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PRIMERA PARTE.
LOS AMORES DE YAYE
CAPITULO VI.
En que se presentan nuevos é interesantes personajes

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Muy poco despues Yaye y Abd-el-Gewar, llamaban á la puerta de su casa y un esclavo les abria.

Yaye desmontó, y llevando por si mismo su caballo del diestro, mientras el esclavo conducia el de Abd-el-Gewar, atravesó el zaguan, la calle principal del jardin y metió el caballo en la caballeriza. Despues salió al jardin y lanzó una ansiosa mirada á la galería de las habitaciones de Isabel: estaban desiertas, las celosias cerradas, un profundo silencio dominaba en aquella casa.

Aquel silencio, que nada tenia de extraño atendido á que era el medio dia de uno caloroso de junio, impresionó al jóven; y es que cuando estamos predispuestos á recibir impresiones tristes, estas impresiones emanan para nosotros de todo lo que nos rodea.

– Kaib, dijo Yaye volviéndose al esclavo berberisco que les habia abierto, ¿no tienes ninguna noticia que darme?

El esclavo, que amaba al jóven, le miró tristemente.

– Ninguna, señor, dijo despues de un momento de silencio.

– ¿Durante mi ausencia no has visto á doña Isabel de Válor?

– No señor; hace dos dias, al amanecer, en las horas del calor, por la tarde, por la noche, las celosías del mirador han estado cerradas. Ni aun la he oido cantar; ya sabeis que la señora cantaba todas las noches… pues nada, señor, nada.

– ¿Con que no la has visto? ¿no ha cantado? Estará enferma acaso.

– Puede ser que lo esté, pero si lo está no guarda el lecho.

– ¿Cómo sabes eso sino la has visto?

– Os diré, señor: durante vuestra ausencia de Granada no la he visto; pero cuando ya debiais haber llegado, hace media hora, la he visto salir de su casa.

– ¡Ah! ¡y estaba triste!

– Muy triste y muy pálida, pero muy hermosa: y luego ¡iba tan bien prendida!

– ¡Bien prendida…!

– Llevaba una falda y un justillo de brocado blanco, un velo de plata y seda, y una corona de flores blancas.

Nubláronse los ojos de Yaye, zumbó un ruido sordo en sus oidos, agolpósele toda su sangre al corazon, se puso mortalmente pálido y un vértigo momentáneo, pero violento, pasó por su cabeza y cubrió su frente de sudor frio.

Necesitó apoyarse en la pared para no caer.

Su poderosa voluntad dominó al vértigo, y volviéndose al esclavo exclamó roncamente:

– Deja los caballos, y ven conmigo.

El berberisco obedeció dócil como un perro; Yaye atravesó como una exhalacion el jardin, el zaguan y la puerta, que abrió con un apresuramiento febril: luego, seguido de Kaib, se aventuró á largo paso por las estrechas, tortuosas y pendientes callejas del Albaicin.

– ¿Quién acompañaba á doña Isabel? preguntó Yaye al berberisco.

– Su hermano don Fernando, un hidalgo mal carado y como de cuarenta años, pero muy galanamente vestido, Diego el Geniz, y Pedro de Barredo, tambien vestidos de gala, dos pajes con libreas nuevas, su dueña y dos doncellas.

– ¡Ah! exclamó Yaye que todo lo adivinaba, apresurando mas el paso: ¿y no iba con ella su hermano mayor don Diego?

– No señor.

– Llevarian literas.

– Si señor, dos: en la una entraron doña Isabel y su dueña, en la otra las dos doncellas.

– ¿Y te vió doña Isabel?

– Si señor, y al verme se puso pálida, muy pálida… y me miró de una manera que sin duda queria decir: cuenta á tu señor que me has visto vestida de blanco, con corona de rosas blancas, y pálida como una muerta.

El berberisco pronunció con una profunda intencion estas palabras.

Yaye se extremeció y apretó mas el paso hasta casi correr.

No se habló una palabra mas entre amo y esclavo.

Al fin Yaye se detuvo en la calle del Agua, delante de una casa de noble apariencia, que mostraba un enorme escuson de piedra berroqueña encima de su gran puerta de roble escultada.

Yaye se lanzó á aquella puerta y asió su enorme llamador.

Pero antes de que pudiese llamar se abrió la puerta y apareció un caballero ricamente vestido de negro.

Este caballero se sorprendió al ver á Yaye, retrocedió un paso y le miró con extrañeza y aun con cuidado.

En el zaguan de aquella casa, que al abrirse la puerta habia quedado á la vista, se veia una dama que se preparaba á entrar en una litera cuando se abrió la puerta y apareció Yaye.

Al verle aquella dama que era notablemente hermosa, se detuvo, se puso densamente pálida, ahogó un grito y fijó una intensa mirada en Yaye.

La extrañeza del caballero y la palidez y la conmocion de la dama á la vista de Yaye, nos obligan á que antes de pasar adelante demos á conocer á estos dos nuevos personajes, y á algun otro mas de los que figuran en nuestra historia.

Aquella dama y aquel caballero, eran esposos.

Ella se llamaba doña Elvira de Céspedes: él don Diego de Córdoba y de Válor.

El casamiento de estos dos seres habia sido una consecuencia de consecuencias.

Doña Elvira era una dama cuya juventud parecia extremada: apenas demostraba diez y ocho años; pero nosotros sabemos por los apuntes que nos hemos visto obligados á entresacar de antiguos papeles para escribir esta verídica historia, que doña Elvira en 1546 habia cumplido veinte y tres años y que se habia casado á los diez y siete con don Diego de Córdoba y de Válor. Sabemos tambien que doña Elvira era hija del licenciado Juan de Céspedes, hidalgo por su casa y pobre por desgracias de sus padres, cuyas desgracias le habian obligado á estudiar como sopista en la universidad de Alcalá, desde la cual, concluidos sus estudios y mediante la proteccion del cardenal don fray Francisco Jimenez de Cisneros, para el cual era recomendable todo jóven de talento, aplicado y honesto en las costumbres, habia pasado á ocupar un oficio de alcalde de la Sala de Casa y Córte en la Real Audiencia de Granada.

Allí y por causa de un embrollado proceso conoció el licenciado Juan de Céspedes á una viuda hermosa, ó que se lo pareció, pero pobre, y el resultado de este conocimiento fue, que algunos meses despues el señor Juan de Céspedes, ya hombre maduro, casó con doña Irene de Avendaño que hacia mucho tiempo que habia dejado de ser una rapaza.

En 1523 doña Elvira de Céspedes y Avendaño, fue el fruto de bendicion que dió Dios á los esposos; fruto tardio de la dueña cuarentona doña Irene, que sucumbió á un parto demasiado laborioso, dejando por único consuelo al afligido alcalde de Casa y Córte una hermosísima niña.

La educacion de una hija no era lo mas á propósito para un hombre á quien habian hecho duro y abstracto la pobreza y los estudios, cualidades que se habian exacervado con el continuo ejercicio de sentenciar á horca y galeras, á todo vicho viviente que se le habia venido á las manos entre las fojas de un proceso. El licenciado Céspedes que hasta entonces nada habia encontrado grande y difícil mas que la recta aplicacion de la ley, sintió que le habia caido encima una montaña con la muerte de su esposa, que le sentenciaba por entero á la crianza de su hija.

Pero consideró que en cinco años á lo menos no urgia pensar en la educacion decisiva de doña Elvira, y contó muy prudentemente con que en aquellos cinco años se le ocurriria bien un medio de salir del atolladero.

Pero hé aquí que apenas la niña habia salido de la lactancia, se encontró el licenciado, con que, sin haberlo pretendido, el emperador y rey don Carlos V, le nombraba oidor de la Real Audiencia de Méjico, que acaba de crearse.

La obligacion de justificar el carácter de nuestro personaje, con la apreciacion de su educacion y de su vida íntima, nos pone en el caso de hacer otra digresion relativa al por qué se habia dado al licenciado Céspedes, sin que lo pretendiese, un oficio codiciadísimo, en el riñon de aquel tesoro de la corona de Castilla que se llamaba Nueva-España, oficio á que él no habia osado aspirar en sus mas insensatos sueños de ambicion.

Todo tiene su causa en este mundo: todo consistia en que el licenciado Céspedes despues de haberlo pensado y repensado durante dos años, habian encontrado que el mejor medio de procurar á su hija una educacion conveniente era darla una segunda madre.

Una vez ejecutoriada esta providencia en el censorio del alcalde de Casa y Córte, halló que para cumplirla necesitaba de todo punto casarse, para casarse tener novia, para tenerla buscarla.

Y la halló, como quien dice, debajo de la mano, en una su vecina, hija de un capitan inválido de los tercios de Italia, pobre pero honrada, sobre honrada jóven, y como complemento de conveniencias, exceptuando la pobreza, fresca y robusta.

No era hombre el licenciado Céspedes que á los cuarenta y cinco años se anduviese con telégrafos (que hoy se dice) ni con billetes, ni con otras gerzonias, diametralmente opuestas á su carácter natural, y sobre todo á su carácter judicial: asi es que, despues de haberlo maduramente decidido, se puso un dia su loba mas rica, su mejor golilla y su reluciente espadin de córte, y se presentó casa de su vecino el valiente capitan de los tercios de Italia Illan de Aponte, al que redondamente pidió su hija por esposa.

El capitan no encontró razon para echar á la calle aquella fortuna tan inesperada, que tan de rondon y tan formal se metia por las puertas de su casa.

Entonces no se contaba para nada con la voluntad de las mujeres, ya se tratase de casarlas, ya de emparedarlas en un convento. El capitan Aponte dió palabra formal de soldado honrado al alcalde de Casa y Córte, de que su hija seria su esposa.

Dióse traslado á la parte, esto es: á doña Clara, que así se llamaba la pretendida.

Esta se sobrecogió, se puso pálida y tartamudeó algunas palabras que su padre atribuyó al pudor natural de una doncella de veinte años.

El padre se engañó.

Lo que causaba el sobrecogimiento de su hija era que estaba enamorada de un mancebo noble, hermoso y rico, y comprometida con graves compromisos, de que pudiera haber dado testimonio cierto postigo situado en cierta calleja.

Ello es el caso que el amante supo que se le habia metido entre su amor y su amada, como una cuña de hierro, á la que servia de mazo la autoridad paterna, todo un alcalde de Casa y Córte.

A grandes males grandes remedios: el noble y rico mancebo, se puso su mas rico trage de brocado, su cadena de mas valía y sus mejores preseas, y acompañado de lacayo y escudero, se presentó en la casa del capitan de Italia y dejó oir en ella el aristocrático y altisonante nombre del marqués de la Guardia.

Apresuróse á recibirle el capitan. El noble marqués le dijo sin rodeos que queria ser esposo de doña Clara.

¡Ira de Dios y quien podria contar la impresion que causaron estas palabras en el honrado veterano! Levantóse delante de él como una horrenda fantasma la palabra que habia dado al alcalde de Casa y Córte, porque, al fin, teniendo para su hija un marqués jóven y poderoso, era indudablemente una desgracia tenerse que contentar con un golilla, ya casi viejo, casi pobre y mas de un casi feo.

El capitan tardó quince minutos en contestar; al fin haciendo un esfuerzo y tragando saliva, dijo que tenia empeñada su palabra, y que no faltaria á su palabra por nada del mundo.

El marqués iba preparado á esta respuesta y la contestó sin detenerse un punto.

– Vos no os habreis comprometido á casar vuestra hija sino en España.

Miró con asombro el capitan al marqués porque no le comprendia.

– Quiero decir que si ese hombre á quien habeis dado vuestra palabra se viese obligado á pasar los mares y á llevarse vuestra hija…

– Indudablemente, esa circunstancia me dejaría en libertad, dijo el señor Illan.

– Pues os juro que quedareis libre… solo os pido.

– ¿Qué…?

– Que dilateis con cualquier pretexto el casamiento de vuestra hija durante quince dias, solos quince dias, y que guardeis un profundo secreto acerca de nuestra vista.

El capitan lo prometió solemnemente: esto era una especie de conspiracion contra el alcalde de Casa y Córte: una traicion, pensando severamente; pero el caso era cubrir las apariencias, y sobre todo se trataba de un golilla, de uno de esos hombres que estan tan acostumbrados y tan prácticos para buscar callejuelas á la ley.

El alcalde era tratado en su propio terreno y con sus propias armas.

El marqués escribió aquel mismo dia á un su amigo de la córte, hombre poderoso y muy privado de los privados del emperador; á su carta acompañaba un libramiento de buena ley de mil ducados.

A los doce dias, sin saber cómo ni por donde, el alcalde de Casa y Córte recibió una provision de oficio de oidor de la Real Audiencia de Méjico.

En los primeros momentos de júbilo el licenciado Céspedes se trasladó provision en mano casa de su futuro suegro.

Pero este con gran asombro suyo le dijo gravemente:

– ¿Y pensais aceptar, señor Juan de Céspedes?

– ¡Que si pienso aceptar! exclamó con extrañeza el alcalde: pues decidme: ¿qué harías vos si os nombrasen virey de Méjico ó de Santiago de Cuba?

– Aceptaria con toda mi alma: ya lo creo.

– Pues ved ahí que con toda mi alma acepto yo.

– Pues en ese caso… dijo con una verdadera turbacion el capitan, en ese caso, yo os retiro la palabra que os he dado.

La turbacion del capitan consistia en que el buen hidalgo no habia ejecutado nunca dobles papeles y le repugnaba la intriga.

– ¡Qué… me retirais vuestra palabra!.. es decir, ¿cuando puedo acumular sin ofender á Dios ni á la justicia grandes riquezas? exclamó el alcalde poniéndose pálido.

– No son las riquezas las que me mueven… dijo balbuceando de nuevo el capitan, porque le repugnaba la mentira tanto como la intriga, pero yo habia contado con que no saldríais de España: bien sabeis, puesto que sois jurista, que no podríais obligar á vuestra mujer á que se embarcase.

– ¿Con que es decir?..

– Que ó renunciais á ese oficio de oidor, ó á mi hija.

Meditó algunos segundos el alcalde.

– No puedo renunciar, dijo, una fortuna que Dios me envia… si yo fuera solo… pero tengo una hija.

– ¿Cómo que teneis una hija?

– Sí señor, una hija de mi difunta esposa…

– ¡Sois viudo!..

– Ciertamente…

– Hé aquí otra circunstancia que me dispensa de mi palabra… nada de vuestra viudez ni de vuestra hija me habíais dicho.

– Pero lo sabe todo el barrio…

– Pues ved ahí, yo no lo sabia.

– Decididamente…

– Yo no he dado mi palabra ni á un viudo con hijos, ni á un oidor de las Indias.

– Estais en vuestro derecho, dijo roncamente el alcalde de Casa y Córte, ó mejor dicho, el oidor de la Real Audiencia de Méjico. Y así, adios, señor capitan Aponte.

– ¿Quedamos, pues, recíprocamente libres?

– De todo punto. Podeis casar á vuestra hija con quien mas os convenga.

Separáronse, pues, de una manera ruda.

Ocho dias despues, doña Clara de Aponte era marquesa de la Guardia.

El señor Juan de Céspedes comprendió entonces por qué le habian hecho oidor sin solicitarlo.

Ocho dias despues de haber sido elevada á marquesa doña Clara, el presidente de la chancilleria de Granada llamó al señor Juan de Céspedes.

– Señor licenciado, le dijo, siento daros una mala noticia.

Juan de Céspedes solo contestó poniéndose pálido.

– Se me encarga de órden de S. M. Cesárea, que os recoja la provision de oidor de la Real Audiencia de Méjico, que no puede llevarse á efecto… porque os la han enviado por una equivocacion.

Juan de Céspedes comprendió entonces que habia sido burlado.

Esto consistia, no en que el marqués de la Guardia hubiese influido para aquella segunda peripecia, sino en que los mil ducados enviados á la córte, habian sido bastantes para que en las secretarías de Estado se hiciese aquella infame farsa, sorprendiendo el ánimo del emperador; pero no bastaban, de ningun modo, para comprar un oficio tal como el de oidor en Indias, que entonces era considerado como una mina de oro.

Juan de Céspedes enfermó de rabia y de dolor porque ya se habia consentido y aun infatuado con su carácter de oidor.

La enfermedad concluyó pronto, pero concluyó en la tumba.

Doña Elvira quedó enteramente huérfana.

El marqués de la Guardia, que era un calavera capaz de jugar una sangrienta pasada al mismo diablo, y que solo se habia casado con doña Clara, porque todos los hombres tienen un cuarto de hora en que se casan, no era por esto infame. Sintió que su burla al pobre alcalde hubiese tenido tan negro desenlace, encontró bajo aquella burla una pobre huérfana, sin mas amparo que la caridad pública, y reconoció como un deber el protegerla.

Sin embargo, su proteccion no fue muy espléndida. Se fué al párroco, y en confesion le entregó por una parte seiscientos cincuenta ducados que debian servir para atender á la manutencion, vestido y educacion de doña Elvira en un convento, durante trece años, esto es, hasta que cumpliese los diez y seis, á razon de cincuenta escudos por año: y por otra mil ducados, que debian servirla de dote, ya eligiese el claustro ó el matrimonio.

La huerfanita fue llevada por el párroco al convento de santa Isabel la Real.

Doña Elvira, pues, se habia educado en un convento.

Pero no es en un convento donde mejor puede educarse á una jóven.

Mimaron las buenas madres á doña Elvira, y doña Elvira se hizo voluntariosa.

Enseñáronla á leer y escribir y un poco de latin, con el objeto de hacerla monja.

Como educacion de adorno, enseñáronla á cantar monjunamente y á hacer dulces y flores.

La halagaron, y la hicieron soberbia.

La llamaron hermosa, y la llenaron de vanidad.

Habláronla mal del mundo para que renunciase á él, y doña Elvira ansió conocer una cosa tan mala.

A los diez y seis años, el deseo de respirar otro aire que el contenido en las paredes del convento, fue para doña Elvira una necesidad.

Los deseos comprimidos son los mas fuertes, los mas tenaces.

Doña Elvira era alta, esbelta, con cabellos semejantes á sedosas hebras de oro, frente cándida y pura, ojos celestes como el cielo, y sonrisa aseñorada, aunque un tanto altiva y amarga.

Era, pues, una dama, en toda la extension de la frase, y á mas de esto hermosa á maravilla.

La habian dejado espejo, y doña Elvira, despues de haber visto en el espejo su hermosura, la habia comparado con el aspecto de las buenas madres, y las habia encontrado pálidas, verdinegras, con ojos hundidos, bocas lívidas, feas cuanto puede ser fea una mujer que se ha agostado robada á la naturaleza y al amor: aquellas mujeres, alguna de las cuales habia sido una flor, se habian transformado en ortigas: doña Elvira se punzaba dolorosamente á su contacto, y acabó por aborrecerlas: pero obligada á mostrarse con ellas dulce y cariñosa, habia contraido otro terrible defecto: se habia hecho hipócrita, falsa, intencionada.

La horrorizaba pronunciar unos votos que debian ligarla por toda la vida á aquellas mujeres, incrustarla, por decirlo asi, en aquel claustro del que no debia salir ni aun despues de muerta, una vez pronunciados sus votos, y á pesar de esto, se mostraba dispuesta á ser monja.

Pero á lo que en verdad estaba predispuesta doña Elvira, era á arrostrar cualquier locura, por trascendental que fuese, á trueque de escapar de aquel ataud de vivos.

Como vemos, las consecuencias de la burla hecha al alcaide de Casa y Córte, Juan de Céspedes, por el marqués de la Guardia, continuaban; porque las consecuencias de una falta, mejor dicho, de un crímen son interminables, incalculables.

Aquella burla habia causado la muerte del padre.

Acaso las consecuencias de aquella burla, que eran la burla misma, debian causar tambien la desgracia de la hija y un infinito número de crímenes.

Porque un crímen sembrado en el mundo, da generalmente un fruto de ciento por uno.

Un dia, una parienta de la abadesa se presento en el locutorio. La abadesa, aficionadísima como todas las monjas á lucir las flores del convento, llevó consigo al locutorio á doña Elvira.

Pero la parienta de la abadesa no estaba sola; la acompañaba un jóven caballero, que iba á informarse de las condiciones bajo las cuales podria habitar algun tiempo en el convento, durante una ausencia de sus hermanos, una huérfana hermana suya.

Aquel caballero era don Diego de Córdoba y de Válor, que á la sazon contaba veinte y seis años.

Don Diego de Córdoba y de Válor, era un morisco convertido, hombre de gran calidad y riqueza; subiendo por el altivo tronco de su árbol genealógico, se llegaba á los califas Omniades de Córdoba, á los de Damasco, y por último á la familia del Profeta, del cual descendia por la madre de aquel hombre extraordinario, conocida entre los musulmanes bajo el nombre de Fatimah, la santa: inútil es decir que poseedor legítimo del voluminoso rollo de pergaminos, que tan esclarecida genealogía justificaban, don Diego de Córdoba era orgulloso cuanto puede serlo una criatura humana, y tenia mucho del aspecto dominador y de la palabra breve y despótica que parecia haber recibido como un legado de raza de sus cien regios ascendientes: pero era por cierto gran lástima que á tal aprecio de si mismo, á tal soberbia, no hubiese reunido don Diego las grandes virtudes que han solido resplandecer, formando la parte luminosa de su carácter, en muchos de los tremendos reyes, de cuyos nombres está llena la historia de la humanidad esclavizada. Don Diego era valiente, pero no con el valor espontáneo entusiasta y leal de los héroes: el valor de don Diego, rayando siempre en la ferocidad y siempre conducido por una intencion dañina y desleal, era, preciso es decirlo, el valor del bandido. Era espléndido y generoso, pero jamás estas prendas produjeron una buena accion: tiraba su dinero con la misma indiferencia con que se arroja lo que nada vale; jugaba y perdia sumas enormes sin alterarse ni entristecerse, y del mismo modo sin afan ni alegría, las ganaba; favorecia á todo el que á él se acercaba, ó por mejor decir, á todo el que por su vida escandalosa y aventurera y por sus libres costumbres, habia adquirido la funesta nombradía de camorrista, burlador, taur ó maton; gustábanle á perder esa clase de hombres audaces que viven descuidadamente sobre el país y sobre el presente, sin meterse á considerar quienes eran, de donde venian ni á donde iban: los lugares de su mas asídua asistencia eran los garitos, las mancebías y las tabernas, en las que se entraba sin pudor alguno á la luz del sol, y delante de las gentes, con la frente alta y como desafiando á la opinion pública; en nada invertia con mas placer su dinero que en corromper la virtud de las mujeres, produciendo la vergüenza ó la desesperacion de un padre, de un esposo ó de un amante; sus mancebas, de las cuales tenia á un tiempo un número escandaloso, ostentaban un fausto insolente y despues de algun tiempo, abandonadas y corrompidas, iban á aumentar con sus vicios la hedionda corriente de cieno que de tal manera inficionó las costumbres de España en el siglo XVI.

Tal era el primer hombre del mundo que veia ante sí doña Elvira de Céspedes, y decimos del mundo por que su confesor, el capellan, el sacristan y el andadero de las monjas, á quienes veia todos los dias, eran hombres del claustro, y viejos, feos, sucios, en contraposicion de don Diego de Válor, que era jóven, hermoso, de mirada audaz, gallardo y riquísimamente vestido.

Don Diego en efecto tenia, como sabemos, una hermana: doña Isabel, y ademas un hermano menor llamado don Fernando.

Su padre, Muley Mahomad-ebn-Omeya, uno de los walies de Granada que mas se distinguieron en su juventud en la conquista, habia pasado al servicio de los Reyes Católicos, se habia convertido bajo el nombre de don Juan de Córdoba y de Válor, recibiendo en premio una carta de nobleza y el amayorazgamiento de sus bienes con el título de señor de Válor, y habia casado, por último, y siendo ya hombre de cierta edad, con una morisca parienta suya llamada Inés de Rojas.

Esta le habia dado sucesivamente dos hijos y una hija, poco despues de lo cual murió don Juan, dejando su mayorazgo y su título á Don Diego, y la curaduría de sus tres hijos á su esposa doña Inés.

Murió esta años adelante, y dejó la tutela de sus hermanos menores á don Diego.

Parecia, pues, que este iba legítimamente á tratar de la entrada de su hermana doña Isabel en el convento.

Pero no pensaba ciertamente en ello; era un pretexto: don Diego habia sabido por el marqués de la Guardia, hombre ya machucho, el mismo de la burla que mató al padre de doña Elvira, su grande amigo, tan disipado como él y tan tremendo calavera, aquella historia de desdichas, la existencia de doña Elvira en el convento de santa Isabel y la fama de su hermosura.

¿Cómo el marqués de la Guardia no habia visitado nunca á doña Elvira?

La razon era muy sencilla: al procurarla medios de subsistencia, al dotarla, solo habia pensado en reparar de algun modo una falta: habia buscado un eclesiástico: le habia entregado como fidei comiso y bajo confesion aquel dinero, y despues se habia ausentado de Granada con su esposa.

Durante muchos años anduvo vagando por España é Italia, gastando gentilmente sus rentas, hasta 1539, en que murió su esposa y se volvió á Granada viudo y sin hijos, entregándose desde entonces con toda libertad á los excesos del otoño del calavera, que es la época mas azarosa de la vida de esta clase de gentes, y durante la cual hacen mas daño á la sociedad, sobre todo cuando son tan ricos y tan audaces como el marqués de la Guardia.

Don Diego de Córdoba era una especie de astro entre cierta clase de gentes en Granada y como el marqués de la Guardia por propension y por costumbre se fué á buscar aquella clase de gente encontráronse un dia los dos astros girando en una misma órbita.

Cuando dos hombres de este jaez se encuentran, sucede irremisiblemente una de estas dos cosas: ó se chocan duramente y se matan, ó se unen y se hacen camaradas de libertinage.

Esto ultimo aconteció al encontrarse don Diego y el marqués de la Guardia: el segundo casi doblaba la edad al primero; pero por lo demás en cuanto á fortuna, conducta y aficiones eran iguales.

Durante dos años fueron en Granada una epidemia social; una de esas pústulas crónicas y malignas que solo se curan á yerro ó á fuego.

A principios de 1541 y cuando una noche el marqués se preparaba para salir á una aventura galante, se encontró en su casa con un humilde acólito que le entregó de parte del cura de la parroquia de san Luis, un papel en que bajo una enorme cruz se leian estas breves y solemnes palabras.

«Señor marqués de la Guardia: en este momento me hallo próximo á rendir el alma al Criador. Hace trece años me entregásteis, bajo confesion, cierta suma, mediante la cual debia educarse en un convento y dotarse, llegada que fuese á los diez y seis años, una pobre huérfana. He cumplido como debia el encargo de vuecelencia; pero estando próximo á morir, habiendo llegado la época en que doña Elvira entre en el claustro como religiosa ó vuelva al mundo, un grave deber de conciencia me obliga á suplicaros que vengais á verme al momento. El dador os guiará. Guarde Dios á vuecelencia. De mi lecho de muerte á 16 dias del mes de enero, año de nuestro Señor de 1541. – El licenciado Pero Ponce.»

Dió dos vueltas el marqués á la carta, quedóse pensativo y no sabemos por qué presentimiento vago, renunció á su aventura y se decidió á ir á la cita que se le pedia á nombre de una jóven de diez y seis años que casi podia llamarse su ahijada.

Siguió al acólito y muy pronto estuvo frente al lecho del moribundo.

– Vos por un capricho, por una locura de jóven, le dijo el párroco de san Luis, á las pocas palabras que hablaron, causásteis la muerte del padre, no causeis, señor, por impremeditacion la pérdida de la hija: doña Elvira no ha nacido para el claustro; si abandonada y desesperada profesa, blasfemará, perderá su alma; si sale del convento sin el apoyo de una persona que la ame, que la proteja, se perderá porque es hermosa; pero aun es tiempo, velad por ella, salvadla: no está pervertida, tiene un corazon ardiente, impresionable… vos, señor, que aun sois jóven, que aun podeis haceros amar, ¿por qué no embelleceis el otoño de vuestra vida con el amor de esa niña haciéndola vuestra esposa?

– ¿En qué convento vive? dijo profundamente pensativo el marqués.

– En el de santa Isabel la Real.

– ¿Y decis que es hermosa y digna de un caballero?

– Os lo juro, señor, y os digo mas: la amo como á una hija y no moriré tranquilo sino me jurais que vos, que hoy sois su padre adoptivo, la amparareis.

– Esa jóven corre por mi cuenta, dijo el marqués pronunciando estas vulgares palabras de tan ambiguo sentido con una entonacion singular.

– ¿Quereis que os nombre su tutor en mi testamento? ¿quereis que os dé un testimonio de lo que habeis hecho por ella?

– No, no, de ningun modo, no quiero que sepa que yo he hecho nada por ella.

– ¡Oh! ¡que generoso sois señor! Dios os bendiga.

– Dejad la tutela de esa jóven á la abadesa.

– Lo haré así.

– Y ahora ved si os queda algo que satisfacer en el mundo para que yo lo satisfaga por vos.

– ¡Ah! no señor; desgraciadamente quedé huérfano y sin pariente alguno muy jóven; he vivido consagrado á mi ministerio y nada tengo que hacer mas que legar la mitad de mis cortos ahorros á los pobres, la otra mitad á doña Elvira, á doña Elvira que es mi corazon, señor, añadió el buen sacerdote mirando de una manera anhelante al marqués.

– Descuidad, descuidad en mí, señor licenciado; si Dios ha dispuesto que murais, morid tranquilo: si en mí consiste doña Elvira será feliz.

– ¡Oh! ¡gracias, gracias! ¡ahora dejad que os bendiga!

El marqués mas por costumbre que por veneracion, dobló una rodilla y el sacerdote bendijo con mano trémula y moribunda aquella cabeza llena de vacios pensamientos, que en aquel mismo punto agitaba algo horrible dentro de sí respecto á la pobre huérfana, que era tan jóven y tan hermosa.

El marqués de la Guardia, pues, no habia sabido hasta entonces el paradero de la hija de Juan de Céspedes y por lo tanto no habia podido visitarla.

Aquella misma noche en uno de los lugares escéntricos en que se encontraban todos los dias el marqués de la Guardia y don Diego de Válor, frente á frente y vaso en mano, hablaban con la mayor irreverencia del mundo, del legado que habia dejado el párroco de san Luis al marqués.

– Pero formalmente don Gabriel, decia al marqués que así se llamaba, don Diego, ¿estais resuelto á hacer dichosa á esa muchacha?

– ¿Y por qué no? dijo don Gabriel Coloma, que este era el apellido del noble marqués, aun no he cumplido cuarenta años; paso aun entre los buenos galanes sin que las damas reparen en la diferencia, y, sobre todo, esa aventura tiene para mí un encanto misterioso, un no sé qué seductor; decididamente, mañana voy al convento, pasado mañana la saco, al dia siguiente…

– ¿Qué la sacais? ¿creeis que ella se prestará á huir con vos?

– ¡Huir! la sacaré con los derechos que me asisten.

– ¡Los derechos! indudablemente los teneis: pero nadie los conoce mas que el cura de san Luis, y ha muerto.

– ¡Diablo! ¡es verdad!

– De modo que para doña Elvira sois un desconocido como otro cualquiera.

– ¡Diablo! ¡diablo!

– Y como supongo que no os querreis casar con ella…

– ¡Por Cristo vivo! hartos sinsabores me dió mi difunta, para que yo piense en casarme de nuevo… la haré mi querida.

– ¡Ah! dijo don Diego; pero se me figura…

– ¿Qué?

– Que si habeis de contar con doña Elvira para que abandone por vos el convento, empresa acometeis.

Picóse el orgullo de don Gabriel Coloma, que aun se creía, recordando sus buenos tiempos y fiando demasiado en el éxito que le procuraban sus doblones entre las mujeres, un seductor irresistible.

– ¿Quereis que hagamos una cosa, don Diego? dijo.

– ¿Qué cosa?

– Una apuesta.

– ¿A propósito de qué?..

– Acometamos los dos esta empresa.

– Acepto.

– Vos no conoceis á Doña Elvira mas que lo que la conozco yo. Como yo sabeis que está en el convento de santa Isabel la Real, que es huérfana, que está bajo la tutela de la abadesa.

– Muy bien: ¿y qué apostamos?

– Vuestro caballo Infante, contra mi yegua Niña.

– Es decir que si os gano, me quedo con vuestra protegida y con vuestra yegua.

– Cabalmente.

– Determinemos la apuesta.

– El que saque del convento legítimamente ó no á doña Elvira, en una palabra, el que sea preferido por ella, gana.

– Aceptado.

– ¿En cuánto tiempo?

– En quince dias, dijo don Diego de Válor.

– Sea en quince dias.

– Ademas hagamos otra apuesta, dijo don Diego, que era muy previsor.

– ¿Cuál?

– Podrá suceder que para sacar á doña Elvira del convento sea necesario casarse con ella.

– ¡Diablo!

– Yo lo preveo todo: una vez empeñados, no repararemos en nada, y como es hidalga y hermosa, y entrambos estamos libres… ¿quién sabe?..

– Teneis razon.

– En el caso que vos ganárais, don Gabriel, ya sea que ella se vaya con vos, ya que os caseis con ella, podeis tener por seguro que yo procuraré soplaros la dama ó la mujer.

– Lo mismo procuraré yo, don Diego, si la suerte os favorece.

– Determinemos aun mas: si solo es querida de uno de los dos, la apuesta será vuestro coselete de Milan cincelado, contra la magnífica espada de Damasco que he heredado yo de mis abuelos y que tanto os agrada.

– Sea.

– Pero si doña Elvira fuese esposa de uno de los dos…

– Entonces, don Diego, tenemos apostada la vida á estocadas.

– Me habeis comprendido.

Los dos calaveras se estrecharon las manos, apuraron los vasos y no volvieron á hablar de aquel asunto.

Cuando se separaron, don Diego recordó que tenia una parienta amiga de la abadesa de santa Isabel la Real; fuése á su casa muy temprano, á la hora en que la buena señora oia su misa cotidiana, y la expuso la necesidad que tenia de depositar por algun tiempo á su hermana doña Isabel en un convento.

La anciana parienta se prestó y despues de la misa fueron al locutorio.

La casualidad favoreció á don Diego.

Como sabemos, la abadesa llevó consigo al locutorio á doña Elvira.

Vióse esta mirada por la primera vez de una manera ardiente; vió tambien por la primera vez de su vida á un hombre que era casi tan hermoso como ella, y se enamoró.

Don Diego, por su parte, se enamoró tambien.

Aquella misma tarde el andadero del convento tuvo medio de poner en las manos de doña Elvira una carta de don Diego.

Aquella carta encerraba las primeras palabras de amor que se habian dirigido por un hombre á doña Elvira.

Esta, sin embargo, no contestó.

Al dia siguiente la abadesa llamó á su celda á doña Elvira, y la dijo toda trémula y asustada que el marqués de la Guardia la pedia por esposa.

Doña Elvira dijo que no conocia al marqués, y que no pensaba casarse con él.

Aquella tarde el andadero dió á doña Elvira dos cartas: la una era de don Diego de Válor, la otra del marqués.

La jóven entregó esta última rasgada al andadero para que la devolviese á don Gabriel Coloma, y otra cerrada para don Diego de Válor.

Esta última decia únicamente:

«Caballero: el señor marqués de la Guardia, á quien no conozco, ha pedido á la madre abadesa mi mano. Vos decís que me amais, ¿por qué no haceis lo mismo? – Elvira de Céspedes.»

Don Diego se habia enamorado perdidamente de doña Elvira, y habia comprendido á la primera ojeada que la jóven no saldria del convento sino por la puerta del matrimonio.

Esta certidumbre dió por resultado que dos dias despues la abadesa llamase de nuevo á doña Elvira á su celda y que la dijese muy tranquila, por qué su primera negativa á una demanda de matrimonio la habia hecho creer en la vocacion de la jóven al claustro, que don Diego de Córdoba y de Válor la pretendia por esposa.

Doña Elvira, con gran terror y sentimiento de la abadesa, contestó poniéndose encendida como una guinda:

– Decid á ese caballero, que le acepto por esposo.

Ocho dias despues el marqués de la Guardia envió con un escudero suyo á don Diego de Válor su yegua Niña, enjaezada con un caparazon de brocado azul, cabezon, cincha y pretal de lo mismo, y freno y estriberas de plata cincelada.

A mas de esto, en el caparazon, y dentro de ricas fundas iban dos magníficas pistolas cargadas.

– Comprendo: dijo para sí don Diego de Válor al ver las pistolas, y al reparar que iban cargadas: he ganado la primera apuesta casándome con doña Elvira, y estamos empeñados en la segunda: veremos quien á quien.

Por su parte el marqués habia dicho al poner las pistolas en el caparazon:

– Le he criado, como quien dice, la novia, se la he dotado, le pago con mi mejor vicho una apuesta perdida… mil doscientos cincuenta ducados por una parte… mil trescientos valor de la yegua, por otra… dos mil los jaeces y las pistolas… cuatro mil seiscientos cincuenta ducados en suma… pues señor, es preciso que yo me cobre de todo esto en su mujer.

Como vemos, las consecuencias de la burla hecha por el marqués al difunto padre de doña Elvira, continuaban en una progresion horrible.

Una vez casada se reveló el verdadero carácter de doña Elvira.

Era una mujer altiva y dura, y al poco tiempo de casada, apenas lanzada la influencia del convento, á las primeras lecciones recibidas del mundo, se convirtió en una de esas personas que todo lo calculan bajo el influjo de la mas descarnada razon; no amaba á don Diego: habíase casado únicamente con él para salir del convento, que la horrorizaba, pero como jamás habia amado no se habia visto obligada á hacer ningun sacrificio: ella era extremadamente hermosa y estaba muy pagada de sí misma; pero en cambio don Diego era un mancebo hermosísimo, que sino interesaba su corazon conmovia sus sentidos; en una palabra, aunque el alma de doña Elvira no acogia á don Diego, sus deseos la arrastraban á él: los primeros meses, pues, del matrimonio de estos dos seres tan semejantes entre sí, que nunca debieron haberse casado, fueron un continuo delirio. Pero no era don Diego hombre á quien pudiesen fijar, apartándole de sus viciosas inclinaciones, la virtud, la hermosura y las candentes caricias de una mujer tal como doña Elvira: paso á paso don Diego fue volviendo á su antigua vida, y como jamás se habia recatado del mundo, no se recató de su esposa: la altiva doña Elvira no era mujer que mirase sin un ardiente deseo de venganza la ofensa hecha á su hermosura, á su orgullo: desapareció enteramente el amor material que le habia inspirado don Diego, y solo pensó en vengarse: una herida en el orgullo se paga con otra herida semejante: doña Elvira dejó de ser la hasta entonces honesta y malcarada dueña, y tuvo sonrisas para adoradores que ya habian desesperado, no solo de obtenerla sino aun de ser mirados sin enojo: entre ellos el marqués de la Guardia se habia dado por vencido y habia dicho á don Diego á los tres años despues de su casamiento:

– Amigo mio: podeis llamaros feliz: apostamos á bulto sin conocerla acerca de doña Elvira, y encontrásteis en ella una niña hermosísima de quien os hicísteis amar: me ganásteis pues, la primera apuesta: la hermosa jóven ha sido y es una mujer fuerte: aunque la dais mala vida, os ama y guarda vuestro honor, á pesar de que, sin contar conmigo, que la he pretendido de mil maneras, la han rodeado los galanes mas peligrosos. He perdido mi segunda apuesta y vuestro es mi coselete de Milan. Sin embargo no lo siento; vuestra mujer me ha dado el ejemplo de las mujeres santas en el matrimonio, y yo voy á buscar otra semejante, por mejor decir la he encontrado ya: os convido, pues, á mi segunda boda dentro de ocho dias. Llevad con vos á vuestra mujer.

Y el marqués y don Diego se estrecharon las manos y bebieron como el dia en que habian hecho la apuesta.

Doña Elvira á pesar de su orgullo ofendido y de su determinacion de tomar en el honor de su esposo unas terribles represalias, nada hizo que pudiera ofender á la honra de don Diego.

Es cierto que durante algunos dias coqueteó y estuvo comunicativa, risueña y amable con mas de un enamorado; pero de repente, volvió á su antigua austeridad, ó como podriamos decir valiéndonos de una figura: el sol de sus favores se ocultó de nuevo tras una sombría nube.

¿Consistia esto en que doña Elvira comprendiese que las mayores faltas en un marido, los mas crueles tratamientos, las mas profundas heridas en el corazon y en la vanidad, no autorizan á la esposa para ser adúltera?

No por cierto: esto consistia en que doña Elvira era mujer, en que como mujer estaba propensa á amar, y en que el hielo que cubria su corazon se habia disuelto bajo el intenso fuego de su amor hácia un hombre.

Doña Elvira amaba con toda la violencia de su carácter voluntarioso: pero bajo un profundo disimulo, mejor diremos hipocresía, habia guardado aquel amor que nadie, ni aun el mismo objeto amado habia llegado á conocer.

Vamos á decir á nuestros lectores quien era el objeto de aquel amor.

Por el mismo tiempo que el desenfreno y el libertinaje de don Diego, habian impulsado á doña Elvira á una resolucion desesperada, conoció al hombre que debia fijar su destino.

Un dia le habia visto en misa en la colegiata de San Salvador: era un jóven como de diez y nueve á veinte años, pero ya perfectamente formado, blanco pálido, de frente noble y pensadora, y ojos negros y profundamente melancólicos.

Se habian encontrado en la pila del agua bendita: luego hizo la casualidad, causadora de tantas desdichas, que se encontraran colocados frente á frente en los escaños.

Aquel dia puede decirse que doña Elvira no oyó misa; el jóven por su parte no mostró tampoco mucha devocion, pero no fue doña Elvira la causa: ni una sola vez la habia mirado, á pesar de que doña Elvira era una mujer demasiado notable por su hermosura, para que no se reparase en ella.

La indiferencia es uno de los medios mas eficaces que pueden emplearse para la conquista de ciertas mujeres: cuando la indiferencia es verdadera, la mujer que de tal modo se contempla impotente acaba por contraer una pasion incalculable por el hombre á quien de tal modo es indiferente. Una fea suele resignarse por que comprende la causa de aquella indiferencia: á una hermosa infatuada con su hermosura, como lo estaba doña Elvira, acostumbrada á ser adorada por todos, la indiferencia del hombre á quien ama la vuelve loca.

Doña Elvira vió durante tres años, pero siempre en la estacion del verano, al indiferente jóven en la misa de doce de la iglesia del Salvador: siempre habia notado la misma indiferencia en él, y estaba resuelta á romper por todo, cuando al abrir su marido la puerta de su casa para asistir al casamiento de su hermana doña Isabel le encontró en el dintel.

Porque el hombre de quien tan locamente enamorada estaba doña Elvira, era Yaye ebn-Al-Hhamar.

Esto esplica por qué una palidez profunda cubrió al verle el rostro de doña Elvira: veamos ahora en que consistia la estrañeza y aun el temor que se habia pintado en el rostro de don Diego al ver á Yaye.

Don Diego sabia, porque no podia menos de saberlo, puesto que por el matrimonio con su tia doña Ana habia emparentado con su familia Yuzuf, que este, emir de los monfíes, embreñado en las Alpujarras y dueño de la fuerza, tenía adquiridos derechos á la corona de Granada.

Sabia además, lo que Yuzuf no habia tenido ocasion de decir á Yaye, esto es que el casamiento de Yuzuf con doña Ana de Córdoba y de Válor habia sido una verdadera alianza, una refundicion de derechos.

Su padre don Juan de Válor habia estipulado solemnemente con Yuzuf que si de su casamiento con doña Ana tenia un hijo, este hijo casaria con una hija de los Válor, ó viceversa que, si cuando el hijo ó la hija de Yuzuf y de Ana llegasen á la edad de contraer matrimonio, no pudiese este efectuarse por carencia de varon ó de hembra hija ó nieta de don Juan, en la familia, el pacto quedaría roto, y cada familia de por sí, la de los Al-Hhamar y la de los Beni-Omeyas podrian cuestionar su derecho.

Ahora bien: don Juan de Válor, hermano de doña Ana, habia tenido dos hijos y una hija: don Diego, don Fernando y doña Isabel: Yuzuf al-Hhamar habia tenido un hijo: Yaye; don Juan de Válor y Yuzuf, habian contratado solemnemente el matrimonio de doña Isabel con Yaye, y al morir don Juan habia encargado expresamente en su testamento á su hijo primogénito don Diego que procurase por cuantos medios estuviesen á su alcance, cumplir aquel contrato matrimonial.

Don Diego habia quedado al frente de la casa como tutor de sus hermanos: al casarse con doña Elvira, por amor á su hermana doña Isabel no quiso que viviese á su lado bajo la férula de su esposa. Puso casa á parte y dejó en el solar paterno á doña Isabel al amparo de su hermano don Fernando, aun soltero, y bajo la guarda de una respetable dueña.

Todos los años en las largas temporadas que Yuzuf pasaba en Granada, guardando todas las apariencias de un morisco convertido, don Diego comunicaba con él: hablaban como individuos de una misma familia, de las esperanzas de recobrar la perdida libertad, de sus proyectos domésticos y entre ellos del matrimonio concertado entre Yaye y su hermana doña Isabel.

Don Diego no conocia á su primo: siempre que espresaba á Yuzuf el deseo de conocerle, Yuzuf le contestaba:

– Cuando yo haya puesto mi corona sobre la frente de mi hijo, y tu hermana haya sido su esposa, le conoceras.

Don Diego se veia obligado á satisfacer con estas palabras brevísimas del inexorable anciano su curiosidad por conocer á su primo.

Pero aconteció que un dia Yuzuf compró en el barrio del Zenete de Granada una hermosa casa que lindaba con la en que vivia doña Isabel. Aquella casa fue suntuosamente alhajada y un mes despues fueron á vivir á ella un anciano y un jóven.

El anciano era Abd-el-Gewar, y don Diego le conocia como uno de los servidores mas allegados del emir; el jóven era Yaye, pero don Diego no le conocia.

La circunstancia de ser Abd-el-Gewar ayo de Yaye, la frecuencia con que entraba en la casa Yuzuf y el extremado amor con que trataba al jóven, hicieron sospechar á don Diego si Yaye era hijo del emir.

Pero prudente como se lo aconsejaba la reserva del anciano, guardó sus sospechas y solo se redujo á observar si aquella mudanza tan cerca de su casa, tendria por objeto el que los dos jóvenes se conociesen y se amasen espontáneamente antes de saber que estaban destinados desde antes de su nacimiento el uno para el otro.

Don Diego observó que Abd-el-Gewar y Yaye solo estaban en Granada durante el verano; pretendió averiguar la causa de estas ausencias periódicas, y supo que el señor Juan de Andrade, cuyos padres no se conocian, y que estaba confiado al cuidado de Abd-el-Gewar, era estudiante en Salamanca: esto desvaneció sus sospechas. Don Diego no podia comprender que Yuzuf destinase á su hijo á clérigo ó á oidor; pensar en esto era absurdo; pero observó sí, que su hermana doña Isabel pasaba los meses del invierno triste v retirada, y que á la venida del verano ó por mejor decir de Yaye, se hacia mas comunicativa y alegre.

Don Diego quiso saber si habia amoríos entre el estudiante Juan de Andrade y su hermana. Nada consiguió. La dueña, encubridora de doña Isabel, ó ignorante de sus amores con Yaye, le afirmó que su hermana no amaba á nadie, ni pensaba amar: y en cuanto á su hermano don Fernando no habia visto rondaduras en la calle ni nada que demostrase que hubiese galan, enamorando á doña Isabel.

Don Diego se cansó al fin de unas pesquisas que nada le habian revelado, y se resignó á esperar á que el emir de los monfíes sacase á luz á su misterioso hijo.

Pero entre tanto se cruzó un incidente en el proyectado enlace, que vino á probar que el hombre propone y Dios dispone.

Don Diego vivia en completa comunicacion con Yuzuf, en la continua y sorda conspiracion que sostenian los moriscos contra los cristianos, como todo pueblo vencido contra su vencedor.

El hombre que mas confianza inspiraba á don Diego para ser portador de sus cartas y mensages á Yuzuf, era un morisco llamado Miguel Lopez entre los cristianos, y entre los moriscos Xerif-aben-Aboó.

Era un morisco de buen linage, pero poco considerado por sus costumbres licenciosas: apreciábase el solo por su valor, y por su ciego odio á los cristianos. Tenia otra cualidad recomendable: una reserva sin límites, y una actividad suma para todos los negocios que tenian relacion con la libertad de su patria.

Por estas dos cualidades se servia de él don Diego.

Entraba Miguel Lopez libremente tanto en la casa de este como en la de su hermano don Fernando, y habia tenido ocasion de ver una y otra y cien veces á doña Isabel.

Miguel Lopez se enamoró de ella.

Pero al enamorarse comprendió que tenia ya cuarenta años, que era mas que medianamente feo y zafio, y ademas, que el orgulloso don Diego de Válor, jamás consentiria en darle una hermana suya siendo como era pobre, y estando ademas oscurecido y en la humillante condicion de un hombre que sirve por un salario.

Miguel Lopez procuró dominar su amor: pero su amor pudo mas que él y le dominó.

Entonces Miguel Lopez pensó que un pobre y un criado cuando sirve en ciertos negocios, es un cómplice de su amo, y que un cómplice puede hacerse á veces tan temible, que no pueda negársele nada.

Miguel Lopez meditó y tramó un plan diabólico, y cuando estuvo seguro de su éxito, se presentó una mañanita, muy de mañana, en casa de don Diego.

– Tengo que hablaros á solas, le dijo.

Pensó don Diego que se trataba de alguno de los asuntos en que comunmente empleaba á Lopez, y se encerró con él.

– ¿De qué se trata? dijo don Diego.

– Trátase, contestó Miguel Lopez, entrando de lleno y bruscamente en el asunto, de que es necesario que me deis por mujer á vuestra hermana doña Isabel.

Don Diego ofendido gravemente por la extraña é insolente proposicion de Miguel Lopez, se sorprendió y adoptó para con su hasta entonces confidente, una actitud altiva y despreciadora que nunca habia usado. El noble señor se erguia ante la insolente demanda del siervo, y en aquella altivez habia mucho de amenaza.

Miguel Lopez no se desconcertó.

– Sabia, dijo á don Diego, de qué modo habiais de recibir mi peticion: hace mucho tiempo que habia pensado en ello y no os he pedido á vuestra hermana hasta estar seguro de que no me la podiais negar.

– ¡Me amenazais! contestó con acento reconcentrado don Diego.

– No os amenazo: os advierto.

– ¿Y de qué me advertis?

– De que si no me dais vuestra hermana, yo daré al rey vuestra cabeza.

Un rayo de luz, pero un rayo de luz sombría, iluminó la inteligencia de don Diego; comprendió que su hasta entonces fiel y dócil instrumento se le rebelaba, y abusando de su confianza le imponia condiciones.

Don Diego era hombre de mundo, y se puso á la altura de la situacion: ocultó la cólera que hervia en su corazon bajo un semblante impasible, y dijo friamente á Miguel Lopez.

– ¿Es decir, que estais resuelto á obligarme á que… os entregue mi hermana?

– Decidido de todo punto.

– Y decidme: ¿contais con poder bastante para obligarme? ¿habeis meditado bien las consecuencias de la lucha á que me retais?

– Todo lo he meditado, y os afirmo que cuento con tanto poder, que estoy seguro no solo de venceros, sino de teneros sujeto.

– Veamos vuestros medios.

– ¡Mis medios! la última carta que me dísteis para el emir de los monfíes de las Alpujarras.

Don Diego se aterró, y por mas que quiso dominarse, palideció densamente: de tal importancia era la carta á que se referia Miguel Lopez; tan graves los secretos que en ella estaban consignados, que bastaban para perderle. Impaciente don Diego, estimulaba en aquella carta al emir para una sublevacion de los moriscos apoyada por los turcos, que decia ser de todo punto necesaria, en atencion á que la presion de los españoles se hacia cada dia mas insoportable.

– ¿Creeis, pues, dijo Miguel Lopez notando el terror de don Diego, que esa carta no basta para perderos, para entregaros al verdugo?

– En efecto, dijo don Diego recobrando su calma: os habeis armado bien para entrar en batalla conmigo.

– Aun os queda un medio, dijo con su inalterable insolencia Miguel Lopez.

– ¿Quereis decirme cuál?

– Ganar tiempo ofreciéndome que vuestra hermana será mi mujer, y huir despues con ella y con vuestra familia á las Alpujarras. Asi perderiais una cosa: vuestra hacienda, que el rey os confiscaria, pero ganariais tres á saber: primero que vuestra hermana no se casase conmigo, despues la vida, y en fin la honra.

– ¡La honra! exclamó don Diego no pudiendo contenerse ya y levantándose con ímpetu; habeis dicho la honra.

– Sí, la honra he dicho, porque si no casais conmigo á vuestra hermana, ella se irá con otro.

– ¡Hablad! ¡hablad! ¡explicadme eso… que no comprendo!..

– ¡Ya se ve…! ¡son tan calladas las dueñas y las doncellas de vuestra hermana! ¡tan descuidado vuestro hermano don Fernando que no han podido apercibirse de lo que yo me he apercibido!

– ¿Y de qué os habeis apercibido vos?

– Yo… ¡bah! me he apercibido de muchas cosas. En primer lugar, me he apercibido de que vuestra hermana espera todas las tardes asomada á las celosías de sus ventanas á un gallardo mancebo: que el mancebo, que es su vecino, antes de entrar en la casa la saluda: además que se ven y se hablan por cierta galería que da á los jardines: lo primero lo he visto oculto en una de las casas de la calle del Zenete, lo segundo desde un mirador de otra casa desde donde se descubren los jardines de la casa de vuestro hermano don Fernando, y de la de el tal mancebo.

– ¿Y podria ver yo eso mismo?

– Cuando querais: pero dejadme que concluya de deciros otras cosas que he descubierto; por ejemplo, el poderoso emir de los monfíes Yuzuf-Al-Hhamar viene con mucha frecuencia á Granada: cuando viene se le ve acompañado muchas veces de Abd-el-Gewar, y de ese mancebo que se llama el señor Juan de Andrade. ¿No os parece que el emir trata con demasiado amor á ese jóven para que sabiendo que tiene un hijo á quien nadie ha visto ni conoce, se crea que el señor Juan de Andrade es su hijo?

Miguel Lopez acababa de avivar las sospechas que acerca del mismo asunto habia tenido don Diego.

– Ademas, ya sabeis que yo sé, que por el testamento de vuestro padre estais obligado á casar á vuestra hermana con el hijo del emir de los monfíes de las Alpujarras; el emir es un hombre que se ha criado como quien dice entre cristianos, y que entre ellos ha adquirido unas ideas muy extravagantes. El emir ha querido sin duda que los dos jóvenes se amen antes de conocer su verdadera posicion. El emir ha conseguido que se amen aproximándolos el uno al otro; pero el emir no sabe otra cosa que yo he descubierto, á saber: que el señor Juan de Andrade podia querer á vuestra hermana como manceba, pero como esposa nunca… porque os desprecia… os aborrece… os llama los renegados.

– ¡Miguel Lopez! exclamó don Diego enteramente fuera de sí.

– No os irriteis y meditad á sangre fria: dándome vuestra hermana salvais á un tiempo la hacienda, la vida y la honra: es cierto que os exponeis á la enemistad del emir, pero el emir es generoso y se contentará con despreciaros. Del otro lado teneis mi venganza, que yo os juro que no os perdonará.

– ¿Y no creeis que tenga otro medio de librarme de todas esas afrentosas condiciones?

– Uno solo podiais tener si yo no fuera previsor: matarme. Pero el matarme os perderia, porque la carta que os pone á mi merced, no está en mi poder, sino en poder de quien, si me sucede una desgracia, la presentará al presidente de la Chancillería.

Don Diego comprendió que estaba enteramente cogido.

– Os pido veinte y cuatro horas para contestaros, dijo á Miguel Lopez.

– Tomaos si quereis cuarenta y ocho ó ciento. No me corre gran prisa.

– Quiero ademas ver algo de lo que vos habeis visto.

– ¡Ah! ¿quereis ver si vuestra hermana ama al señor Juan de Andrade? En buen hora. Id mañana al amanecer á mi casa. Entre tanto, que os guarde Dios: os dejo en libertad para que mediteis.

Y salió.

Por mas que meditó don Diego no encontró medio para salir del atolladero en que le habia metido la traicion de Miguel Lopez. Por mas vueltas que le dió, solo encontró una solucion: la de casar á su hermana con aquel bandolero, y estar en acecho de una venganza terrible.

Al dia siguiente al amanecer, don Diego acompañado de Miguel, vió desde una de las celosías de una casa situada á espaldas de la de su hermana, á Yaye y á Isabel que hablaban indudablemente de amor, cada cual en sus respectivas galerías.

Esto tenia lugar algunos dias antes de la noche en que se vieron en el jardin Yaye é Isabel.

Don Diego apremiado por Miguel, le concedió sin condiciones, y con un cuantioso dote la mano de su hermana.

Don Diego vendia cobardemente á la pobre Isabel.

Isabel se vió intimada de una manera dura á casarse con Miguel Lopez; entonces en su desesperacion pensó en huir con Yaye y le citó y le arrojó la llave del postigo del jardin.

Don Diego vió el significativo arrojo de la llave desde su acechadero.

Aquella noche don Diego y Miguel entraron furtivamente en el jardin de la casa de don Fernando, y ocultos tras un cenador de jazmines presenciaron la breve y desgarradora escena habida entre Yaye é Isabel.

Don Diego activó las bodas, contando ya con el asentimiento que la desesperacion habia arrancado á su hermana.

El mismo dia y á la misma hora en que iba á celebrarse el casamiento, Yaye habia aparecido de repente pálido y convulso ante don Diego.

Hé aquí la razon de que, al ver al jóven, don Diego se sorprendiese y se aterrase.

Volvamos á aquella situacion.

– Creo no equivocarme dijo Yaye descubriéndose cortesmente, con el rostro densamente pálido, y con la voz temblorosa por una cólera mal contenida, creo no equivocarme creyendo que hablo con don Diego de Córdoba, señor de Válor.

– Asi es, caballero, contestó don Diego descubriéndose á su vez y con un duro acento de extrañeza: creo tambien no equivocarme creyendo que vos sois el señor Juan de Andrade.

– Necesito de todo punto hablaros, dijo con precipitacion Yaye.

– ¿Y no podriamos hablar en otra ocasion? porque ahora, siento decíroslo, me esperan para un asunto muy importante: doña Isabel mi hermana se casa, me esperan en la iglesia.

– Pues porque vuestra hermana se casa, es cabalmente por lo que me urge hablaros: es necesario que ese casamiento no se haga.

– No comprendo caballero, dijo palideciendo con la palidez de la irritacion don Diego de Córdoba, con qué derecho pretendeis ser importuno en esta ocasion.

– Leed, dijo Yaye, sacando de un bolsillo de sus gregüescos la carta que la noche antes le habia dado su padre.

– Permitid que os diga que vuestra tenacidad raya en ofensiva: no tengo tiempo; venid mas tarde.

– Leed lo que os escribe mi padre Yuzuf Al-Hhamar: leed: os lo mando yo, yo el emir de los monfíes.

Y al decir estas palabras, que pronunció con la arrogancia de un rey que amenaza, pero en acento tan bajo que solo pudo ser oido por don Diego, Yaye se cubrió como un superior delante de su inferior.

Don Diego por inadvertencia ó por asombro, permaneció descubierto, fijó una mirada atónita en Yaye, y quedó enmudecido por la sorpresa.

Al fin se rehizo, tomó la carta, reparó en que Yaye se habia cubierto, se cubrió, abrió el pliego y leyó.

Apenas hubo leido algunos renglones de aquel escrito, que lo estaba en árabe, se volvió, infinitamente mas pálido y convulso á uno de sus servidores.

– Ayala, le dijo en voz baja, id al momento á la colegiata del Salvador, llamad aparte al licenciado Periañez, y decidle que dé la bendicion á los novios en el momento; que para que no se extrañe mi falta invente cualquier pretexto… que no se me espere, en fin. Id, id al momento.

El servidor que tenia visos de ser uno de esos hidalgos pobres que no tenian á deshonra servir á los grandes señores en aquellos tiempos, partió.

– Y vos doña Elvira, añadió don Diego, volviéndose á la dama que hasta entonces habia presenciado con una viva curiosidad aquella escena, volveos á vuestros aposentos. Vosotros idos, añadió dirigiéndose á la servidumbre y vos caballero seguidme.

– ¿Y no seria mejor que nosotros mismos fuésemos? dijo Yaye sin moverse de su sitio.

– No, no, seria imprudente: vuestra presencia en la iglesia podria producir un escándalo, y luego… mi mensaje se obedecerá.

– Ved don Diego que vuestra hermana es mi vida.

– Si Dios quiere, tendreis vuestra vida… si por desgracia, si por casualidad fuera imposible… quejaos á vos mismo, primo. Ahora venid.

Yaye cedió, y siguió á don Diego: en su preocupacion no reparó que el berberisco Kaib, habia seguido á Ayala en el momento que este habia salido de la casa para cumplir el encargo de su señor.

Los monfíes de las Alpujarras

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