mitad de los monfíes armados rompieron la marcha, y la otra mitad siguió á la comitiva.

Quien hubiera visto aquellas antorchas vagando por la montaña en medio de la noche, aquellos estandartes, aquel rey coronado, aquellos caballeros vestidos de blanco y armados de largas lanzas, aquellos dos tercios de ballesteros que marchaban silenciosos delante y detrás de aquella córte, hubiera creido que el alma en pena de Boabdil el Zogoibi, habia salido de su tumba rodeada de sus cortesanos y de sus soldados para vagar sobre las breñas de las Alpujarras, en lo mas intrincado de la toha de Juviles, y llorar durante la noche su perdida Granada.

Al cabo de media hora de marcha, el nuevo rey, su córte y su guardia, llegaron á la cumbre de una ancha colina; el terreno de aquella colina no se veia; estaba cubierto de hombres; eran los monfíes de las Alpujarras, que en número de diez mil, habian sido avisados por sus xeques para asistir á la proclamacion pública y al reconocimiento del nuevo rey.

Cuando estuvieron en el centro, el alguacil mayor leyó el acta de la abdicacion de Yuzuf-Al-Hhamar.

Despues el alférez mayor ondeó el estandarte real, y proclamó á Yaye.

Los monfíes respondieron con una aclamacion inmensa y el viento de la noche fué á llevar á los lugares cercanos el estruendo de los añafiles, las dulzainas, los atabales y las atakebiras, tañidas en honor del nuevo emir de los monfíes Muley Yaye-ebn-Al-Hhamar.

Despues la comitiva real se volvió al alcázar subterráneo, y los diez mil monfíes divididos en taifas, se encaminaron á cubrir sus apostaderos en toda la extension de las Alpujarras, que habian abandonado por algunas horas, para ponerse de nuevo en acecho de los cristianos.

Los monfíes de las Alpujarras

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