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PRIMERA PARTE.
LOS AMORES DE YAYE
CAPITULO IX.
En que se sabe lo que hicieron con Miguel Lopez don Diego y don Fernando de Válor

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Retrocedamos al momento en que los dos hermanos y Miguel Lopez salieron de Granada.

Los tres ginetes, acompañados de cuatro lacayos tomaron á buen paso el camino de las Alpujarras: al llegar al Suspiro-del-Moro, don Diego de Córdoba revolvio el caballo y miró á la distante ciudad.

– ¡Granada! ¡Granada! exclamó: hace cincuenta y cinco años, se detuvo en este sitio el cobarde Boabdil y lloró por que te habia perdido: hoy me vuelvo yo para jurarte que si Dios me ayuda y á despecho de mis enemigos, tú volverás á ser la ciudad querida del Profeta, y yo… yo seré tu rey.

– ¡Hum! dijo Miguel Lopez, que estaba de muy mal humor; creo, hermano, que os olvidais muy pronto del poder del emir de las Alpujarras.

– ¡Ah! ¡el emir de los monfíes! ¿y creeis que el emir tenga mas poder que yo?

– ¡Si!

– ¿En qué os fundais?

– En que él manda y vos le obedeceis. Y sino ¿por qué hemos abandonado tan de improviso á Granada…? ¿por qué vagan allá entre las faldas de la sierra, como cabras sueltas, ciertos hombres, que Dios me confunda sino son gente que tienen mas de una razon para temer á las justicias de las villas y á los cuadrilleros de la Santa Hermandad? ¿y para qué sino habeis hecho que se adelante uno de vuestros lacayos?

– En cuanto á lo primero, Miguel, ya sabeis que hay momentos en que nos vemos obligados á doblegarnos: el edicto del emperador ha exasperado los ánimos: en Granada ya sabeis que no puede hacerse nada sin que lo noten la Inquisicion y la chancillería, cuyos alguaciles y espias tienen siempre los ojos puestos en nuestras casas, los oidos donde quiera pueda levantarse la voz de un morisco. El golpe vendrá de afuera, de las Alpujarras: mañana, pasados dos dias… ¿quien sabe si esta misma noche? puede acercarse un ejército á los muros de Granada, penetrar en ella, sorprendiendo el descuido de los cristianos que nos creen puestos en temor, y arrebatarles la ciudad. Por lo mismo y puesto que el emir (que ahora es el que cuenta con mayor poder) nos ordena que nos presentemos á él, nos es forzoso obedecer. Si, como decis, vagan monfíes en las próximas quebraduras, esto nos indica que nuestro viaje acaso no será muy largo, y en cuanto á lo de haber mandado á un lacayo que se adelantase, ya sabeis que cuando se quiere tener lecho y comida en una venta de las Alpujarras es necesario prepararlo de antemano.

– Si, si, dijo Miguel Lopez que no habia perdido enteramente su desconfianza; ya sé que habeis cursado algunos años en Salamanca, que sois muy letrado y que para todo encontrais una buena salida. Pero os advierto que si pensais hacerme una traicion…

– ¿Que decís Miguel? exclamó don Fernando de Válor con acento amenazador, porque, mas jóven que su hermano y menos sufrido, no sabia contenerse como él: ¿sabeis, amigo mio, que no parece sino que vos sois nuestro señor y nosotros unos miserables esclavos obligados á sufrir vuestras insolencias, y que ya se me va acabando el sufrimiento?

– Pues aunque se os acabe de una vez, mi buen hermano, dijo Miguel Lopez, os advierte que voy prevenido, y que no os será tan fácil dar cuenta de mi para dejar á vuestra hermana viuda.

– ¿Es decir, exclamó don Fernando, desatendiendo una significativa mirada de su hermano, es decir que creeis que os hemos sacado fuera de Granada para asesinaros?

– Todo pudiera ser.

– ¡Ira de Dios! exclamó don Fernando poniendo mano á su espada y lanzando su caballo hácia Miguel Lopez, que desnudó á su vez.

Don Diego se interpuso.

– ¿Estais locos? exclamó; mi hermano no ha comprendido todavía, Miguel, que sois un hombre intratable, y que el miedo de que hagan con vos, lo que vos seriais capaz de hacer con otro y lo que acaso mereceis, os turba la razon y os hace decir locuras: ¿para qué diablos habíamos de haberos casado con nuestra hermana si pensásemos en mataros?

– ¡Hum! pronunció Miguel Lopez con desconfianza.

– Por lo mismo que con vos no se puede hablar sin peligro, añadió don Diego, os advierto que durante la jornada no os dirigiremos ni mi hermano ni yo una sola palabra. Envaina tu espada, Fernando; envaina la vuestra Miguel, y marchad detrás, delante, ó á nuestro lado, como mejor os convenga; espero en Dios que pronto nos conocereis mejor y que nos ahorraremos estas desagradables contestaciones.

– ¡Hum! repitió Miguel Lopez; y envainando su espada, echó su caballo por un costado del camino. Don Fernando envainó á su vez y siguió por el centro del camino al lado y á la derecha de su hermano.

Y asi, en ese silencio forzado y hostil de personas que se ven obligadas á estar juntas y no se encuentran en buena inteligencia, siguieron caminando á buen paso. Este silencio no se interrumpía sino de tiempo en tiempo por la voz de alguno de los ginetes que alentaba á su caballo, por el cantar de algun romance morisco que entonaba don Fernando, justificando aquel antiguo proverbio que dice que cuando el español canta, ó rabia ó no tiene blanca, ó cuando, encontrándose nuestros viajeros con alguna recua, les saludaban los traginantes quitándose respetuosamente el sombrero y les decian:

– Dios guarde á vuesamercedes.

A lo que don Diego contestaba con esa benévola altivez de los grandes:

– ¡Vaya con Dios la gente honrada!

Fuera de estos casos no se pronunciaba una sola palabra.

Pero aunque no se hablaba, cada cual iba revolviendo dentro de sí una máquina de pensamientos: en particular don Fernando, á quien su hermano no habia tenido ocasion de comunicar sus proyectos respecto á su cuñado mas que por algunas rápidas palabras, ansiaba que una casualidad cualquiera le pusiese en la posibilidad de dar una buena estocada á aquel Miguel Lopez tan zafio, tan grosero, tan violento, y que, de una manera tan extraña para don Fernando, porque no conocia los secretos de su hermano, se habia introducido en la familia.

Asi silenciosos y mohinos, habiendo invertido todo el dia en la jornada, llegaron cerca de Orgiva á una venta situada en el recodo de un camino y flanqueada por altas y peladas rocas.

El sol tocaba al horizonte y su dorada y lánguida luz se perdia á lo lejos bajo las frondas de un espeso olivar que se veia en el fondo de un pequeño valle, entre una abertura de las breñas; al occidente, recortando fuertemente sobre el rojo color del cielo su oscura silueta se veian Orgiva y su castillo: por el opuesto lado la vista se detenia ante un monte cubierto enteramente de naranjos y limoneros.

Parecia que la venta se habia buscado exprofeso, oculta, por decirlo asi, en un recodo de un camino pendiente y en un seno de la montaña. Por todas partes se veian breñas: oíase en ellas el áspero graznar de las águilas que anidaban en las cimas, y á lo lejos el ruido de la violenta corriente del río de Orgiva.

El lacayo, que habiéndose adelantado, esperaba á la puerta de la venta á su señor, se acercó y le tuvo el caballo; al mismo tiempo el ventero, mozo fornido y de mala catadura, adelantó sombrero en mano.

– Bien venidos sean vuestras señorías á mi casa, dijo el ventero; este buen mozo, añadió señalando al lacayo, me ha avisado de antemano y nada falta.

Pareció como que se cruzaba una mirada de inteligencia, pero rápida y casi imperceptible, entre don Diego y el ventero.

– ¿Decís que nada falta? preguntó don Diego.

– Nada de cuanto se me ha pedido, contestó con desenfado el ventero: es verdad que ha sido necesario ir á buscarlo algo lejos; pero ello es que nada falta, nada.

– ¿Y qué quiere decir que nada falta? dijo Miguel Lopez con recelo.

Miró fijamente el ventero al que le preguntaba.

– No faltan ni buen lecho, dijo, ni buena cena, ni buen aposento: ¿qué mas quiere tener el hidalgo en medio de un camino?

– Menos palabras y mas obras, contestó siempre con su tono agresivo Miguel Lopez, y puesto que teneis buena cama, y buena cena, dadnos cuanto antes de cenar á fin de que cuanto antes podamos dormir.

El ventero desapareció hácia el interior y los lacayos desaparecieron con él, sin duda para ayudarle en los preparativos.

– ¿Sabeis lo que pienso Miguel? dijo don Fernando.

Miró con atencion y descaro Miguel Lopez al jóven como diciéndole:

– ¿Y bien qué pensais?

– Pienso, continuó don Fernando, que despues de las villanas sospechas que habeis concebido acerca de nosotros, no debemos permitir que durmais en el aposento en que nosotros durmamos.

– ¡Eh! ¡tanto me da!

– ¡Si insistís!

– Creo que he hecho muy mal en salir de Granada.

– ¡Os afirmais, pues, en vuestras dudas! pues bien: dormireis en aposento aparte… ó si os place mejor… Orgiva está cerca; en ella teneis, no solo conocidos y amigos, sino parientes: seguid hasta Orgiva, si os place: pero si tal haceis, os rogamos que no digais á alma nacida que paramos en esta venta: cuando se anda en empresas arriesgadas toda precaucion es poca.

– Me quedo, dijo Miguel á quien sin duda daba vergüenza llevar el temor hasta el extremo.

– Pues si os quedais, tomad aposento aparte.

– Le tomaré.

– Entonces, pues, no hablemos mas, y como creo que la cena nos espera entremos y cenemos.

Entraron y en el fondo del zaguan en un cenador que daba á un huerto, se sentaron alrededor de una mesa servida, y asistidos por los lacayos y por el ventero, empezaron á cenar en silencio.

Concluida la cena cada cual se retiró á su aposento.

La venta quedó envuelta en el mas profundo silencio.

Avanzó la noche.

A las ánimas tocaban las campanas de la iglesia de la cercana villa de Orgiva, cuando el mismo ventero que tan ligeramente hemos descrito, se levantó de junto á una mesa sobre la cual habia estado dormitando hasta entonces, ocultó la lámpara de hierro que le alumbraba, y en paso recatado atravesó el zaguan, abrió la puerta de la venta, la cerró de nuevo, atravesó el camino en direccion opuesta á Orgiva, y muy pronto se encontró marchando á largo paso entre las quebraduras.

Trepaba por uno de esos barrancos que suben por las faldas de las montañas y que al fin se extinguen, se pierden, se borran, acabando en punta, como si fueran un pliegue del terreno; cuando llegó á la parte media se detuvo en la oscura grieta de una caverna, y lanzó un silbido tan leve como el de una culebra.

A aquel silbido contestó otro en el interior.

– ¡Ah! ¿estais ya ahí? dijo el ventero.

– Si, si, pardiez, Reduan, dijo una voz áspera: y no alcanzamos por qué razon nos has hecho esperar en la cueva, cuando hubiéramos estado mucho mejor en la venta.

– Cada cual sabe lo que se hace, contestó el llamado Reduan. ¿Cuántos sois?

– Seis, que creo que bastamos para cualquier empeño de honra. ¿De qué se trata?

– De ganar cien doblones, dijo Reduan, á quien habian rodeado seis sombras que debian ser la de seis membrudos cuerpos de monfíes.

– ¿Y qué hay que hacer para ganar esos cien doblones? dijo uno de ellos.

– ¡Poca cosa! matar un hombre.

– ¡Ah! ¡pues si no es mas que eso…! ¿y donde está ese hombre?

– En mi casa.

– ¡Ah! ¿es acaso el hombre que acompañaba hoy por el camino á don Diego y á don Fernando de Válor?

– El mismo. Pero tú debes conocer á ese hombre, Farix, añadió Reduan dirigiéndose al que habia hablado.

– Si por cierto; es el renegado Miguel Lopez, á quien tengo grandes deseos de antecoger delante de mi ballesta. Es un traidor.

– ¿Y cómo sabeis vosotros que Miguel Lopez acompañaba á don Diego y á don Fernando de Válor?

– Esta mañana el wali Harum nos ordenó en nombre del poderoso emir, que observásemos el camino, sin dejar de reparar si iban ó venian golillas, hidalgos ó soldados.

– Es verdad: se nos aprieta tanto por ese endiablado rey de España, que será necesario romper por todo y hacer lagos de sangre cristiana para bañarnos en ella. Dia llegará en que… pero por ahora pensemos en nuestro negocio: el asunto de que se trata es un asunto particular de don Diego de Córdoba y de Válor. Ya sabeis que es pariente del emir, y que estamos obligados á servirle, sobre todo, cuando tan bien lo paga.

– Es muy justo.

– Pero importa que nadie sepa que le hemos servido. Ya sabeis que el emir castiga á sangre toda muerte que se hace, como no sea en combate ó por órden expresa.

– ¿De modo que á don Diego le estorba ese renegado?

– Algo debe de haber: lo que yo sé es que á media tarde llegó un lacayo de don Diego y me dió una carta: aquella carta decia en arábigo: «Es necesario que, para servicio de Dios y del emir, tengas prevenidos para esta noche algunos de los monfíes mas valientes que se encuentren por los alrededores.» Os avisé. Despues llegaron don Dieg, don Fernando y Miguel Lopez. Cenaron, y luego Miguel Lopez se encerró en un aposento aparte y en otro los dos hermanos. Los lacayos se fueron al pajar: yo entonces subí al aposento de don Diego por la ventana del cuarto, segun me lo habia dicho don Diego, aprovechando un descuido del Lopez, que se muestra muy receloso, y cuando estuve dentro me dijo que os ofreciera cien doblones por matar un hombre y que, si consentiais, os llevase al huerto y que él mismo hablaria con vosotros. Puesto que consentís seguidme.

Los monfíes siguieron en silencio á Reduan, descendieron á una rambla y á través de algunas quebraduras llegaron á las bardas de un huerto, y uno tras otro las saltaron con la agilidad y el silencio del gato montés.

Apenas habian desaparecido entre las quebraduras, cuando salió de la cueva otro hombre que, sin duda, habia estado oculto en su fondo entre las tinieblas, por lo que los monfíes no habian reparado en él.

– ¡Oh! ¡oh! dijo aquella sombra: se trata de un asesinato infame. Pues bien, es necesario impedir ese crímen.

Y se puso en seguimiento de los monfíes, pero á larga distancia y recatándose.

Miguel Lopez, entre tanto, velaba, entregado á encontrados pensamientos; parecíale por una parte que su recelo era infundado: por otra un secreto instinto le decia que desconfiase, y entre seguridad y desconfianza, llegó hasta las ánimas sin acostarse, dando paseos á lo largo del aposento y lanzando de tiempo en tiempo una feroz mirada á los pedreñales (pistolas se llaman ahora), que tenia sobre la mesa.

Pero acordóse una y cien veces que tenia sujeto á don Diego por medio de prendas que podian perderle; que para atentar á su vida no hubiera esperado á hacerle esposo de su hermana, y sobre todo, que despues del aprieto en que ponia á los moriscos el edicto del emperador, nada tenia de extraño que el emir de los monfíes hubiese llamado al morisco mas influyente de Granada, y que este morisco, es decir, don Diego, se prestase dócil y aun voluntariamente á obedecer las órdenes del emir.

Estos pensamientos le tranquilizaron algun tanto: dilatáronse las profundas rugas que hasta entonces habian plegado su frente, y su imaginacion tomó un rumbo distinto. Acordóse de su desposada, de la hermosa doña Isabel, de quien tan brúscamente habia sido separado: representóse en su imaginacion la alegre fiesta de bodas que indudablemente hubiera tenido lugar aquella misma noche, á no haber mediado el urgente mandato del emir de los monfíes. Sucesivamente fueron pasando por su imaginacion cien tentadoras imágenes, cien esperanzas defraudadas por el acaso, ese eterno burlador de la dicha humana; suspiró ruidosamente, y, no teniendo otra cosa que hacer, se recogió al lecho, y perdido de todo punto su recelo, reconcentró su pensamiento en el recuerdo de doña Isabel, y poco despues dormia y soñaba.

Pasaron una, dos, tres horas. La luz del belon que habia dejado el ventero, empezó á debilitarse falta de pábulo; osciló algunos momentos y al fin se apagó.

Luego solo se oyó el poderoso aliento producido por el pecho de toro de Miguel Lopez, que continuaba durmiendo.

Si no hubiera dormido tan profundamente, hubiera podido percibir cierto leve murmullo de voces que hablaban juntas, que cesaban, que volvian á escucharse, que se acercaban, que se alejaban. Hubiera percibido, al fin, los pasos de una persona que se acercaba recatadamente, que se detenia junto á la puerta y escuchaba, retirándose despues: hubiera oido, por último, unos pasos mas fuertes que cesaron delante del aposento; luego ruido de pisadas de caballo y cierto tráfago en la parte baja de la venta: pero Miguel Lopez nada de esto oyó, y fue necesario que diesen sobre la puerta tres fuertes golpes para que despertase.

– ¡Voto á mil legiones! exclamó; me han quitado el sueño mas hermoso del mundo; como que me figuraba que…

Miguel Lopez concluyó con un ruidoso suspiro estas frases que habia pronunciado medio dormido, y luego, notando que la luz se habia apagado, se levantó de un salto, tomó á tientas uno de los pedreñales que habia puesto sobre la mesa, y dijo con voz ronca y amenazadora:

– ¿Quién va?

– ¿Quién ha de ir ni venir? dijo detrás de la puerta la voz de don Diego de Válor: vestios pronto hermano, que suceden grandes cosas.

– ¡Ah! ¿sois vos, don Diego? dijo dejando el pedreñal sobre la mesa Miguel Lopez; pues bien, creo que puedan suceder grandes cosas y que sea necesaria gran diligencia; pero si quereis que me vista pronto, entrad y dadme luz: la mia se ha apagado.

Abrió la puerta el morisco, y don Diego entró con una vela de sebo encendida, puesta en una palmatoria de barro cocido.

– ¿Qué hora es, hermano? preguntó soñoliento Miguel Lopez.

Don Diego sacó de entre su ropilla un enorme reloj de oro semiesférico, objeto de gran lujo en aquel tiempo, y dijo consultando la muestra:

– Las doce y veinte minutos.

– ¿Y podemos fiarnos de ese embeleco?

– Como que está fabricado en Bruselas, y es mas seguro que la máquina de la torre de Santa María de la Alhambra.

– En efecto, muy grave debe de ser el asunto que nos hace madrugar tanto, dijo Miguel Lopez atacándose los gregüescos.

– Como que tenemos encima al emir.

– ¡El emir!

– Sí, el emir con seis mil monfíes, que adelanta hácia Granada, á la que piensa llegar antes del amanecer.

– ¡Diablo! ¡diablo! ¿es decir que hoy mismo tendremos batalla?

– Es mas que seguro; por lo mismo importa que nos preparemos cuanto antes: en Cádiar hay un capitan del rey con algunos soldados y un alcalde con treinta cuadrilleros: es necesario sorprender á esa gente para que no puedan dar aviso á Granada y prevenir á nuestros enemigos. Asi, pues, acabaos de ajustar las agujetas del jubon y á caballo.

– ¿Os ha enviado algun correo el emir? dijo Miguel Lopez acabándose de apretar las hevillas de las espuelas.

– Sí, sí por cierto; me ha enviado uno de sus walíes.

– ¿Y dónde está ese walí?

– Ha partido con toda diligencia á poner en armas las taifas de monfíes de la taha de Lanjaron, donde tambien hay gente del rey.

– Pero os habrá dejado á lo menos un guia.

– No, pero me ha avisado el lugar donde podré encontrar al emir.

– ¿Y qué lugar es ese? dijo Miguel Lopez saliendo con don Diego de la habitacion.

– A un tiro de arcabuz de Orgiva, en el lecho del rio.

– Vamos, pues.

Por prudencia, segun creia Miguel Lopez, no hablaron ni una palabra mas. Bajaron tranquilamente las escaleras, don Diego pagó el gasto al fingido ventero, y él, Miguel Lopez y don Fernando de Válor, montaron en los caballos que les tenian los criados, y seguidos de estos, tambien á caballo, salieron de la venta y tomaron ostensiblemente el camino de Orgiva.

La noche era un tanto clara, y lo hubiera sido enteramente merced á la luna, á no ser por los densos nubarrones que cruzaban el espacio: de cuando en cuando se veia lucir un relámpago en lontananza, allá entre las profundas quebraduras, y empezaban á escucharse truenos lejanos.

– Famosa noche ha elegido el emir para su empresa, dijo Miguel Lopez que caminaba delante, y que al parecer habia perdido hasta la última sombra de recelo.

– Guardad silencio, hermano, dijo don Diego, que no sabemos quién puede escucharnos, y aguijad vuestro caballo á fin de que lleguemos pronto. Hasta que nos encontremos al lado del emir y entre los monfíes, nos hallamos en peligro.

Y para dar el ejemplo, don Diego aguijó su caballo y pasó adelante.

Los tres ginetes y los lacayos siguieron marchando en silencio.

A poca distancia de la poblacion, don Diego revolvió su caballo y empezó á descender por un oscuro sendero, perdido en la penumbra de un profundo barranco, formado por la abertura de dos montañas; á medida que adelantaban se percibia mas distintamente el ronco ruido de la corriente del rio de Orgiva, corriente rapidísima á causa del gran desnivel del terreno; el fondo del barranco, por el centro del cual corria, saltando entre las breñas, un arroyo, se iluminaba de tiempo en tiempo por la brillante y fugitiva luz de un relámpago.

Hallábanse á la mitad de la garganta, cuando, de repente, el caballo de don Diego se detuvo, lanzó un relincho agudo y resistió á la espuela.

– Debemos estar cerca del emir, dijo Miguel Lopez; vuestro caballo siente las yeguas.

– ¡Callad! ¡callad en nombre de Dios! exclamó don Diego; callad y detened vuestros caballos.

– ¿Pues qué sucede? dijo Miguel Lopez.

El zumbido de un venablo que pasó cortando el aire por cima de las cabezas de nuestros personajes, fue la contestacion que obtuvo Miguel Lopez: don Diego, su hermano y los lacayos, se habian lanzado con las espadas desnudas en la direccion que parecia haber traido el venablo.

– ¡Ah! ¡Dios de Dios! exclamó Miguel Lopez, echando mano á sus pedreñales; esta es, sin duda, ó una traicion de esos miserables, ó un mal encuentro con bandidos: pues bien, es necesario vender cara nuestra vida.

Y apeándose del caballo, porque el terreno era mas á propósito para defenderse á pié que cabalgando, llevó al animal hasta una breña y se parapetó con el.

Pero apenas habia tomado posicion, cuando nuevos venablos pasaron silbando, y el caballo cayó desplomado, como si le hubieran herido en el corazon ó en la cabeza.

Miguel Lopez no tuvo tiempo mas que para disparar uno de sus pedreñales sobre algunos bultos, al parecer de hombres, que adelantaban rápidamente hácia él, saltando por cima de las quebraduras.

En aquel momento brilló un relámpago y Miguel Lopez vió que los que le acometian eran monfíes.

Pero tambien vió, antes de que se extinguiese la rápida llamarada del fuego, que uno de aquellos hombres habia saltado sobre su terreno y caido herido por una saeta, cuyo silbido parecia marcar que quien la habia disparado estaba á espaldas de Miguel Lopez, y frente á los monfíes.

La suerte de su compañero irritó á los monfíes, que se lanzaron dando alaridos de rabia sobre Miguel Lopez: este no tuvo tiempo de ver mas; sintió sobre sí aquellos hombres, luego la aguda punta de sus puñales en el pecho y se desmayó.

Cuando volvió en sí se encontró fuertemente vendado y postrado en un lecho en un lugar extraño.

El espacio en que se encontraba era un aposento cuadrado, abovedado segun las líneas de la arquitectura árabe, y revestido de una argamasa reluciente, á la que el tiempo habia dado un color gris negruzco.

En aquel espacio no habia mas muebles que un arcon pintado de negro, una mesa de nogal y dos sitiales. Sobre la mesa habia un belon de cobre, dos de cuyos mecheros encendidos, alumbraban todo lo que hemos descrito: ademas, sobre aquella mesa habia un crucifijo negro, algunos libros en folio, y yerbas, trapos blancos, hilas, vasijas y redomas.

Nada mas habia en esta habitacion, ni Miguel Lopez pudo reparar en todo esto, á causa del estado de desvanecimiento y de debilidad en que se encontraba.

Reparó, si, que estaba absolutamente solo, que no se percibia ruido alguno, y que aquella habitacion no tenia otro respiradero que una puerta estrecha, de arco de herradura, en la cual empezaba una escalera que ascendia.

Aquel espacio era sin duda un subterráneo.

La perplejidad mas natural, el temor mas lógico, asaltaron la imaginacion de Miguel Lopez: á causa de la debilidad en que le habian constituido sus heridas, apenas recordaba confusamente lo que le habia acontecido antes de acometerle los monfíes: la primera pregunta que se hizo á sí mismo, fue la de quién le habia herido, y quién le habia llevado allí.

Pero como no veia persona alguna que aclarase sus dudas, pretendió salir de ellas provocando la llegada de alguno.

– ¡Ah de casa! exclamó; pero con acento tan débil que hubiera sido imposible oirle á pocos pasos de distancia.

El esfuerzo que hizo para hablar le causó un dolor agudo en el pecho.

– ¡Ah! murmuró. ¡Alma del diablo! ¡pues estoy herido y no como quiera, sino gravemente! ¡herido en el pecho…! ¿y quién ha podido herirme?

Hizo un esfuerzo Miguel Lopez para evocar sus recuerdos y como los recuerdos obedecen á la voluntad, y la voluntad de Miguel Lopez era poderosa, lentamente fueron eslabonándose sus ideas y al fin recordó de todo punto lo que le habia acontecido.

– ¡Los miserables! exclamó: ¡si, si! ¡no hay duda! ¡ellos han sido! Esta mañana han pasado en aquella casa cosas extrañas: el mancebo que se presentó á don Diego, segun me dijo Ayala… aquel hermoso mancebo que ha sido amante de doña Isabel… y luego el pretexto de don Diego de que nos llamaba el emir… nuestra detencion en una venta sospechosa… y despues los monfíes… si, si, ellos han sido… ellos que me han sacado de Granada para asesinarme… ¿pero cómo se ha atrevido don Diego, sabiendo que tengo en mi poder pruebas que pueden perderle…? ademas, ¿quién me ha traído aquí…? ellos no deben de haber sido: hubieran acabado de asesinarme… ¿los monfíes? los monfíes no se hubieran tomado el trabajo de curarme las heridas. ¿Quién ha sido, pues?

Este razonamiento, demasiado largo para el estado en que se encontraba Miguel Lopez, le desvaneció, volvieron á embrollarse sus ideas y recayó en su postracion.

En medio de ella notó el ruido de los pasos de una persona que descendia por la escalera que empezaba en la puerta: luego vió brillar una luz sobre la argamasa abrillantada del muro, y al fin descendió y entró en la habitacion un hombre.

Todo esto lo veia de una manera fantástica, por decirlo asi. Aquel hombre era alto, esbelto y vestia un trage de campaña castellano: acercóse levemente al lecho y examinó con una fria atencion al herido.

Luego fue á la mesa, tomó una taza que habia sobre ella é hizo beber algunas gotas de su contenido á Miguel Lopez.

Este sintió calmarse la ardiente sed que le devoraba, y haciendo de nuevo un poderoso esfuerzo de voluntad, logró fijar sus ideas y ver claro.

Entonces pudo hacerse cumplidamente cargo de la persona que habia entrado en el aposento.

Era un hombre alto, esbelto, fuerte, ágil, moreno, con grandes ojos negros, cabellos ensortijados y barba escasa y corta: á primera vista podia decirse que no era español, ni menos morisco: diferencias esenciales de raza lo demostraban; su mirada era móvil, astuta, recelosa, en contraposicion de la fija penetrante y franca mirada de los hombres oriundos de Arabia: su color no era el moreno y pálido color de los hijos de esta raza, sino un moreno dorado, encendido, vigoroso; su frente, un tanto deprimida, sus cejas sutiles, el óvalo de su rostro demasiado prolongado, todo demostraba en él un extranjero.

En cuanto á su vestido ya hemos dicho que pertenecia á la moda de los hidalgos castellanos, aunque se notaban en él algunas singularidades: llevaba en la cabeza una gorra de paño color de hoja seca, plegada al lado izquierdo por un herrete de acero; debajo de un capotillo casi burdo en el exterior y forrado en el interior por pieles blancas de cordero, llevaba un coleto de ámbar exactamente igual á los que usaban por aquel tiempo los soldados de los tercios viejos de España: este coleto estaba sujeto en la cintura por un talabarte de cuero de Córdoba, color de avellana, de dobles tirantes, del que pendia una espada corta y ancha y un puñal á la derecha; pendiente del mismo talabarte, llevaba á manera de limosnera una bolsa de piel de zorra; los gregüescos eran de paño de igual color y calidad que el de la gorra, sin cuchilladas, lazos ni adornos, y por último, sus fuertes calzas atacadas de lana azul, estaban cubiertas, desde sus piés y hasta media pierna, por unas abarcas y los ligamentos de estas.

Este hombre parecia contar cuando mas, á juzgar por las apariencias, cuarenta años; se desprendia de él un no sé qué de noble y poderoso, y su trage le sentaba á las mil maravillas.

Observó profundamente al herido, y como viese que Miguel Lopez hacia esfuerzos por hablar, le dijo con esa voz llena de autoridad de los mas fuertes, y con marcado acento extranjero, aunque en buen castellano:

– Os prohibo que hableis: en ello os va la vida: reposad.

Y sin decir mas, se separó del lecho, tomó un taburete, le puso junto á la mesa, se sentó dando la espalda á Miguel Lopez, tomó uno de los libros en folio que habia sobre la mesa y se puso á leer.

Quien hubiera arrojado una ojeada sobre aquel libro, hubiera visto que era una magnifica copia en latin de la Santa Biblia, y que el extranjero leia en ella un pasaje del libro de Job.

Era aquel el pasaje en que Dios arrebata á Job sus hijos.

Durante mucho tiempo, Miguel Lopez estuvo contemplando con ansiedad al extranjero, que leia en silencio, y sin atreverse á hablarle, puesto en temor por la autoridad de su palabra y por lo grave de su pronóstico.

Al fin, como emanado de un lugar distante y á través de los muros, se oyó el toque de una corneta: entonces el extranjero cerró la Biblia, se levantó, fué al lecho y contempló profundamente al herido, que tenia fijos en él los ojos, dilatados á un tiempo por la curiosidad y el temor.

– ¿Quién sois? dijo Miguel Lopez.

– Nada os importa quien yo sea, contestó el desconocido; pero si os importa mucho el reposar: no hableis: tiempo sobrado tendremos de hablar mas adelante: el hablar os cuesta un esfuerzo y ese esfuerzo os es muy dañoso: estais gravemente herido: esperad: voy á daros una medicina que os servirá de mucho.

Dicho esto fué á la mesa, tomó una redoma de vidrio, vertió parte de su contenido en un vaso de la misma materia, fué al lecho y dió á beber un líquido blanco y un tanto espeso al herido.

Despues se quedó observándole: lentamente se fueron cargando los ojos de Miguel Lopez y al fin se durmió.

Entonces el extranjero fué á la mesa y encendió la lámpara con que habia venido alumbrándose, á tiempo que sonaba de nuevo y mas de cerca la corneta.

– Mucha impaciencia es esa, dijo, y debe suceder algo importante: veamos lo que es.

Y trepó por las escaleras, llegó á su fin á una puerta chata, cerrada por una sola hoja forrada de hierro mohoso, que el extranjero abrió, saliendo á un pasadizo oscuro y abovedado: cerró de nuevo, corrió un cerrojo, le afianzó con dos vueltas de una llave que sacó de su bolsa, y luego adelantó por la mina, que era tortuosa y á trechos ascendia ó descendia: á un lado y otro quedaban otras galerías: al fin se vió una claridad fria al fin de la mina, y cuando el extranjero salió de ella, entró en una caverna anchurosa, por cuya boca penetraba la luz del alba: aquella gruta estaba encubierta y como defendida por una espeso robledal, que coronaba la cumbre de una colina.

Entonces se escuchó por tercera vez la corneta, pero de una manera vibrante, enteramente perceptible y á poca distancia.

El extranjero apagó la lámpara, la ocultó en una grieta de la caverna y sacó de esta grieta un largo arco de acebo y algunas saetas que atravesó en su talabarte. Despues salió de la caverna, y tomó á buen paso por un sendero estrecho, tortuoso, cubierto de musgo, perdido entre las breñas, y que, á poca distancia, penetraba en el robledal.

Muy pronto el incógnito, á gran paso, se internó en el bosque; siguió las sinuosidades del sendero, y rodeando una colina, penetró en una ancha rambla, cuyo aspecto era terriblemente brabío y selvático.

Un pequeño arroyo la atravesaba é iba á formar en la parte abierta de la rambla un pequeño lago, que se perdia pintorescamente entre un bosque de mimbres, bañando sus nudosos troncos: alrededor solo se veian rocas tajadas, abiertas, como calcinadas por la accion del rayo: las asperezas, las peñas que acá y allá brotaban sobre el terreno, como excrescencias, estaban cubiertas de musgo, y la arena que servia de lecho y se extendia en una estrecha márgen á los lados del arroyo, era de color negruzco; lo demás del terreno estaba cubierto por una especie de liquen musgoso, en el que resbalaba la planta.

Aquel lugar que parecia destinado á la mas absoluta soledad, estaba entonces concurrido por muchos seres humanos, entre los cuales se veia un solo caballo; uno de esos caballos pequeños, pero ágiles, fuertes, fogosos; un verdadero caballo de montaña.

Las gentes, que en número como de cien personas, ocupaban la parte superior de la rambla, eran monfíes: algunos de estos, mas avanzados, parecian estar de centinela: al desembocar en la rambla el extranjero, uno de los centinelas armó su ballesta, y gritó:

– ¡Alto! ¿quién va?

– ¿No me habeis llamado? dijo con acento irritado el extranjero ¿porqué pues me deteneis con la puntería de vuestras ballestas?

– ¡Es el cazador de la montaña! dijo otro de los monfíes.

– Dejadle llegar, dijo una voz breve y al parecer acostumbrada al mando.

Desarmó el monfí su ballesta é hizo seña al extranjero de que adelantase: este trepó por las breñas con la agilidad de un gamo, pasó de la línea de los centinelas, y llegó á la parte alta de la rambla, donde le salió al encuentro un anciano enteramente vestido á la usanza mora.

Aquel anciano era Yuzuf, el padre del emir de los monfíes.

El semblante del noble anciano estaba contraido por una sombría expresion: dulcificola, sin embargo, á la presencia del incógnito, y tendiéndole la mano, le dijo:

– ¡Bien venido sea mi amigo el rey del desierto!

– ¡Rey! exclamó con sarcasmo el extranjero; el imperio de mis abuelos está muy lejos, y en estas regiones no soy otra cosa que tu esclavo, rey de la montaña.

– Mi esclavo no, mi hermano, dijo con dulzura Yuzuf ¿acaso no te he amparado? ¿no te he procurado un asilo impenetrable en mis dominios? ¿no tienes cuanto has menester?

– Sí, todo, todo, menos mi venganza, tras la que ando recorriendo el mundo hace diez años.

– No porque tu venganza tarde será menos segura.

– Pero entre tanto ese infame capitan tiene en su poder á mi esposa y á mi hija: ¿acaso no has protegido tú á ese infame? ¿acaso no has impedido tú que me vengue, que rescate á las prendas de mi alma y vuelva con ellas entre los mios, allá al otro lado de los mares donde soy verdaderamente rey, rey fuerte, poderoso, y vengador de las desdichas de mis abuelos?

– ¡Espera!

– Hace un año que estoy esperando desde mi llegada á estas montañas.

– Recuerda que sin mi ayuda, haria tambien un año que dormirias en la tumba.

– Es verdad, dijo profundamente el extranjero: mi impaciencia por rescatar á las prendas de mi alma, me hizo ser imprudente… recuerdo que fuí preso como un ladron, en el momento en que penetraba en la casa de ese capitan infame. Recuerdo que me encerraron en un calabozo… recuerdo tambien que aquella misma noche entró un hombre en aquel calabozo, y me procuró la libertad; pero á cambio de terribles condiciones.

– Solo te pedí que dilataras tu venganza: para ello tenia mis razones: el capitan Sedeño es uno de mis mejores espías entre los cristianos: me sirve de mucho. Yo te he respondido de la honra de tu hija y de la vida de tu esposa.

– ¡Oh! ¡mi esposa! ¡mi hija! exclamó con acento rugiente el extranjero.

– Han llegado á tal punto las cosas, continuó Yuzuf, que muy pronto me hará Sedeño sus últimos servicios: aviseme del dia en que la Chancillería, el capitan general y la Inquisicion esten descuidados: sorpréndalos yo en sus hermosos palacios de Granada con mis monfíes, y entonces ese hombre de quien anhelas con justa causa vengarte, es tuyo: entre tanto, espera, Calpuc, espera y ayúdame.

– Y en qué puedo ayudarte, dijo Calpuc, á quien seguiremos dando este nombre.

– Revélame lo que has hecho esta noche.

– ¡Ah! si, es cierto: ayer recibí un mensajero tuyo con el que me avisabas que llegase á esta misma rambla á la media noche. En efecto inmediatamente me puse en camino. Cerróme en él la noche; descendia yo á buen paso por una montaña en direccion á Cádiar, cuando oi pasos de algunos hombres: el sitio era solitario, podia ser funesto un encuentro, y habiendo hallado en el barranco por donde descendia una profunda gruta, me oculté en ella.

Poco despues los hombres que habia sentido penetraron en la cueva: yo me habia retirado al fondo y como no traian antorchas ni luz alguna, no pudieron reparar en mí; luego entró un hombre á quien reconocí por la voz: era Reduan, el monfí que pasa por ventero en el camino de Orgiva.

– ¿Y que sucedió? preguntó nuevamente Yuzuf.

– Aquellos hombres trataron de un asesinato pagado infamemente por dinero.

– ¿Y como no impedíste ese asesinato, Calpuc? añadió con doble severidad el anciano.

– ¿Acaso no lo he impedido? ¿acaso Miguel Lopez no está en mi asilo, curado y con grandes esperanzas de vida? ¿acaso no han quedado mordiendo el polvo en el barranco dos de los asesinos?

– Has obrado como noble y valiente Calpuc: queria saber de tí hasta qué punto ha habido traicion contra ese hombre.

– Ha sido un asesinato infame meditado y llevado á cabo por don Diego de Válor.

– Cuenta Calpuc que acusas á un pariente mio.

– Lo he oido yo, he seguido paso á paso á los asesinos, arrastrándome tras ellos como la serpiente de los bosques de mi patria; he oido el crímen y he podido evitarlo: si me hubiera separado de aquellos lugares para avisarte, tal vez no hubiera podido impedir la muerte de Miguel Lopez.

– ¿Y has llegado á conocer el motivo por qué don Diego de Válor queria la muerte de ese hombre? dijo el emir mirando profundamente á Calpuc.

– No; solo he oido concertar el asesinato y pagar el dinero.

Quedóse un momento pensativo el emir.

– Ven, dijo al fin, asiendo á Calpuc de la mano.

Y llevándole la rambla arriba, torció una roca tajada y señaló á Calpuc una encina seca, cuyas ramas descarnadas se extendian como los múltiples brazos de un esqueleto.

Aquella encina por sí sola hubiera inspirado tristeza; pero con las adiciones que se notaban en ella causaba horror. Aquellas adiciones consistian en siete monfíes ahorcados, del cuello de cada uno de los cuales pendia una bolsa, llena al parecer de dinero; algunos otros monfíes, con las ballestas afianzadas, guardaban aquel árbol de justicia.

– Ahi faltan dos hombres, dijo sombríamente Calpuc.

– ¡Don Diego y don Fernando de Válor! ¡es verdad! repuso el emir; pero si yo hiciese justicia en esos dos hombres, creerian los moriscos de Granada que los habia asesinado por temor. ¿Acaso no sabes que don Diego de Córdoba se titula en el Albaicin, en las alquerías de la vega y en las tahas de Guadix y del Marquesado del Zenete, rey de Granada?

– ¿De modo que has dejado en libertad á esos hombres?

– No, no por cierto: esos hombres tienen que responderme de una vida preciosa: de la vida de mi hijo, de la vida del emir de los monfíes.

– ¡De tu hijo! ¡se habrán atrevido…!

– ¿A qué habia yo de haber avanzado con mis valientes monfíes, casi hasta los linderos de la vega, sino por mi hijo? ¿por quién estoy resuelto á llevar á sangre y fuego á Granada, sino por él? ¡Oh! ¡si! pero ¡por la santa Kaaba! tomaré una venganza horrible de esos hombres si mi hijo ha perecido.

– ¡Dios vela por los reyes! dijo solemnemente Calpuc.

– Pero á pesar de esto, bueno es que los reyes velen por sí mismos. Ahora bien, Calpuc: ¿está el herido en disposicion de contestar á mis preguntas?

– Acaso el sueño á que le he dejado entregado restaure sus fuerzas: acaso cuando despierte pueda hablar sin peligro.

– Condúceme á donde está ese hombre, Calpuc.

– Eres padre, emir, y comprendo tu ansiedad: sin embarco, tú solo hace horas que dudas de la suerte de tu hijo… hace diez años que yo tiemblo por la vida y por la honra de mi esposa y de mi hija.

Yuzuf estrechó fuertemente la mano de Calpuc: despues llevó á sus labios una pequeña corneta de caza y tocó por tres veces.

Oyeronse entonces en todas direcciones pasos fuertes y acompasados y poco despues adelantaron en círculo, y se estrecharon alrededor del emir, unos cien monfíes.

– Esos hombres, dijo severamente Yuzuf, señalando á los siete que estaban colgados de la encina fatal, esos homdres, vendieron la vida de un hombre por dinero: ved lo que he hecho con esos hombres: vedlo y escarmentad.

– ¡Viva el emir! gritaron en una aclamacion informe los monfíes.

– Que las aves carnívoras los despedacen, añadió Yuzuf: cada uno de esos hombres tiene pendiente del cuello el oro vil con que le pagaron su crímen; ¡ay de aquel de vosotros que toque á una sola de esas monedas!

– ¡Viva el emir! gritaron de nuevo los monfíes.

– A vuestros apostaderos: tú Abd-el-Malek, y cuatro mas, conmigo: ¡Mi caballo! ¡Calpuc, á tu caverna! Es necesario que yo hable sin perder un momento con Miguel Lopez.

Los monfíes se dividieron en grupos, y partieron en distintas direcciones, trepando por las quebraduras. Poco despues Yuzuf, en su potro salvaje, saltaba sobre las breñas, precedido de Calpuc, cuyo vigor era maravilloso, y seguido de su escasa escolta de monfíes.

La horrible encina quedó abandonada con los siete repugnantes cadáveres que se balanceaban al impulso del viento de la montaña, pendientes de los descarnados brazos del gigantesco esqueleto.

Trasladémonos á la vivienda subterránea de Calpuc.

De pié, inmovil y con la vista profunda y amenazadoramente fija en Miguel Lopez, estaba Yuzuf acompañado de Calpuc.

Pero esto no sucedia inmediatamente despues de la escena que acabamos de referir á nuestros lectores. Desde entonces hasta el momento en que el emir estaba delante de Miguel Lopez, habian pasado algunos dias.

Calpuc, que entre los misterios de su vida contaba el de ser un excelente médico, habia declarado que la vida del herido peligraba si se le hacia experimentar una sensacion cualquiera.

Yuzuf se habia visto obligado á reprimir su impaciencia.

Entre tanto Calpuc y Muhamad, anciano y sabio médico del emir, habian velado continuamente al lado del herido.

El peligro habia pasado; las heridas habian empezado á cicatrizarse y tenian muy buen aspecto: Miguel Lopez podia sufrir sin peligro un interrogatorio.

Yuzuf descendió al subterráneo, acompañado de Calpuc.

Miguel Lopez dormia.

Contemplóle un momento ferozmente Yuzuf y luego dijo á Calpuc.

– Déjanos solos.

Calpuc obedeció.

Entonces el emir movió bruscamente á Miguel Lopez: este abrió los ojos despavorido, y pasado ese primer momento de confusion que experimentamos al despertar, reconoció á Yuzuf, se agitó en su lecho y lanzó un grito de espanto.

– Haces bien en estremecerte, Jerif-ebn-Aboó, dijo el emir, nombrando á Miguel Lopez por su nombre moro: haces bien en estremecerte, porque me has ofendido, me has sido traidor, á mi, á tu señor, á quien todo lo debes, y te tengo en mi poder.

– Yo creia, dijo reponiéndose y con cierta audacia Miguel Lopez, yo creia que un emir tan poderoso y un tan cumplido caballero como tú, magnífico Yuzuf, no te atreverias á amenazar á un pobre herido que ha estado á punto de ser asesinado por los tuyos.

– Los que han puesto en tu pecho su puñal, se mecen, colgados de una encina, en la montaña.

– Pero viven, sin duda, don Diego y don Fernando de Válor.

– Son tus señores.

– ¡Son mis enemigos!

Una llamarada de irritacion, de cólera sombría y letal, subió de una manera febril á los ojos de Yuzuf, que palideció profundamente.

– ¡Infame renegado! exclamó: ¿no te has atrevido á poner los ojos en una doncella de sangre real que estaba destinada á un hijo de mi sangre?

– Isabel de Válor es mi esposa, exclamó el audaz morisco.

– Isabel de Válor es el tósigo que te mata Jerif-ebn-Aboó: ¡tu esposa la vírgen descendiente de Mahoma! ¡la amada del emir de los monfíes! ¡Isabel de Córdoba y de Válor tuya!

– ¡Ah! ¡has renunciado tu corona en tu hijo! ¿y donde está tu hijo Yuzuf, que no se me presenta en tu lugar á pedirme cuenta de su amada?

Habia tal sarcasmo en la pregunta de Miguel Lopez, que el emir tembló á un tiempo de cólera y de terror.

– ¿Que quieres decir hombre fatal? exclamó: ¿sabes tú lo que ha sido de mi hijo?

– ¡Cómo! ¿no sabes lo que ha sido de tu hijo, emir?

– ¿Si lo supiera vivirias?

– Los Válor se detienen poco ante el asesinato, contestó con cierta feroz complacencia Miguel Lopez.

– ¿Y crees que se hayan atrevido…?

– En primer lugar, Yuzuf, tú has sido muy imprudente al elegir la crianza de tu hijo; has querido que sea moro y cristiano, que sepa tanto como un inquisidor, y que aborrezca, como tú los aborreces, á los conquistadores: tu hijo ha vivido entre los castellanos y no ha faltado una castellana impura que le ame, ni una doncella morisca que palidezca de amor por él. Ya sabes quien es la doncella. La hermana de don Diego. ¿Quieres saber ahora quién es la mujer adúltera que ama mas que á su alma al hermoso Yaye? Esa mujer es doña Elvira de Céspedes, la esposa de don Diego de Córdoba y de Válor.

– ¡Mientes! exclamó con cólera Yuzuf ¿cómo has podido tu conocer á mi hijo?

– ¡Ah! ¡ah! ¡noble y poderoso señor! tú quisieras que todos los que te sirven, todos los que se doblegan ante tí, fueran topos: pero hay hombres… como yo… que están á tu servicio y que son feroces como el lobo y astutos como el raposo. ¡Ah! ¡ah! era necesario ser muy torpe para no conocer que aquel hermoso mancebo que no conocia á sus padres, á quien siempre acompañaba el sabio Abd-el-Gewar, á quien tú mirabas con tanto amor, por el que te atrevias á entrar en Granada, á meterte en medio de tus enemigos, no era tu hijo, el hermoso hijo de doña Ana de Córdoba y de Válor: ¡ah! ¡ah! yo lo sabia todo esto, mi noble señor… y anoche… yo habia visto tambien muchas veces á doña Isabel: yo la amé… ¡yo que nunca habia amado! la amé con toda la fuerza de mi alma… y me propuse que fuera mia… otro acaso no hubiera podido conseguirlo, encontrándose en la pobre situacion en que yo me encontraba, sin nobleza heredada, zafio, nada hermoso, reducido por mi suerte á la servidumbre; pero en mal hora don Diego me habia elegido para ser su correo para contigo: una sola carta de don Diego escrita para tí y depositada en una persona de confianza, me ha servido para que don Diego no se atreviese á negarme su hermana. ¿Qué quieres, emir? el amor nos arrastra á todo ¿No sabes que por una mujer somos capaces de perder la vida y el alma? ¿Acaso no es una mujer la causa de que yo me encuentre en este lecho y en tu poder? El amor de Isabel me arrastró…

– ¡Y vendiste por una mujer á tu patria, y ofendiste á tus señores, y jugaste tu vida á un dado!

– Ya te he dicho que por una mujer como doña Isabel de Válor, se juega la vida y la salvacion del alma.

– Escucha, Jerif-Aboó, dijo conteniéndose Yuzuf: por la menor cosa de las que has hecho mereces la muerte.

– Lo sé, contestó con la misma audacia Miguel Lopez.

– De modo que don Diego de Válor trayéndote al matadero, no ha hecho mas que usar de su derecho.

– ¿Y por qué antes de entregarme su hermana no me ha matado frente á frente?

– Eso hubiera sido leal y tú has sido traidor.

– Eso no es mas sino que don Diego te tiene mas miedo á tí, que á mí, á pesar de las pruebas de que sabe puedo usar y que le perderian. Pero ya que hablo de perder, estamos perdiendo el tiempo. Tú has venido á verme por algo, poderoso emir.

– Sin duda: he venido á que me des alguna luz sobre el paradero de mi hijo.

– ¡Ah! ¡tu hijo se ha perdido! ¡El hermoso Yaye-ebn-Al-Hhamar, el noble emir de los monfíes no parece!

– Ignoro su suerte, dijo Yuzuf, y soy capaz de perdonarte…

– ¿Si te digo donde está Yaye?

– ¿Lo sabes?

– No, pero lo presumo.

– Habla y pide.

– Primero es pedir que hablar: yo sé que eres noble y grande Yuzuf; yo sé que no hay ningun rey en el mundo que pueda jactarse como tú de respetar la fe de su palabra. ¿Si te doy indicios por los cuales puedas encontrar á tu hijo, me perdonarás mi traicion?

– Sí.

– ¿Me dejarás volver al lado de mi esposa?

Meditó un momento Yuzuf.

– Si ella se resigna á vivir contigo, sí.

– Acepto; exclamó Miguel Lopez con alegria, porque conocia la virtud de doña Isabel.

– Es necesario ademas que te comprometas á otra cosa.

– ¿A qué?

– A entregarme la carta escrita para mi por don Diego, y de la cual te has valido para conseguir por medio del terror á doña Isabel.

– Te lo prometo, dijo el morisco: cuando doña Isabel, que ya es mi esposa, sea mi mujer.

– Quedamos convenidos. Habla, pues, lo que sepas acerca de mi hijo.

– El mismo dia y en el mismo momento en que yo esperaba en la iglesia del Salvador á que llegara don Diego para celebrar la ceremonia de mi casamiento con doña Isabel, se presentó en casa de don Diego tu hijo.

– ¿Estas seguro de ello?

– Tan seguro, como que me lo dijo uno de los escuderos de don Diego llamado Ayala, entre otras cosas graves que me reveló y que me obligaron á que se efectuase la ceremonia antes de la llegada de don Diego.

– ¿Y qué presumes?

– Si tu hijo no ha parecido, debe estar en casa de don Diego de Válor: preso tal vez, acaso herido.

– ¡Herido! ¡preso!

– Tu hijo amaba á doña Isabel, es altivo: don Diego es valiente y fiero; si han mediado dicterios y amenazas… además recuerdo que cuando despues de salir de la iglesia, fuimos á casa de don Diego, no salió á recibirnos su esposa doña Elvira; que don Diego estaba turbado; que nos pretextó que doña Elvira no podia presentarse porque se encontraba enferma, y despidió á los convidados; despues me dijo que era necesario que le siguiese á las Alpujarras: que tú nos llamabas… lo demás ya lo sabes.

– Si no me has engañado Jerif-ebn-Aboó, cuenta con tu perdon… despues… despues, si encuentro á mi hijo, con mi recompensa.

Y Yuzuf volvió la espalda para salir.

– Espera, emir, espera, dijo con ansiedad Miguel Lopez.

– ¿Qué quieres? contestó volviendo Yuzuf.

– ¿Me dejas solo en poder de ese gitano?

– Ese gitano, como tú le llamas, y que Dios sabe si lo es, Jerif-ebn-Aboó, es el hombre á quien debes dos veces la vida; primero salvándote de los asesinos, despues curándote las heridas. ¿Qué tienes que temer de ese hombre?

– Ese hombre es un demonio, Yuzuf.

– No, no por cierto: todo consiste en que tú eres cobarde, y como cobarde receloso. Ademas, ese hombre es mi esclavo, y nada se atreverá á hacer contra un hombre á quien yo protejo.

– ¡Ah! ¡Dios te libre del gitano, emir!

– Pídele que te libre de tu miedo. Adios, Jerif-ebn-Aboó, adios. Necesito buscar yo mismo á mi hijo. Nada tienes que temer si has sido leal. Y en cuanto á ese hombre, ya te he dicho que es mi esclavo. Adios.

Pronunció el emir con tal resolucion estas palabras, comprendió de tal manera Miguel Lopez, que una nueva réplica solo serviria para irritarle, que le dejó ir sin pronunciar una palabra mas.

El emir empezó á subir lentamente las escaleras: antes de llegar á ellas le habia parecido sentir un breve y furtivo paso que se alejaba con gran rapidez; pero aquel ruido podia haber provenido tambien de las escamas de alguno de los reptiles que anidaban en el subterráneo, al deslizarse por la piedra. Cuando llegó á lo alto notó que la puerta estaba cerrada. Apenas tocó á ella la puerta se abrió y apareció Calpuc, con una lámpara en la mano.

Mas allá estaba Abd-el-Malek y los otros cuatro monfíes.

– Calpuc, dijo el anciano, te recomiendo el cuidado de ese hombre. Su vida me importa demasiado. Adios.

– Ve en paz, rey de la montaña, ve en paz: tus deseos son para mí preceptos.

– Yo ruego á mi hermano, dijo Juzuf, estrechándole la mano.

– Yo amo á mi padre, dijo Calpuc, poniendo aquella mano sobre su frente.

Poco despues Yuzuf montaba á caballo fuera de la gruta, y se alejaba pensando para sus adentros:

– Jerif-ebn-Aboó es un zorro que no se engaña: ¿qué habrá encontrado de terrible en el indiano…? ¡oh! ¡oh! ¿se atravesará alguna vez este hombre en mi camino? ¡Oh! ¡Dios sabe lo oculto! ¡Dios me inspirará!

Entre tanto Calpuc bajaba las escaleras que conducian al espacio donde se encontraba postrado Miguel Lopez, murmurando:

– Ese hombre desconfía de mí, me teme… tiene razon, porque él viene á ser para mí el cabo del hilo que ha de guiarme en el laberinto de mi empresa, y ha de servirme para mis proyectos y para mi venganza. ¡Que soy tu esclavo, rey de la montaña! ¡Ah! ¡ah! ¡soy tu hermano, como el oprimido es hermano del oprimido! ¡pero tu esclavo no! y, sobre todo, no te pongas en mi camino… si tú eres fuerte yo tambien lo soy… tú tienes un ejército de bandidos, pero yo tengo tesoros… ¡oh! ¡oh! ¡tu esclavo! ¡lo veremos! ¡lo veremos, emir!

Y pensando esto, entró en la estancia inferior, dejó la lámpara sobre la mesa, y se sentó al lado de Miguel Lopez.

– ¿Tienes interés en que tu esposa sepa que vives? le preguntó despues de algunos momentos de silencio.

– ¿Que si me interesa, dices, que doña Isabel sepa de mi vida? ¡Oh! ¡sí! y tú…

– Yo puedo ser tu amigo ó tu enemigo: yo puedo salvarte ó perderte.

– Habla.

– ¿Conoces tú al capitan Alvaro de Sedeño?, dijo despues de algunos momentos de meditacion Calpuc. Paréceme haberte visto alguna vez á su lado… cuando yo espiaba á ese capitan.

– ¿Que espiabas tú á ese capitan? dijo con extrañeza Miguel Lopez.

– Sí.

– ¡Ah! ¡ah! ¿conoces á ese hombre?

– Sí, le conozco… desde hace muchos años, dijo sombríamente Calpuc.

– Yo le conozco tambien, pero desde hace poco tiempo.

– ¿Y cuál ha sido la causa de que le conocieras?

– Mis continuos viajes á las Alpujarras, donde tengo alguna hacienda y algunos parientes, dijo con reserva Miguel Lopez. En los pueblos pequeños se conoce fácilmente á las personas. El año pasado Alvaro de Sedeño era capitan del presidio de Andarax.

– ¿Y en qué consiste que le conoce tambien el emir de los monfíes y es muy su amigo?

– ¡Ah! ¡le conoce el emir de los monfíes! ¡es su amigo!

– Lo que no deja de ser extraño, porque Yuzuf-Al-Hhamar es enemigo de Dios y del rey de quien es defensor el capitan.

Miró con cierta expresion de estupor Miguel Lopez á Calpuc.

– Tú pareces extranjero: tú obedeces al emir: tú sabes algunos de sus secretos.

– Sé mas de lo que crees: soy mas poderoso de lo que crees: llego á tí como un amigo, como un hermano, para ayudarte; pero si desconfias de mí, tengo medios para alcanzar por la fuerza, por el terror, lo que necesite de ti.

Extremecióse Miguel Lopez porque comprendió perfectamente que se encontraba á merced del extranjero.

– Y qué necesitas de mí.

– Necesito que me digas cuanto sepas respecto al conocimiento del capitan con Yuzuf.

– ¡Oh! para eso será necesario hacer traicion al emir.

– Elige entre serle fiel, ó morir. Por el contrario si me sirves bien, yo te protejeré.

– Y cual es tu poder.

– Ya te he dicho que puedo mas de lo que parece… y sobre todo ¿no te tengo en mis manos?

– Yuzuf me proteje.

– ¡Bah! ¿y crees tú, dado caso de que yo me viese obligado á respetar al emir, que me seria muy difícil demostrarle que habias muerto de las heridas?

Extremecióse de nuevo, pero mas profundamente el morisco.

– Ese capitan, se apresuró á decir, impulsado por su miedo, es espia de Yuzuf-Al-Hhamar.

– ¡Ah! ¿y has entrado alguna vez casa de ese capitan?

– Si, he entrado muchas veces, en servicio del emir, porque yo tambien le sirvo; yo soy su espia entre los moriscos de Granada.

– ¿Y… nada has tenido que reparar en casa del capitan?

– Si por cierto; creo que hay en ella un misterio que consiste en dos mujeres.

– ¿Y cómo has conocido á esas dos mujeres?

– Sé que son dos, porque las he visto ir á misa, enteramente encubiertas, con el Sedeño; sé que la una es muy jóven, y la otra sino es vieja, quebrantada y enferma, por su talante: pero solo la conozco por haber hablado una vez á la jóven.

– ¿Has hablado una vez á la jóven? dijo con ansiedad Calpuc.

– Si, si por cierto; y si yo no hubiera estado enamorado de dona Isabel de Válor, me hubiera enamorado de ella.

– ¿Tan hermosa es? dijo Calpuc con el acento trémulo, á pesar de sus esfuerzos para parecer sereno.

– ¡Hermosa! ¡hermosísima! no tan hermosa, sin embargo, como doña Isabel.

– ¡No tan hermosa como doña Isabel! exclamó profundamente Calpuc: creo ademas que doña Isabel viene de gran alcurnia.

– Como que desciende nada menos que de la madre del profeta, Fatimah la santa, y sus abuelos han sido califas de Córdoba, contestó con orgullo Miguel Lopez.

– Yo soy descendiente de emperadores, murmuró de una manera ininteligible Calpuc; pero continúa, añadió dirigiéndose al morisco: ¿cómo tuviste ocasion de hablar á la jóven que vive en compañía del capitan Sedeño?

– Hace dos meses, esperaba yo al capitan para comunicarle un aviso importante del emir: una de las puertas de la sala, sin duda por descuido, estaba entreabierta: oíase tras ella el puntear de una guitarra diestramente tañida: poco despues, al sonido de la guitarra se unió el canto de una mujer: aquella mujer cantaba en una lengua extraña. Tuve curiosidad, y me acerqué recatadamente á la puerta del aposento. A pesar de mi recato la persona que habia dentro, me sintió, sin duda, porque calló la guitarra, sentí apresurados pasos de mujer, se abrió la puerta y… me deslumbró la hermosura de la joven.

– ¿Quién sois? me dijo despues de haberme contemplado fijamente.

– Soy… un amigo de vuestro padre, la dije.

– ¡De mi padre! exclamó con afan; ¿conoceis á mi padre? ¿mi padre os envia?

– No; por el contrario, espero á que vuestro padre vuelva al castillo, la contesté.

– ¡Ah! os habeis engañado; el hombre que vive en esta casa, y que está ahora en el castillo, no es mi padre, repuso con desaliento.

– ¡Ah! ¡perdonad, yo creia!

– Ese hombre es mi señor, un señor infame, de quien esperamos hace mucho tiempo mi madre y yo que nos salve la justicia de Dios.

– ¡Ah! ¡vuestro amo!

– Sí; somos sus esclavas.

– ¡Sus esclavas! ¿luego sois…?

– Somos mejicanas.

– ¿Y qué quereis de mí?

– Que nos salveis.

– ¡Que os salve…! ¿y cómo?

– Oid: buscad un medio para engañar á ese hombre: sacadnos de esta casa, llevadnos á un puerto de mar para que podamos embarcarnos: sino teneis dinero, yo tengo joyas: si sois ambicioso os haremos rico.

– ¿Y por qué no salvaste á aquella infeliz? dijo con voz amenazadora Calpuc.

– ¿Y qué me importaba…? ademas era una esclava.

– ¡Como sois esclavos vosotros los moriscos! repuso Calpuc.

– ¡Ah! pero nosotros peleamos, luchamos; las montañas de las Alpujarras estan llenas de monfíes que nos vengan, matando cristianos, de las infamias del vencedor.

– Los mejicanos tambien luchan: tambien en las fronteras del desierto, los españoles caen á centenares inmolados á los manes de nuestros padres degollados, de nuestras esposas deshonradas, de nuestras doncellas cautivas.

– ¡Tú eres mejicano!

– ¡Yo soy Calpuc, el rey del desierto! exclamó el extranjero; yo soy el rey elegido por los mejicanos libres, y soy el padre de esa jóven con quien hablaste, de la hermosa doncella á quien te negaste á salvar.

Miguel Lopez se estremeció: habia un acento tal de dolor y de venganza en las últimas palabras de Calpuc, que lo temió todo de aquel hombre.

Sin embargo, como en otras situaciones difíciles, recurrió á su audacia.

– ¡Que eres tú el rey de los rebeldes de Méjico! exclamó soltando una carcajada que podremos llamar artificial. ¡tú! ¡un gitano vagabundo, á quien, no sé por qué, conoce el emir de los monfíes!

– Continúa respondiendo á mis preguntas, Miguel Lopez, dijo con gravedad el mejicano, que despues sabrás quién soy y de qué modo he llegado aquí.

– En verdad, en verdad, dijo Miguel Lopez, cediendo al mandato del rey del desierto, yo no ví en tu hija, si hija tuya es, mas que una esclava rebelde que pretendia librarse de su señor, y me negué á ayudarla: es mas, referí lo que me habia acontecido con ella al capitan Sedeño, que desde entonces guardó á tu hija con mas cuidado. Hé aquí la razon de que yo conozca é esas mujeres.

– El capitan ha desaparecido de las Alpujarras. ¿Sabes tú dónde ha ido?

– Sí, á Granada, dijo Miguel Lopez á quien interesaba servir á Calpuc, porque habia comprendido que Calpuc era capaz de todo.

– ¡A Granada! no basta eso. El capitan puede vivir en una casa y tener ocultas en otra á mi esposa y á mi hija: las casas del Albaicin se comunican unas con otras por medio de minas y seria muy difícil saber el paradero de mi hija y de mi esposa.

– El capitan y tu esposa y tu hija viven en la calle de San Gregorio el alto: las tapias de su huerto lindan con el huerto de la casa de don Diego de Válor; estas dos casas se comunican por una mina.

– Ten mucha cuenta de no engañarme, Miguel Lopez.

– No, no te engaño; ¿pero qué me darás en recompensa de los servicios que te hago?

– Te daré tu esposa: es decir haré que tu esposa sepa que vives.

– Puede no creerte.

– Tú me darás una carta para ella.

Miguel Lopez miró fijamente al mejicano.

– Un grave interés debes tú tener en que doña Isabel no se crea viuda para que no pueda casarse con el emir de los monfíes, no con el viejo Yuzuf, sino con el jóven Yaye, en quien ha abdicado.

– Nada te importa el interés que yo tenga en ello; cualquiera que sea, yo me obligo á devolverte tu esposa; pero aun me queda mas que exigir.

– ¿Qué mas?

– Estoy seguro de que cierta carta que posees, carta de don Diego de Válor al emir Yuzuf, en la cual ha jugado su cabeza, y por cuya carta le tienes en tu poder, la tendrás puesta á buen recaudo.

– ¿Y qué te importa esa carta? exclamó con cuidado Miguel Lopez.

– Tanto me importa que sino me procuras los medios para que esa carta caiga en mis manos eres hombre muerto.

– Pero esa carta es mi defensa: por ella he logrado que don Diego me dé su hermana; por ella pienso alcanzarlo todo.

– ¿Y qué mas quieres alcanzar que la vida?

– ¡Eres un demonio! exclamó con despecho Miguel.

– Demonio contra demonio, el mas fuerte vence.

– ¿Y qué uso vas tú ha hacer de esa carta?

– Te repito que nada te importan mis proyectos. Voy á traerte papel, pluma y tinta. Escribe una carta para la persona que sin duda tiene depositada por tí la carta de don Diego de Válor, en la que le prevendrás que me la entregue, y otra despues para tu esposa doña Isabel de Válor.

Dicho esto Calpuc abrió el arcon, sacó del recado de escribir, le llevó al lecho y dijo á Miguel Lopez:

– Incorpórate y escribe.

– ¡Es qué…! dijo ferozmente el morisco.

– Escribe ó mueres, le interrumpió con doble ferocidad el rey del desierto.

Miguel Lopez comprendió que estaba enteramente á merced de aquel hombre y se incorporó, tomó la pluma y la puso sobre el papel.

– Escribe clara y naturalmente, en letra lisa, sin signos ni señal alguna; porque para tí será el daño si esa carta es ineficaz.

Miguel Lopez escribió con rapidez algunos renglones y firmó.

– Mira si te contenta, dijo á Calpuc.

Este tomó la carta y leyó su contenido, que era el siguiente:

«Señor capitan Alvaro de Sedeño: os envio uno de mis mayores amigos, á quien entregareis la carta que teneis en vuestro poder, y que ya sabeis de quién es: ademas de esta carta, y segun tenemos convenido, el dador os mostrará la sortija que conoceis. No soy mas largo porque la diligencia importa. – Vuestro humilde criado. – Miguel Lopez.»

– ¿Y qué anillo es ese de que hablas?

– Es un anillo que tiene un grueso diamante rodeado de perlas, dijo Miguel Lopez.

– Dámele, pues.

– Ese anillo ha sido mi anillo de bodas, y está en poder de doña Isabel.

– ¡Ah!

– Doña Isabel te lo entregará.

– ¿Dónde vive doña Isabel?

– Debe permanecer en casa de su hermano don Diego.

– Escribe para tu esposa lo que yo te dicte.

Miguel Lopez escribió bajo la palabra de Calpuc la siguiente carta:

«Mi amada esposa y señora doña Isabel de Córdoba y de Válor: he sido herido gravemente por bandidos en el camino de las Alpujarras: un hombre caritativo me ha recogido y curado: á Dios gracias mi vida no corre peligro. El dador se encarga de comunicároslo. Os ruego que le entregueis la sortija que os dí en arras de mi matrimonio con vos, que me importa. Nada sé de vuestros hermanos. Guardeos Dios y os conserve para mi felicidad muchos años. – Vuestro esposo que bien os ama y lejos de vos padece. – Miguel Lopez.»

Cuando estuvo escrita y cerrada esta carta, Calpuc la guardó con la otra en su bolsa.

– Creo que aun podremos ser amigos, Miguel, le dijo: si no me has engañado y estas cartas producen el efecto que deseo, antes de dos semanas estarás al lado de tu esposa. Adios.

– ¡Y me dejas aquí, solo, abandonado!

– No, no por cierto: todos los dias vendré una vez á asistirte y curarte. Adios.

– ¡Pero esto es horrible! ¡si te sucede alguna desgracia, si no puedes volver…!

– Morirás aquí como en una tumba, dijo friamente Calpuc, en lo que no perderan nada doña Isabel, ni el emir.

Miguel dió un grito de espanto. Calpuc trepó lentamente por las escaleras, llegó á la puerta, cerró sus triples candados, y adelantando por la excavacion subterránea, torció por una estrecha galería, despues de haberse provisto en uno de los senos de una piqueta.

Al cabo de muchas vueltas y revueltas por una especie de laberinto en que cualquiera otro que Calpuc se hubiera extraviado, llegó á una gran excavacion cónica, cuya altura se perdia en las tinieblas. Aquella excavacion estaba practicada en roca viva, y aquí y allá, hasta una gran altura, se veian bocas de nuevas galerías, suspendidas sobre aquella especie de abismo.

La cortadura sobre que estaban abiertas aquellas galerías era tan perpendicular, tan tajada, que no se concebia pudiera llegarse á ellas sino por medio de grandes escalas; sin embargo, Calpuc levantó la lámpara para alumbrar una de aquellas bocas, situada á gran altura, la miró atentamente y despues se dirigió á la roca tajada, llegó á su pié, se puso el cabo de la lámpara entre los dientes y asiéndose con piés y manos á las asperezas de la roca, trepó con una agilidad y una fuerza maravillosa, como hubiera podido trepar una araña, á la oscura boca de la galería que habia examinado.

Aquella galería se extendia perdiéndose en un fondo oscuro, adelantó Calpuc, y despues de haber torcido varias veces por las sinuosidades de la mina, se detuvo en un lugar del pavimento en el cual habia tres rocas que parecian haber sido desprendidas, del techo por un accidente casual. El mejicano levantó con gran trabajo una de aquellas rocas, la removió, y en el lugar que habia dejado descubierto, cabó con la piqueta; poco despues la piqueta produjo un ruido seco y opaco, como si hubiera chocado en una tabla, y al fin quedó descubierta una como arca pequeña, que por algunos adornos tallados en su superficie, parecia haber sido construida por un artífice árabe.

Calpuc levantó aquella tapa y se vió en el interior un emboltorio de piel de gamo adobada; sacóle, le desenvolvió, y aparecieron algunos paquetes envueltos cuidadosamente en paños de seda y un legajo de papeles: el mejicano tomó primero los papeles y los guardó cuidadosamente en una ancha cartera que ocultó bajo su jubon: luego examinó por fuera cada uno de los otros paquetes, como buscando uno particular, y cuando pareció estar seguro de cuál era el que buscaba, le abrió y sacó de él… una magnífica perla vírgen, íntegra, que aun no habia sido horadada, como si acabase de salir de la concha en que se habia desarrollado.

En el paquete quedaban otras treinta perlas exactamente iguales á aquella, lo que, atendido su enorme tamaño y su igualdad, constituia un tesoro.

Calpuc guardó la perla, envolvió de nuevo cuidadosamente los paquetes en la piel de gamo, depositó aquella en el fondo del cofre, echó sobre él la tapa, le cubrió de tierra, puso de nuevo la roca sobre la tierra removida, y observó cuidadosamente si quedaba algun vestigio de la operacion que acababa de ejecutar.

Nadie que despues de esto hubiese pasado por aquella excavacion, hubiera podido sospechar que bajo una de aquellas enormes rocas, que parecian naturalmente desprendidas del techo, existia oculta una inmensa riqueza.

Calpuc desandó lo andado, llegó al borde de la gran excavacion, descendió con la misma seguridad con que habia subido, dejó la piqueta en el mismo lugar de donde la habia tomado y salió por la gruta á la montaña.

Apenas estuvo al aire libre miró al cielo que estaba diáfano y despejado.

– Aun faltan tres horas para amanecer, se dijo, y tengo tiempo bastante.

Y tomó por un sendero, entre los encinares, á buen paso.

A poco que anduvo, se encontró en un claro y delante de una casita, que á ser de dia, se hubiera visto que estaba construida con tapiales de tierra y cubierta de bálago, junto á la cual pasaba un ruidoso arroyo que fecunda un pequeño huerto plantado de hortaliza y de árboles frutales, y defendido al norte por una peña tajada.

Calpuc abrió con llave la puerta y penetró en la casa: el espacio en que entró estaba oscuro, pero al fondo de él se percibía un escaso resplandor á través de una puerta entreabierta.

El rey del desierto se encaminó á aquella puerta, la empujó, y se encontró en una pequeña habitacion muy pobre, en la que solo habia un lecho, una silla, una mesa con algunos libros, y sobre la mesa, colgada en la pared, una estampa de la vírgen de las Angustias, delante de la cual ardia una lámpara.

Calpuc se descubrió, se arrodilló delante de la estampa de la Vírgen y rezó: luego se levantó, encendió otra luz, salió de la estancia, se encaminó á un establo, donde habia un caballo fuerte y de poca alzada; le embridó, le ensilló, le sacó fuera, cerró la puerta de la casita, montó y se puso en camino.

A punto que amanecia y se abria la puerta del Rastro de Granada, llegó á ella Calpuc, dió cortésmente los buenos dias á los guardas y entró en la ciudad.

Poco despues llamaba á una pequeña puerta bajo los soportales de la plaza de Bib-Arrambla, cercana á la puerta que hoy se llama de las Orejas.

Abrióse la puerta á que habia llamado el mejicano y apareció un viejo encorvado y de semblante receloso.

– Dios os dé muy buenos dias, hermano Franz, dijo Calpuc.

– Dios os guarde señor Gaspar de Ontiveros, contestó el saludado con marcado acento extranjero.

Por lo visto, Calpuc, para encubrir su orígen, habia adoptado entre los europeos el nombre con que le habia saludado el viejo, que, á todas luces, por su nombre y por sus rasgos característicos, era aleman.

– Necesito hablaros, dijo Calpuc, y aun mas, que me deis posada por algunas horas.

El aleman abrió de par en par la puerta, y dejó paso á Calpuc que tiró de su caballo y penetró.

Entonces el aleman cerró la puerta y llamó, presentándose á poco una criada.

– Lleva este caballo á la cuadra la dijo, y di á Berta que disponga un aposento y un buen almuerzo para el señor Gaspar de Ontiveros. Venid, venid conmigo, amigo mio, puesto que quereis hablarme, y que, segun supongo, el asunto que os trae será para tratado sin testigos.

El mejicano siguió al aleman, que le introdujo en una especie de tienda, á juzgar por un mostrador alto como una muralla y algunos armarios fuertes y cerrados: la luz de la mañana penetraba allí por los postigos de una puerta defendida por candados, cerrojos y barras de hierro, lo que demostraba que en aquella tienda habia mucho que guardar.

– ¿Me traeis una de aquellas hermosas perlas que tan caras me habeis hecho pagar, amigo mio? dijo con los ojos cargados de una expresion codiciosa el viejo Franz.

– Si por cierto, una os traigo, dijo Calpuc sacando el paño de seda donde habia envuelto aquel rico producto de los mares; pero será necesario que esta me lo pagueis mejor.

El aleman tomó la perla con delicia, la examinó, fué á uno de los armarios, le abrió con una de las llaves de un haz que desprendió de la cintura, y sacó del armario una cajita de sándalo que abrió. Dentro habia otras seis perlas.

– Igual, exactamente igual, dijo, ¡esto es un prodigio! ¿Dónde diablos habeis ido á buscar estas maravillas, amigo Gaspar?

– ¿Y qué diriais si, como yo, hubierais visto juntas perlas de este tamaño, en cantidad suficiente para llenar el cajon grande de vuestro mostrador?

– ¡Poderoso Dios de Abraham! exclamó el viejo: vos debeis ser un gran personaje, señor Gaspar, cuando os desprendeis de tales riquezas.

– No pardiéz, yo soy como lo sabeis bien, un traficante de perlas y pedrería: hago de tiempo en tiempo un viaje al Nuevo-Mundo y me traigo conmigo algunas preciosidades; necesario es vivir lo mas cómodamente posible. Y aun asi cuando se arrostran un largo viaje y los peligros del mar, justo es que aspiremos á una razonable ganancia.

– Os dí por la última perla hace tres meses, mil doblones.

– No me dareis por esta menos de mil quinientos.

– ¡Poderoso Dios de Jacob! ¿y cómo quereis que yo os pague tanto dinero, cuando aun no tengo para hacer un mediano collar?

– ¿Creeis que sea fácil encontrar perlas iguales á esa?

– Lo creo imposible y me maravilla que vos las encontreis… pero aun asi…

– ¿Cuánto creeis que pagaria un rey por un hilo de tales perlas que llegase al número de cuarenta?

– ¡Oh! un tal collar seria digno de la emperatriz! ¡un tal collar costaria muchos cuentos de reales.!

– Por lo mismo, señor Franz, cada perla de esas que yo os traiga os costará mas cara, hasta el punto de que para pagarme la última, no tendreis bastante con el valor de todas las joyas que teneis en vuestros armarios.

– Traédmelas y por ese solo collar, os daré todo cuanto poseo.

– ¡Paciencia! ¡paciencia! no es fácil encontrar muchas de estas maravillas: se necesitan para ello muchos viajes. Asi, pues, dadme los mil y quinientos doblones y no hablemos mas.

– ¡Oh no! no os daré mas que los mil.

– Entonces, dijo Calpuc, recogiendo la perla, no hacemos nada.

El aleman miró ansiosamente á Calpuc.

– Pero reparad, le dijo, que hasta ahora solo me habeis traido seis.

– Por la primera solo me dísteis doscientos doblones, y esta, os lo juro por lo mas sagrado, no la poseereis ni un maravedí menos de los mil quinientos.

Era tan seguro el acento del mejicano, expresaba una resolucion tan invariable, era de tanto valor la perla, la deseaba tan ardientemente el joyero, que abrió suspirando su fuerte caja de hierro y entregó á Calpuc un bolson de cuero lleno de oro.

– Hay teneis, le dijo, justamente la cantidad que me habeis pedido: la tenia preparada para pagar un libramiento que vence hoy.

– ¡Ah! ¡un libramiento para… para el convento de luteranos de Madrid!

– ¡Callad! ¡callad! y no digais tales palabras, señor Gabriel, dijo palideciendo densamente el aleman: si alguien os oyera seria cosa de dar en las manos del Santo Oficio… ya sabeis que yo soy católico, apostólico romano, puro y neto.

– ¡Cuántos enemigos tiene España! dijo profundamente Calpuc, contando el dinero sobre el mostrador, mientras Franz guardaba cuidadosamente el cofrecillo de sándalo, al cual habia añadido una nueva perla.

– Todos los pueblos que conquistan y quieren llevar su religion, sus leyes y sus usos á otros pueblos, tienen necesariamente enemigos, dijo Franz. Si no fuera tan fuerte España…

– ¡Ay si un dia todos los enemigos de España se uniesen bajo una misma bandera! dijo Calpuc acabando de contar el dinero.

– Si, si, en efecto: los moriscos, los judíos, los flamencos, los franceses, los italianos…

– Y los hijos de América, dijo profundamente Calpuc.

– Pues vos pareceis bastante rico, y gastais de tal manera las gruesas cantidades que os he dado en menos de un año, que bien podria creerse…

– Callad, callad, no nos oiga la Inquisicion; ni vos sois luterano ni yo intento nada contra España; vos pagais libranzas de mil quinientos doblones, porque sois mercader, y yo, porque tambien lo soy, vendo perlas y diamantes: nada mas natural, añadió el rey del desierto, levantándose y encubriendo el talego con el capotillo. Ahora, como tengo que hacer dentro de poco, tened la bondad de mandar que me den el almuerzo.

Franz y Calpuc salieron de la tienda y se perdieron en el interior de la casa.

Los monfíes de las Alpujarras

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