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PRIMERA PARTE.
LOS AMORES DE YAYE
CAPITULO XIV.
En que se sabe por qué habia dejado su casa el capitan estropeado

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Retrocedamos un tanto á la madrugada del dia anterior, en que el capitan Sedeño habia salido de Granada en direccion á las Alpujarras.

Urgente debia ser el motivo que á ellas le llevaba, puesto que aguijaba su caballo todo cuanto podia correr el animal, sin cuidarse de si reventaria ó no.

Antes de llegar al Padul, entró en una venta, pronunció algunas palabras en árabe al oido del ventero, y le entregó el caballo; poco despues el ventero sacó otro caballo enjaezado con los arneses del primero, montó el capitan, aunque cojo, con la misma facilidad que pudiera haberlo hecho un hombre sano, y tomó de nuevo el camino, con toda la rapidez de que era capaz su nueva cabalgadura.

Cuatro veces mudó de caballo en la misma forma, y antes de las ocho de la mañana, dejando á un lado la villa de Orgiva, tomó por la misma loma y por el mismo barranco que al principio de esta historia vimos tomar á Yaye y Adb-el-Gewar.

Al llegar al bosque de pinos, lanzó un agudo silbido, y algunos monfíes adelantaron.

Mostróles el capitan un pergamino enrollado, leido el cual por el walí que mandaba los monfíes, le hizo desmontar, le vendó los ojos, le prestó su brazo para servirle de guía y de apoyo, y llevando otro de los monfíes el caballo del diestro, se introdujeron en la selva; atravesaron estrechos y pendientes senderos, bajaron á un profundo barranco, treparon por entre las breñas á una gigantesca cueva, y cuando estuvieron dentro, el walí se llevó una pequeña corneta á los labios y dejó oir un toque particular.

Poco despues se vió moverse una enorme roca, y dejar patente una puerta de hierro, abierta tambien.

Entraron el walí, el alférez y el monfí que llevaba el caballo, y la puerta volvió á cerrarse.

Allí imperaban ya las tinieblas: de trecho en trecho una linterna clavada en la pared de una ancha mina abovedada, determinaba una escasa luz: al pié de cada una de aquellas linternas y como centinela, se veia un monfí armado.

A pocos pasos que adelantaron en la mina, el monfí que conducia el caballo torció por una de las galerías que á trechos se veian á derecha é izquierda, y el walí y el alferez, continuaron solos la mina adelante.

Al fin de ella llegaron á un ensanchamiento octógono de muros y bóveda árabe de ladrillo agramilado, á cuyo frente se veia una puerta ornamentada, y delante de ella una numerosa guardia con ostentosos trages musulmanes. El walí que conducia al alférez habló algunas palabras con el walí de la guardia, é inmediatamente aquel abrió con una llave dorada la puerta, dando paso al walí y al capitan Sedeño.

La puerta volvió á cerrarse.

Entonces el walí quitó la venda al capitan.

Se encontraban ya en la parte maravillosa del alcázar subterráneo.

Era una magnífica galería sustentada por arcos calados sobre columnas de alabastro: bellísimas lámparas producian á través de sus velos de gasa una luz languida; cubria el pavimento una muelle alfombra; veíanse de trecho en trecho, é inmóviles como estátuas, esclavos negros, vestidos de púrpura, y era por último, aquella galería, el magnífico ingreso de un alcazar admirable.

Siguieron adelante, atravesando galerías y cámaras, hasta llegar á una, en cuya puerta hizo esperar el walí á Sedeño.

Poco despues salió, y dijo al capitan:

– El poderoso Yuzuf, padre del elegido de Dios Muley Yaye-ebn-Al-Ahamar, emir de los monfíes de las Alpujarras, te espera.

Alvaro de Sedeño entró en una ostentosa cámara, y se despojó respetuosamente de la gorra.

En aquella cámara, pensativo y triste, se paseaba un anciano, sencilla aunque magestuosamente vestido.

Cualquiera al verle con su blanca toca revuelta á la cabeza, su caftan negro y su ancho y flotante albornoz blanco, le hubiera tomado por un patriarca de los antiguos tiempos.

Alvaro de Sedeño adelantó cojeando, y dijo á cierta distancia del anciano:

– Que Dios el Altísimo y Unico, te guarde, poderoso Yuzuf.

El anciano se detuvo, y miró de una manera profunda y severa á Sedeño.

– ¿Qué quieres? le dijo.

– Vengo á verte, poderoso Yuzuf, impelido por muchas razones.

– Siéntate, le dijo el anciano, señalándole un divan.

Sedeño se sentó: Yuzuf se sentó junto á él.

– ¿Hay en los aposentos cercanos alguien que pueda oirnos? dijo el capitan.

– ¿Cual de los mios, dijo con autoridad Yuzuf, se atreveria á exponer su cabeza por satisfacer sus oidos?

– Puesto que nadie mas que tú puede escucharme, dijo el capitan, escúchame, emir.

Yuzuf tomó una altiva actitud de atencion, y el capitan Sedeño empezó de esta manera:

– Será preciso que me otorgues algun tiempo y alguna paciencia, señor: necesito recordarte cosas que tú pareces haber olvidado.

Frunció el cano entrecejo Yuzuf.

– Nada tiene de extraño, que tú, en medio de los cuidados que te cercan, continuó el capitan, olvides los asuntos de un hombre como yo, que comparado contigo en fuerza y en grandeza, soy lo que seria un grano de arena comparado con una roca; por lo mismo reclamo tu indulgencia para mis palabras.

– Al asunto, al asunto, Sedeño, dijo Yuzuf con impaciencia; graves pensamientos me ocupan, y solo me he prestado á escucharte, suponiendo que te traia á mí algun empeño de gran interés.

– Vuelvo á reclamar tu indulgencia, señor, y procuraré ser todo lo breve posible.

Hace cuarenta años, cabalmente los de la edad que tengo, que un matrimonio castellano, fue asesinado entre las breñas de las Alpujarras. El era un soldado hidalgo que iba al pueblo de Orgiva; ella una hermosa jóven de las montañas de Santander: la mujer, cuando fue asesinada, llevaba entre sus brazos un niño. Aquel niño era yo. Los asesinos de mi padre, fueron los monfíes de las Alpujarras.

– Tu padre era enemigo nuestro; un hombre cruel como tú, que perseguia encarnizadamente á los monfíes, y por el cual muchos de ellos perecieron ahorcados en las plazas públicas.

– Bien: comprendo que en mi padre matarais un enemigo; pero mi madre…

– Los cristianos esclavizan, azotan, acuchillan y queman á las moriscas, exclamó sombriamente Yuzuf.

– El delito de otro no disculpa el delito propio, contestó con energía Sedeño.

– Y sin embargo, tú eres un hombre cubierto de delitos.

– No importa eso. Yo extermino á mis enemigos cuando puedo, y procuro satisfacer mis deseos, ni mas ni menos que tú, como todo el que se siente con fuerza y con medios para obrar. Pero volviendo á mi historia: el puñal de los asesinos que no se habia detenido ni ante el valor del padre, ni ante la hermosura y las lágrimas de la madre, y que ciertamente no se hubiera detenido ante la debilidad del hijo, fue contenido por un hombre generoso y valiente: aquel hombre era tu padre, emir entonces de los monfíes.

Enviome misteriosamente á la justicia de Orgiva, es decir, hizo que sus gentes me depositasen una noche en la puerta de la iglesia de la villa, con este papel puesto entre mis ropas.

El alférez sacó una cartera, y de aquella cartera un papel tosco y amarillento.

«Corregidor de Orgiva, decia aquel papel: ahí te dejamos al hijo del alférez Pedro de Sedeño, el cruel, á quien hemos dado muerte en castigo de sus crueldades. Su mujer ha sido muerta tambien por lo que se gozaba en los sufrimientos, en el martirio de nuestras mujeres. Hemos perdonado al inocente, y te entregamos ese niño. Críale con esmero, para lo cual encontrarás todos los meses una cantidad bajo la puerta de tu casa. ¡Y ay de tí si ese niño no recibe la crianza de un hidalgo! – Los monfíes.»

– Ya ves que si mi padre hizo morir á los tuyos, cumpliendo estrictamente con la justicia, te aceptó por hijo.

– Yo he pagado en tí á tu padre mi deuda; he sido un servidor leal; he vertido mi sangre por vosotros, enemigo de mi Dios y de mi rey; yo cristiano y honrado por el rey.

– Sígue, sígue, y concluye.

– Hace quince años, cuando yo tenia veinte y cinco, fuí acometido un dia en que me entretenia en cazar en la montaña, por un crecido número de monfíes: sin herirme, sin maltratarme, me rodearon, se apoderaron de mí, me vendaron los ojos, y asiéndome de un brazo, me condujeron á este mismo sitio. Entonces te conocí, Yuzuf; me dijiste que tu padre te habia encargado que velases por mí, y que cuando llegase á cierta edad, me propusieses si queria pertenecer á vuestro bando; yo sabia demasiado que todo lo que era, las galas que vestia, las armas que llevaba, el oro que guardaba en mis bolsillos, pertenecian á un protector generoso y desconocido. Yo le habia concebido grande y fuerte, y ansiaba conocerle; cuando entré en este subterráneo, cuando te ví delante de mí, todo lo que me rodeaba me deslumbró. Tú entonces, me revelaste la parte que yo ignoraba de mi historia, y me propusiste el que te sirviera de espía entre los cristianos, y en cuanto estuviese á mi alcance y tú me exigieses. Yo era agradecido, á mas de agradecido ambicioso; sabia que mis padres habian muerto fatalmente, y que tu padre me habia salvado; yo no sé si debí rechazar todo lo que viniese de los hombres que habian teñido sus puñales en la sangre de mis padres; acaso debí preferir una vida oscura á las riquezas y al poder que de repente habias desplegado delante de mis ojos; pero, en fin, bien ó mal hecho, juré servirte y te he servido.

– Yo en cambio te he pagado espléndidamente: te compré una plaza de capitan…

– Es verdad; me compraste una plaza de capitan en los tercios del reino y costa de Granada: tú tenias tus proyectos y yo te serví tan bien, te avisé tan á tiempo de cuantas expediciones de soldados salian contra nosotros, que por mi causa blanquean millares de huesos de soldados cristianos, muertos por los monfíes en las profundas ramblas de las Alpujarras.

– Por cada cabeza de cristiano, has recibido un precio Sedeño.

– Es verdad, y no me quejo; pero déjame continuar. Decia, pues, que lo importante de los servicios que te prestaba, te impulsaron á emplearme en mayores empresas. Acababa de conquistar un hidalgo estremeño, Hernan Cortés, con un puñado de aventureros, un rico y poderoso imperio mas allá de los mares. Decíase que en aquel imperio abundaban las perlas y las piedras preciosas, y que en el centro de sus desiertos habia una montaña de oro. Tú necesitabas mucho dinero para llevar adelante tus proyectos de reconquista sobre Granada, y volviste tu pensamiento á Méjico, á aquel imperio recien conquistado, donde, segun fama, el oro y las riquezas se encontraban por todas partes. Tú fuiste uno de los innumerables ambiciosos que extendiste tus garras hambrientas hácia las Indias, ese nuevo mundo, que debia cubrir con su oro los andrajos del mundo viejo. Tenias confianza en mí; te convenia un castellano conocido ya bajo las banderas del rey de España, mucho mejor que uno de tus walíes, para tus proyectos: entonces me compraste una compañía, por mejor decir, me diste dinero para comprar la licencia para reclutarla en las Alpujarras, y para ir á servir con ella en las Indias. Como el dinero todo lo alcanza, tuve la licencia para reclutar en las villas de las Alpujarras la gente: tú mismo escogiste entre los mas feroces, los mas valientes de tus monfíes, cien demonios que debian llevar la desolacion á Méjico, y asegurarte de mi fidelidad. Hace doce años que me embarqué con mi gente ó por mejor decir, con la tuya: en tres años que permanecí en Méjico antes de recibir las heridas que me imposibilitaron para las fatigas de la guerra, uno tras otro monfí, tornó á España trayendo para tí un tesoro.

– Es verdad.

– Ya lo creo. Desdichada la provincia rebelde donde entraba la compañía del capitan Sedeño: desdichada la tribu del desierto que se oponia á su paso. Las cabañas eran incendiadas, los hombres pasados á cuchillo, las mujeres cautivadas, y si á algun cacique se concedia la vida, solo era á trueque de cantidades inmensas, de tesoros que atravesaban los mares, llegaban á España, y venian á sepultarse en tu subterraneo de las Alpujarras. No me puedes negar, Yuzuf, que te he servido bien, que me debes mucho, y que tengo derecho á que me protejas.

– Y bien, ¿cuando te he negado mi proteccion?

– Nunca, es verdad; pero ahora la necesito de nuevo, y creo que me va á ser difícil obtenerla.

– Pide.

– Antes de llegar á mi peticion, es necesario que prosiga mi historia. Hace diez años, estaba de adelantado por el rey, sobre la frontera del desierto mejicano, uno de los señores mas nobles, ricos y poderosos de España; se llamaba don Juan de Cárdenas, y era grande de España, bajo el titulo de duque de la Jarilla. Travé conocimiento con él, por razon de hallarme con mi compañía sobre la frontera, y muy pronto nuestro conocimiento se trocó en amistad. Frecuentaba su casa, comia comunmente á su mesa, y era recibido por él en lo mas reservado, y allí donde no entraban otras personas que su servidumbre.

En una de estas habitaciones interiores habia un retrete, donde pasaba el duque la mayor parte del tiempo, y donde me habia recibido muchas veces. En las paredes de aquel retrete no habia mas que un solo cuadro, pero aquel cuadro, encerrado dentro de un magnífico marco, estaba cubierto por un tapiz negro. Esta singularidad llamó extraordinariamente mi atencion desde el momento en que reparé en ella; al fin un dia, sin meditar si era ó no indiscreto, vencido por mi curiosidad, pregunté al duque la razon por la cual estaba tan lúgubremente velado aquel cuadro.

Los ojos del duque se llenaron de lágrimas.

– Mirad, me dijo, y comprended la razon de su luto y de la tristeza que me devora.

Y levantándose, descorrió el tapiz y me dejó ver el retrato de una dama como de diez y seis años, tan hermosa, que no pude menos de enamorarme.

– Esa, era, me dijo, doña Inés, mi hija única.

– ¡Ha muerto! exclamé con sentimiento; porque me habia interesado sobremanera aquel retrato.

– Si, debe de haber muerto, me contestó. Me la arrebataron los idólatras en una sorpresa hace doce años; Calpuc, el terrible Calpuc, el rey del desierto. Debe haber muerto, si; porque ella habrá preferido la muerte á la deshonra.

El duque volvió á correr el tapiz, se enjugó las lágrimas, y yo me abstuve de hablar mas sobre aquel asunto.

Pero desde aquel dia, un proyecto audaz, en que tenia tanta parte el deseo que me habia inspirado doña Inés de Cárdenas, como la ambicion de llegar á ser rico y poderoso por medio de un servicio hecho al duque, me impulsó á una empresa difícil, arriesgada, en la cual se podian contar cien probabilidades de muerte por una de triunfo. Mi proyecto consistia en penetrar en aquellos desiertos erizados de montañas; en aquellas interminables sábanas de arena, en aquellos mares de flores y verdura, que se llaman praderas, y en aquellas selvas brabías, que cubren con su sombra centenares de leguas: buscar en aquella inmensidad á su rey, al terrible Calpuc, y si vivia doña Isabel arrebatársela. Este era un proyecto que por su grandeza halagaba á mi orgullo, y para el cual solo contaba con el indomable valor de los cien monfíes que formaban mi compañía de arcabuceros.

Una mañana al amanecer, sin avisar á nadie, sin pedir licencia al Adelantado, sin decir á mi gente adonde la conducia, pasé con ella la frontera y me interné en el desierto.

Cruzábanse cada dia á mi paso inmensas turbas de mejicanos armados: nos acometian, y cada combate empeñado era para nosotros un triunfo fácil, al que nos llevaban, la codicia á mis soldados, á mí mi ambicioso empeño: las aldeas, ya estuviesen sobre la cumbre de una montaña, ya en centro de una pradera, ya en las entrañas de las selvas, eran arrasadas é incendiadas, los hombres muertos, las mujeres violadas y muertas tambien, para que no nos embarazasen; nuestros indios de carga y los esclavos á quienes dejábamos la vida para que condujesen las riquezas que arrebatábamos á los vencidos, marchaban entre nosotros agoviados con el peso del oro y de las piedras preciosas.

Los bosques eran incendiados por nosotros y nos precedia un torbellino de fuego; de en medio de aquel círculo inflamado, salian con la rabia de la desesperacion, y nos acometian llenos de sed de venganza los indios: nosotros apagamos con su sangre los ardientes troncos que encontrábamos sobre nuestro camino, y seguiamos adelante, como una tempestad, ébrios de riquezas y de sangre. Habíamos atravesado ya inmensas praderas, profundos y bramadores torrentes, selvas que solo habiamos podido hacer accesibles por medio del fuego, y habiamos penetrado, despues de atravesar una barrera de montañas, en una extensa comarca extremadamente fértil y deleitosa; al bajar por las montañas habiamos visto inmensas poblaciones, en medio de las fértiles vegas, y acá y allá antiguos monumentos, que demostraban que aquella comarca hacia centenares de años que estaba poblada.

Aquella era una provincia no descubierta aun por los españoles, porque nadie se habia atrevido á penetrar donde nosotros habiamos penetrado.

En medio de aquella comarca extensa, sobre la llanura engalanada con su verdor, sus corrientes y sus árboles, descubrimos un objeto que nos hizo arrojar un grito de insensata alegría; era un montaña que relucia á los rayos del sol de una manera deslumbrante: aquella era sin duda la famosa montaña de oro, que habia llevado á tantos ambiciosos á la Nueva España.

Ya no hubo medio de contener el paso de los monfíes; precipitáronse por las vertientes sobre la llanura, con la fuerza de la tempestad: las primeras poblaciones que encontramos fueron llevadas á sangre y fuego, y en vano el rey de aquel nuevo imperio, al que no habian podido proteger de nosotros sus triples barreras de arenales, bosques y montañas, habia reunido lo mas fuerte, lo mas valiente de los suyos, para salirnos al encuentro: una y otra vez el rey del desierto, Calpuc, se habia visto obligado á retirarse con enormes pérdidas hácia la montaña dorada, que venia á ser para los monfíes una enseña enloquecedora que triplicaba su valor y sus fuerzas, y les hacia ejecutar hazañas increíbles por lo maravillosas.

Ni uno solo de los míos habia muerto: acobardados los mejicanos por la pujanza española, nos cedian siempre el campo á las primeras descargas de mosquetería, y sus flechas envenenadas se embotaban en los colchados de que mi gente iba provista: al fin Calpuc se vió obligado á encerrarse en la poblacion que le servia de córte.

Era esta pequeña, pero de buena apariencia; defendíala una pared de piedra, con saeteras, y sobre aquella especie de muro, se veia únicamente descollar la casa real y el templo piramidal, sobre cuya cúspide, segun la horrible costumbre de los mejicanos, se veian puestos en palos una horrible fila de cráneos humanos. Mas allá, al poniente de la ciudad, como á unas cuatro leguas de distancia, se veia la montaña dorada, y á lo lejos las extensas praderas y las azules rocas del Oeste.

Podia decirse que aterrada toda la poblacion de la comarca, habia abandonado sus habitaciones y se habia refugiado en la ciudad de Calpuc: franco nuestro camino, aterrados los naturales, que no osaban venir ya en nuestra busca, fue imposible de todo punto contener la codicia de los monfíes, cuyo único afan era llegar cuanto antes á la montaña de oro.

Un año habíamos invertido en penetrar hasta aquel punto desde las fronteras del desierto; un año durante el cual, todos los dias nos habian presentado un combate, una matanza y un rico botin: nos habíamos visto obligados á dejar atrás numeras riquezas por falta de brazos que las condujesen, y veiamos al fin, mis soldados la montaña de oro, yo la ciudad de Calpuc donde, sin duda, si vivia, debia habitar doña Inés de Cárdenas, la hermosa hija del duque de Jarilla, á quien no habia podido olvidar desde que vi su retrato.

Aquella mujer á pesar de que no la conocia, sino por medio de una pintura, habia logrado interesar mi corazon y mi cabeza de una manera profunda. Yo ansiaba para mi amor su hermosura, para mi engrandecimiento su mano. Era de presumir que salvándola yo de los idólatras, su padre no se negaria á dármela por esposa, y que el duque no tendria hijos á causa del estado de su salud, gastada en una vida de contínuas disipaciones: podia, pues, llegar á ser, por medio de doña Inés, uno de los grandes mas grandes de España, á cuya grandeza debian prestar un brillo y un poder inmensos, los tesoros que yo pensaba aportar de las Indias á España.

Urgíame, pues, sobre todo, acometer la ciudad de Calpuc, apoderarme de ella y buscar á doña Inés: un presentimiento tenaz me decia que estaba allí, y algunas veces al ver sobre los terrados de la casa real dos mujeres vestidas de blanco, á quienes acompañaba un solo hombre, y que parecian mirar con interés al campo que habíamos levantado delante de la ciudad, yo me decia: una de aquellas dos mujeres debe ser doña Inés.

En vano pretendí llevar á mis soldados contra la ciudad: la vista cercana de la montaña dorada les fascinaba: al fin un dia se me presentaron en abierta rebelion, y me fue necesario marchar al frente de ellos, dejando á uno de mis costados á la ciudad, hácia el codiciado tesoro.

Pero á medida que nos acercábamos á la montaña esta cambiaba sino de forma, de color: empezábamos á ver el color natural de la tierra entre la cual multitud de cuerpos brillantes destellaban los rayos del sol: al fin una noche en que la luna llena despedia una luz clarísima, la montaña cambió de aspecto: entonces parecia de plata.

Los monfíes empezaron á desconfiar de su portentoso hallazgo, y yo sabia ya á qué atenerme: aquella montaña que á larga distancia parecia de oro, herida por los rayos del sol, y de plata, cuando la iluminaba la luna, no era otra cosa que una cantera de pizarras brillantes.

Sin embargo los monfíes quisieron llegar hasta ella, y solo cuando tuvieron en sus manos aquellas piedras engañadoras, se convencieron de que si querian oro, era necesario buscarlo donde le habiamos encontrado hasta entonces: en las casas y en los templos de los indios.

Volviéronse, pues, los deseos de todos á la ciudad de Calpuc: en ella, como he dicho antes, se habian refugiado, llevando cuanto poseian, todos los habitantes de la comarca: debiamos, pues, esperar un botin riquísimo, y nos encaminamos decididamente á la poblacion.

Pero antes de llegar á ella, nos salió al encuentro una embajada del senado: aterrados con nuestros contínuos triunfos, los indios preferian un avenimiento. Esto convenia perfectamente á mis proyectos, porque en paz mejor que en guerra, podria esperar el descubrimiento de doña Inés. Exigí como primera condicion, y segun costumbre, porque la religion era el antifaz con que encubrian su codicia los españoles, que el templo idólatra se convirtiese en templo cristiano; que en vez del monstruoso simulacro de oro macizo que adoraban los indios, se colocase sobre un altar un crucifijo de madera; que se sepultasen los cráneos humanos que servian de trofeo al templo, y que, para evitar que aquel culto abominable se reprodujese, me entregasen el ídolo, y las alhajas del culto.

Con asombro mio los embajadores, en vez de negarse, asintieron á mi propuesta en nombre de su rey Calpuc, y del mismo modo consintieron en entregarme un fuerte tributo por cada uno de los habitantes de la ciudad; exigí, ademas, para mi seguridad y la de mi gente, que el rey viniese entre nosotros y entrase á mi lado en la ciudad, y que se entregasen á mis soldados el templo y las habitaciones de los sacerdotes.

Convínose la entrada en la ciudad para el dia siguiente, y en él, á la hora convenida, se me presentó Calpuc, el terrible rey del desierto, con algunos de sus magnates, y á pié, en contraposicion de los caciques que hasta entonces habia conocido, y que se hacían conducir en andas cubiertas de oro, sobre los hombros de sus esclavos.

Maravillóme tambien que Calpuc llevase un trage puramente castellano, un birrete de brocado bordado con piedras preciosas, y únicamente, como distintivo de su dignidad, un manto de una tela fabricada con plumas. Los demás de su acompañamiento llevaban tambien algunas prendas castellanas: quién una gorra, quién un jubon ó unos gregüescos, ó simplemente unas botas. Esto me demostró que se me temia y se me adulaba, y me confirmó en esta idea, las inequívocas muestras de distincion que desde el primer momento me dispensó Calpuc; dióme la mano, á usanza de Castilla, y, lo que mas me maravilló, me significó en buen castellano, aunque con un tanto de acento extranjero, lo dispuesto que estaba á mantener conmigo una amistad duradera, siempre que yo me prestase á razonables condiciones.

Despues nos encaminamos juntos á la ciudad, yendo Calpuc á mi derecha y entre las filas de mis arcabuceros, y detrás los pocos caciques que le habian acompañado, la mayor parte de los cuales mostraban en sus semblantes el temor y la desconfianza.

Durante el corto trecho que anduvimos hasta llegar á la ciudad, el rey me dijo que se habian cumplido mis deseos respecto al templo, y que las habitaciones de los sacerdotes situadas á su alrededor, estaban ya dispuestas para aposentar á mis soldados.

En efecto, se veia desde el campo que los cráneos humanos, que el dia anterior coronaban la parte mas alta del templo, habian desaparecido, y en su lugar ví en cien astas de madera, banderolas de todos colores en señal de agasajo y alegría.

Era necesario desconfiar de este aspecto y de esta docilidad, atendido el respeto y la adoracion que los indios profesan á sus ídolos: era necesario estar preparados para rechazar una asechanza, y mis alféreces y sargentos, prevenidos por mí, habian hecho que los monfíes llevasen los arcabuces preparados y las mechas encendidas.

Cuando llegamos á una de las entradas de la ciudad, en la cual, para evitar yo el peligro de marchar á la desfilada por los estrechos callejones de todas las entradas de las poblaciones indias, habia pedido que se abriese una brecha, lo que se habia efectuado; al entrar por aquella brecha, nos salieron al encuentro una multitud de músicos á manera, de juglares, con tambores, que batian á compás, y gran número de hermosas bailarinas que nos precedieron tocando y danzando hasta el templo, en el cual penetramos por una alta gradería.

Al penetrar en el interior ví con asombro, que sobre el pedestal en que sin duda habia estado el ídolo, se alzaba un magnífico crucifijo de talla, y que nos salian al encuentro tres ancianos revestidos, ni mas ni menos que como los sacerdotes católicos y con los mismos ornamentos.

Calpuc me indicó entonces el altar y me dijo:

– He ahí el Redentor del mundo, inclinad vuestra cabeza, capitan, y adoradle, puesto que os ha permitido llegar sano y salvo hasta estas apartadas regiones en medio de tantos peligros.

El acento de Calpuc era el de un cristiano lleno de fe, lo que aumentó mi admiracion: prosternéme ante el altar, prosternáronse mis soldados, y únicamente el rey y sus magnates quedaron de pié, aunque en una actitud respetuosa, á un lado del templo.

Inmediatamente se celebró una misa; despues de ella el mas anciano de los sacerdotes, me dirigió una corta plática en que enaltecia el valor y la fe que me habian llevado á aquellas remotas regiones, para extender en ellas el conocimiento de la divina verdad, y arrancar del error á aquellos infelices idólatras.

Despues de esto, mi compañia se aposentó en las habitaciones que estaban alrededor del templo, desde las cuales dominaban á la poblacion, y Calpuc me llevó consigo á su casa, á cuya puerta despidió á sus magnates y en la que penetró solo conmigo.

Aquella casa, que podia llamarse palacio, era de piedra, de un solo piso, y en el interior estaba revestida de maderas olorosas y ricas telas tejidas de plumas, oro y plata. Los pavimentos y los techos eran de cedro, y todo allí, con arreglo á las costumbres de los indios, era régio y maravilloso.

Calpuc me condujo por sí mismo, á través de muchos patios y habitaciones, y al fin, en lo mas retirado de su palacio, se detuvo delante de una ensambladura, donde ni aun resquicio de puerta se notaba.

– Vais á entrar, me dijo, con acento grave y lleno de autoridad, donde solo han entrado hasta ahora, mi esposa, mi hija y esos tres sacerdotes cristianos que acaban de presentaros el santo sacrificio de la misa. Todo esto os parecerá extraño y maravilloso, y con efecto lo es. Por lo mismo espero que vos, obrando con la fe y el sigilo que cuando es necesario debe obrar un caballero, guardareis un profundo secreto acerca de cuanto vais á ver y á oir.

Prometíselo, y entonces Calpuc oprimió un resorte oculto y nos encontramos en una habitacion alhajada enteramente al estilo de España: atravesamos algunas otras iguales, y al fin, Calpuc abrió una puerta, y me introdujo en una capilla ú oratorio á cuyo frente habia un altar y otro á cada costado.

En el del centro no habia imágen alguna, en el de la derecha se veia una imágen de talla de la Vírgen de los Dolores, y en el de la izquierda otra de San Juan Evangelista; á los piés del altar de la Vírgen habia arrodilladas dos mujeres, que se levantaron sobresaltadas al notar mi presencia y se dirigieron á una puerta situada á la izquierda del altar del centro.

– Esperad y nada temais, dijo Calpuc dirigiéndose á ellas: este caballero es mi amigo.

Las dos mujeres se detuvieron, se volvieron y adelantaron hácia nosotros, saludándome, una de ellas, con suma cortesanía. Necesité hacer un poderoso esfuerzo sobre mí mismo, para contener mi conmocion. La dama que tenia delante, y que parecia contar veinte y ocho años, maravillosamente hermosa, y vestida con un sencillo trage blanco, era el original del retrato que habia visto en casa del duque de la Jarilla; era, en fin, doña Inés de Cárdenas, su hija.

La que la acompañaba y me habia parecido mujer por su estatura, era una niña como de nueve años, maravillosamente hermosa tambien; pero en cuyo semblante se veia el color dorado de la raza mejicana, los negrísimos ojos que son tan comunes entre las indias, y el cabello profuso, rizado y brillante, que tanto encanto presta á su hermosura. Doña Isabel me miraba con curiosidad, y su hija, que indudablemente lo era, puesto que habia heredado sus mismas formas, su misma hermosura, me miraba con un temor instintivo.

– ¿Venís de España, caballero? me dijo doña Inés en excelente castellano.

– Hace un año señora, la contesté con la mayor naturalidad, que he atravesado la frontera del desierto por órden de su adelantado don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla.

Noté que doña Inés se ponia sumamente pálida, y que Calpuc plegaba levemente el entrecejo.

– Este caballero es nuestro huesped, dijo Calpuc á doña Inés, que me saludó de nuevo, me hizo algunos cumplidos y se retiró llevando la niña de la mano.

Quedamos solos Calpuc y yo.

– Necesitamos hablar á solas, me dijo, y comprendernos; tened la bondad de seguirme caballero.

Y por otra puerta, situada á la derecha del altar, me llevó, atravesando algunas habitaciones, á otra donde se encerró conmigo.

Noté que la disposicion de Calpuc hácia mí habia cambiado.

– Sentaos, me dijo, y cubrios capitan: estais enteramente en vuestra casa: quiero que me trateis con franqueza y que me respondais lisa y llanamente á lo que voy á preguntaros. ¿Cuánto tiempo hace que habeis atravesado la frontera?

– Un año poco mas ó menos, le contesté.

– ¿Y decís que el adelantado de la frontera os ha mandado penetrar en el desierto donde nadie hasta vos se ha atrevido á entrar?

– Sí, señor, le contesté.

– ¿Y cuáles eran las instrucciones que traiais? repuso mirándome fijamente.

– Las de reducir á la obediencia á los rebeldes que habian negado el vasallaje á S. M. el gran emperador nuestro amo.

– Estais en un error, capitan, y lo estaba el adelantado al llamar rebeldes á los moradores del desierto: esto no es exacto: los hombres que han preferido huir de las poblaciones conquistadas, para internarse en estas soledades, para venir á buscar estas otras poblaciones, desconocidas aun para los castellanos, no son rebeldes, porque ellos no han reconocido otros señores que los que á falta de Motezuma han defendido la libertad y la honra de los mejicanos: todo consiste en que en Méjico les queda aun mucho que conquistar á los españoles, en que en sus interminables soledades, en sus gigantescos bosques, en sus inmensas florestas, viven y vivirán siempre hombres, que prefieren la fatiga y la guerra á la paz de la servidumbre bajo la tiranía del conquistador. No nos llameis rebeldes, capitan; la rebeldía es un crímen de que no me siento capaz; si alguna vez Calpuc jura fidelidad al emperador don Carlos, será su mas fiel vasallo.

– En buen hora, contesté, que no seais rebelde; pero el emperador, mi amo, es bastante fuerte para conquistaros y os conquista: ya podeis juzgar: cien hombres solos han sido bastantes para penetrar hasta el interior del desierto y dictaros condiciones.

Yo habia aventurado mis últimas palabras para probar el temple de alma de Calpuc, y noté que las habia escuchado con un altivo desprecio: en vez de irritarle yo, el me habia irritado á mí.

– Lo que demuestra, dijo el anciano Yuzuf, interrumpiendo al capitan, que el rey de aquellas gentes valia infinitamente mas que tú.

– Líbrete Dios, emir, dijo profundamente el capitan, de verte frente á frente de Calpuc. Ese hombre tiene alma de demonio.

– No, yo creo que ese hombre tiene un alma valiente, que resiste con una fuerza prodigiosa á la adversidad; pero continúa, porque aunque he oido contar esa misma historia á Calpuc, quiero oir á entrambas partes; él te acusa de asesino y de bandido, y si yo no te protegiera…

Hizo un gesto de profundo desden Sedeño y exclamó:

– Calpuc vive porque le proteges tú, emir; pero continuemos, que tiempo tendrémos sobrado para llegar á ese asunto.

El aspecto de frialdad con que Calpuc habia contestado á mi arrogancia, arrogancia á que me daban derecho cien victorias conseguidas contra aquellos bárbaros, sin perder un solo hombre, me contrarió.

– Habeis llegado hasta aquí, capitan, me dijo, porque Dios lo ha querido; porque Dios castiga en nosotros los pecados de nuestros padres y su ciega idolatría; Dios os ha enviado, no como la luz que alumbra, sino como la espada que hiere: sois un azote al que ha prestado Dios la fuerza de su brazo, y triunfais; porque es necesario, porque es preciso que triunfeis: en una palabra, sois los verdugos de la justicia de Dios.

– Y sin duda para desarmar la cólera de Dios, le dije con intencion, os habeis convertido al cristianismo.

– Me he convertido al cristianismo porque Dios ha querido que me convierta, me contestó con la gravedad peculiar á los indios.

– ¿Y por qué, si sois cristiano, resistis á las armas del emperador?

– ¡Qué! ¿acaso vuestro emperador ha nacido para esclavizar al mundo entero? contestó con desden Calpuc.

– El gran emperador y rey don Carlos V es el monarca mas grande de la tierra.

– Su grandeza es un crímen continuado, contestó Calpuc; pero dejemos vanas disputas. ¿A qué habeis venido aquí?

– Ya os lo he dicho: á conquistar tierras á mi amo el emperador, y á extender la fe de Jesucristo.

– Por ahí debiais haber empezado; pero la fe de Jesucristo no se extiende por medio del incendio, de la matanza, de la impureza, del robo y de todo género de delitos: el que quiera extender la fe de Jesucristo debe de ser un apóstol y encadenar las almas por el ejemplo de su virtud y por la sabiduría de su palabra. Y si Dios os ha traido hasta estas remotas tierras, no ha sido por la gloria de su nombre; vosotros sois indignos de enaltecerla; os ha enviado como un castigo, y vosotros no peleais con el valor del leon, excitados por la fe, sino por la sed de oro; habeis llegado hasta aquí atraidos por la fama de la montaña dorada, y os habeis encontrado con una roca de cristal. Si vuestros soldados hubieran sabido esto, no hubieran sido tan audaces. Para encontrar botin en abundancia, no es necesario penetrar en el desierto; si en vez de estar la montaña dorada despues de esta ciudad, hubiese estado mas allá, no hubiéreis pasado adelante. Sea como quiera, ¿cuanto oro será necesario para que nos dejeis en paz?

– Todo el oro que teneis, todas las riquezas que atesorais pertenecen á mi amo el emperador, le contesté.

– En buen hora, dijo Calpuc; vuestro será el oro del templo; vuestras las riquezas que encierran las casas de la ciudad; pero no serán vuestros los tesoros ocultos por nosotros en las entrañas de la tierra; tesoros, en comparacion de los cuales, nada es cuanto habeis robado ó podeis robar, porque nosotros sabemos donde estan las minas de oro y los bancos de perlas y las rocas que encierran el diamante. Si vuestro objeto no es otro que el de acumular riquezas, hablad; poned precio á nuestra libertad, recibidlo y partid.

– Escuchad, le dije: hay un medio de conciliarlo todo: al entrar he visto una niña.

Púsose sumamente pálido Calpuc.

– Esa niña es mi hija, me contestó.

– Pues bien, dadme vuestra hija por esposa, y me quedo entre vosotros; os ayudo con mis invencibles soldados; fundamos un poderoso imperio al que no se atreveran á llegar los españoles y…

– ¿Son esas vuestras últimas condiciones? dijo interrumpiéndome Calpuc.

– Decididamente.

– Pues bien, pensaré en ello. Entre tanto descansad; esta es vuestra habitacion; no extrañeis si no me veis en algun tiempo, porque acaso me lo impediran graves ocupaciones. Adios.

Y sin esperar mi contestacion se perdió tras un tapiz.

Para mí todo lo que habia visto y me habia maravillado, el trage castellano de Calpuc, la pureza con que hablaba el castellano, la existencia de tres sacerdotes católicos en un país de idólatras, estaba explicado desde el momento en que encontré en el palacio del rey del desierto á la hija del duque.

Ella sin duda le habia convertido, ella le habia enseñado el habla castellana; su apóstol y su maestro habia sido el amor.

Y nada tenia esto de extraño: doña Inés era una mujer bastante por sus encantos, por el poder de un no sé qué misterioso que se revelaba en ella, para convertir y enamorar á un dervís. Yo mismo comprendí que si doña Inés se empeñaba, á pesar de mis hábitos de bandido y de libertino, me convertiria.

Yo habia ido por ella sola al interior del desierto, porque nunca habia creido en la existencia de la montaña de oro, y porque, como decia muy bien Calpuc, para obtener grandes riquezas por medio del saqueo, no era necesario alejarse tanto de la frontera.

Yo habia buscado al terrible Calpuc con un puñado de valientes, porque tenia indicios de que si doña Inés vivia, debia estar en su poder.

La habia encontrado de una manera maravillosa; pero si bien la ambicion me habia impulsado hacia ella, el amor y un amor violento habia sustituido en mi alma el lugar de los pensamientos ambiciosos desde que la ví.

Mi demanda para esposa de la hija de Calpuc solo habia sido un pretexto para acercarme á doña Inés.

Sin embargo, una inquietud mortal me devoraba; habia cometido indudablemente una imprudencia en pronunciar ante Calpuc el nombre del duque de la Jarilla; Calpuc se habia mostrado receloso conmigo y era de temer que ocultase de tal modo á doña Inés que no pudiese dar con ella.

Sirviéronme de comer al uso de los naturales, en la habitacion que Calpuc me tenia designada, y despues de comer se me presentó un indio que hablaba medianamente el castellano, y me participó que su señor le enviaba, para que, si yo queria, me sirviese de guia y de intérprete en la ciudad.

Aproveché sus servicios, salí del palacio por un postigo que estaba muy cerca de mi habitacion, visité los alojamientos de mi tropa, á la que encontré dispuesta á todo, y recorrí despues la ciudad. Notaba que por todas partes se fijaban en mí miradas recelosas, que las mujeres se escondian á mi vista, y que los agoreros predicaban de una manera enérgica, á pesar de mi presencia, en el lenguaje bárbaro de los sacerdotes indios, en medio de una multitud cabizbaja y silenciosa.

Algunos de estos agoreros, señalaban con rabia la cruz que habia aparecido sobre el templo, y por sus gestos, y violentos ademanes, podia comprenderse que excitaban á los indios á la insurreccion.

Cuando ya cerca de la noche me volví al palacio de Calpuc, y entré en mi habitacion por el mismo postigo por donde habia salido, noté que la ciudad habia quedado entregada á una agitacion sorda y amenazadora.

Ya habia indicado yo á mis alféreces donde podrian encontrarme, y aunque mi situacion era aislada y peligrosa, me llenó de alegria la idea de que una acometida por parte de los indios, me autorizaria para obrar sobre la ciudad como sobre pais conquistado.

Inmediatamente que entré me sirvieron la cena.

Despues me dejaron solo.

No pasó mucho tiempo cuando percibí un ruido leve en una de las habitaciones inmediatas. Mi primer pensamiento fue la sospecha de que acaso pensaban sorprenderme y asesinarme, y á todo evento esperé de pie en medio de la cámara.

Poco despues se levantó el tapiz de una puerta y en vez de un asesino entró una niña. Una niña hermosa como un ángel.

La niña se puso sonriendo uno de sus pequeños dedos sobre su pequeñísima boca, y acercándose á mí me dijo con una hechicera confianza:

– Señor español, mi madre, que es española como vos, desea hablaros; pero para ello será necesario que me sigais sin hacer ruido; muy quedito y muy en silencio.

Despojéme de mis espuelas, y como no era de presumir que Calpuc se valiese de su hija para tenderme un lazo, me limité á llevar por única arma mi daga, que aun conservaba en la cintura: si por acaso no la hubiese tenido, hubiese seguido á Estrella, que asi se llamaba la niña, enteramente desarmado; hacer otra cosa hubiera sido demostrar desconfianza ó miedo, y esto ofendia mi orgullo.

Estrella me asió de una mano, me sacó de la cámara, y me llevó á oscuras por un laberinto de corredores y habitaciones. Al fin entramos en un departamento donde se aspiraba un ambiente cargado de perfumes, lo que demostraba que ya estábamos en las habitaciones de doña Inés.

Al fin Estrella levantó un tapiz y entramos en una magnifica cámara, iluminada blandamente por una lámpara, en cuyo fondo, sobre almohadones de pluma, estaba sentada una mujer vestida de blanco.

Era doña Inés.

La media luz que iluminaba la cámara, los brillantes muebles que la alhajaban, el trage blanco de doña Inés, su cabellera negra, magníficamente agrupada en trenzas sobre su cabeza, la ardiente melancolia de su semblante, la ansiedad que se pintaba en su mirada, todo, todo, hacia de aquella mujer una tentacion viviente.

Doña Inés besó á su hija en la boca, la dijo algunas palabras al oido, y la niña, haciendo una señal de inteligencia, atravesó, leve como una pluma, la cámara y se perdió detrás de una puerta.

– Dispensad, caballero, me dijo doña Inés con un acento ávido, opaco y profundamente melancólico; perdonad que os haya molestado, y sentaos. Me habeis dicho que venis de España, que hace un año habeis penetrado en el desierto, y que esto ha sido por órden de don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla, adelantado de España en la frontera.

Doña Inés pronunció todas estas palabras con una precipitacion febril.

Esperé un momento á que dominase su conmocion, y la respondí:

– En efecto, señora, el adelantado de la frontera, ha premiado mis largos servicios al emperador, haciéndome la honra de encargarme…

– ¿Y qué encargo es ese?..

– Hace diez años los indios sorprendieron al adelantado, y le robaron una hija adorada.

– ¿Y el adelantado, no se ha acordado en diez años de buscar á su hija? dijo con cierto sarcasmo doña Inés.

– El adelantado, señora, ha enviado uno y otro capitan; á uno y otro tercio al desierto; todos han perecido.

– ¿Y solo vos habeis podido llegar?..

Doña Inés se detuvo.

– Si, si señora, la dije con audacia, yo solo he tenido la fortuna de encontraros.

– ¡De encontrarme! ¡pues qué! ¿creeis que yo soy la hija del adelantado? ¿es esa señora la única española que por las vicisitudes de la guerra ha venido á parar á poder de los indios?

– Yo, señora, la contesté, no hubiera aventurado ninguna expresion, sino estuviese seguro de que vos sois doña Inés de Cárdenas.

– ¡Que estáis seguro de que yo soy…!

– Si, por cierto, porque os conozco.

– ¡Que me conoceis!

– He visto vuestro retrato en casa de vuestro padre.

– Sin duda os engaña la memoria.

– Suele suceder que la memoria engañe; pero jamás engaña el corazon.

Doña Inés afectó no comprender el sentido directo y audaz de mis últimas palabras.

– El corazon se engaña tambien me dijo con la mayor naturalidad; á quinientas leguas de distancia, cuando se han atravesado bosques y desiertos, y se han visto muchas mujeres… es fácil…

– Si, eso es fácil para un indiferente, pero no para un hombre que ama.

Era ya el tiro tan directo que doña Inés no pudo desentenderse y adoptó un aspecto severo.

– Si creeis que yo soy hija del duque de la Jarilla; si habeis comprendido la posicion que ocupo en esta casa, por mas que yo no sea la mujer que creeis, me haceis una grave ofensa.

– Perdonad, pero no conozco bien vuestra posicion.

– ¿Y qué posición puede ser la mia, teniendo una hija, sino la de esposa de un hombre que profesa mi misma religion, y que es mas ilustre que yo, puesto que es rey de unos dominios tan extensos como los del emperador don Carlos?

– Dominios que sin embargo se conquistan con cien soldados castellanos.

– Asi lo quiere Dios, y es justo que asi sea, dijo doña Inés. Pero no os mostreis tan orgulloso; hasta ahora solo habeis tropezado con pequeños caciques á los que os ha sido fácil vencer: no habeis encontrado un solo guerrero: todas esas turbas que habeis vencido, son restos de tribus aterradas, desmembradas que han huido á los desiertos, despoblando la parte conquistada por los españoles. Pero ahora os encontrais en la primera ciudad de otro imperio fuerte y poderoso que no se ha aterrado todavía, y que está acostumbrado á vencer á los españoles. ¿No sabeis de boca del mismo adelantado de la opuesta frontera, que á pesar de sus murallas, de sus cañones y de sus soldados castellanos, los idólatras le arrebataron su hija de su mismo palacio?

– ¡Oh! ¡al fin confesais!..

– Me remito á lo que vos mismo me habeis referido.

– Pero os repito, doña Inés, que he visto vuestro retrato en la casa de vuestro padre, que no puedo desconoceros, porque causásteis en mí una emocion profunda, y porque, en fin, en nada habeis variado sino en haber acrecido en hermosura.

– ¿Habeis hecho una campaña de quinientas leguas por mí, solo por mí? dijo con un acento indefinible doña Inés.

– Vuestro padre…

– Mi padre, porque… si, yo soy esa doña Inés que buscais; mi padre ha tenido ocasion de saber de mí, ya enviando un indio de paz, ya por otros mil medios. No, no: mi padre me ha maldecido sin duda; mi padre ha renegado de su hija.

– Vuestro padre os cree muerta, señora; vuestro retrato está cubierto con un velo negro.

Doña Inés se conmovió, surcaron dos lágrimas sus blancas mejillas, y dijo con acento conmovido:

– Mi padre no podia creer que entre los idólatras hubiese un alma generosa, un gran corazon que me sirviese de amparo. Mi padre supuso y supuso con razon, que yo no podria sobrevivir á la esclavitud y al envilecimiento. Pero mi padre se ha engañado. Para ser completamente feliz, solo me falta respirar el aire de la patria, y vivir entre cristianos.

– ¡Ah! ¡sois feliz!

– Cuanto puedo serlo en una tierra extraña habitada por idólatras. Si esto os maravilla, prestadme un tanto de atencion y cesará vuestro asombro.

Mi padre os habrá referido cómo le fuí arrebatada: los indios nos sorprendieron, pasaron á cuchillo á los españoles, y su rey penetró en nuestra casa, y en mi cámara, en el momento en que la mano brutal de un salvaje me habia arrancado de mi reclinatorio, donde pedia á Dios misericordia, y arrastrándome por los cabellos, levantaba sobre mí su hacha.

El valiente Calpuc me arrancó de las manos del terrible guerrero, y para salvarme, me declaró su cautiva.

Todos respetaron á la cautiva del rey.

Despues no recuerdo lo que sucedió; solo que cuando torné en mí, me encontré en un lecho portatil, conducido por cuatro indios, en medio de un ejército innumerable de salvajes, que marchaban por ásperos y horribles desfiladeros.

Durante muchos dias, hicimos pacíficamente el mismo camino que vos, sin duda, habeis hecho, dejando á vuestras espaldas la muerte, la desolacion, y el incendio: al fin llegamos á esta ciudad, y fuí trasladada á este mismo palacio.

Durante el camino, mis ojos habian buscado en vano al jóven guerrero que me habia librado de una muerte horrorosa. Un impulso de gratitud y un sentimiento que no podia explicarme, me hacian pensar en él. Algunos dias despues de haber llegado á este palacio, me atreví á preguntar á las esclavas que me asistian, por el rey de aquella tierra.

Entonces un anciano sacerdote que habia sido cautivado en la misma ocasion en que yo lo habia sido, se me presentó y me dijo que el jóven rey del desierto, Calpuc, habia ido á reprimir la insurreccion de una de las tribus; díjome asimismo, que conmigo, ademas de él, habian sido libertados de la muerte otros dos sacerdotes cristianos y algunos soldados y mujeres castellanas.

– Ignoro la suerte que nos está reservada hija mia, añadió: creo que este rey es humano y generoso; pero en todo caso, antes que faltar á la virtud y á la fe de Jesucristo, es preferible el martirio.

Algunos dias despues, se me presentó el mismo Calpuc.

Era muy jóven, y ya le conoceis, y podeis comprender que posee dotes para hacerse amar. Yo no habia pensado en que podria amarle; este pensamiento me hubiera llenado de terror: mis creencias, mi educacion, mi altivez, todo se oponia en mí á este pensamiento, y sin embargo, ya os he dicho, que el recuerdo de aquel jóven que me habia salvado, me inspiraba un sentimiento misterioso que no podia explicarme, que yo no creia que pudiese ser amor, y que atribuia á gratitud.

Fuése que por hacerse entender de mí, Calpuc hubiese procurado aprender el habla castellana, fuese que conociese algunas de sus palabras por la continua guerra contra los españoles, me hizo entender, aunque á duras penas, en nuestra primera vista, que nada tenia que temer, y que si me habia llevado consigo á sus dominios, solo habia sido por no dejarme expuesta á mil peligros.

Desde entonces todos los dias me hacia una corta visita.

Lentamente el jóven indio fue comprendiendo mejor el castellano; al fin á los seis meses, se hacia entender perfectamente.

Yo tambien habia comprendido lo que mi corazon no habia podido ocultarme, esto es, que amaba al rey del desierto. Le amaba, sí, pero jamás le revelé mi amor, ni con una mirada, ni con una demostracion de alegría á su llegada, llegada que yo ansiaba, para dar en el fondo de mi alma una expansion á mi amor.

Calpuc, por su parte, me trataba con el mayor respeto y con una indiferencia perfectamente afectada; pero ¿qué mujer no conoce si es amada ó no por un hombre á quien ve todos los dias?

Sabia, pues, que le amaba y que era amada; pero estaba resuelta á morir antes que á pertenecer á un idólatra.

Pero nuestra mutua posicion debia ser mas íntima y mas difícil; debia llegar un dia en que viviésemos continuamente juntos, en que comiésemos en un mismo plato, en que hiciésemos una vida comun.

Aun no habian pasado seis meses, desde que habia sido arrebatada á mi padre, cuando un dia se me presentó Calpuc pálido y trémulo.

– Es necesario que seas mi esposa, castellana, me dijo, y que adores á nuestros dioses.

– ¡Jamás! le contesté; Jamás seré la esposa de un idólatra, ni me prosternaré ante el ara horrible que se riega con sangre humana.

– Escúchame, Inés, dijo Calpuc, sentándose á mi lado: los agoreros han dicho al pueblo, que una mujer que vive en mi palacio, me envuelve en la tentacion y en la impureza; que esa mujer causará la completa ruina de los restos del imperio mejicano, y que, para aplacar á los dioses, es necesario que esa mujer sea entregada á los sacerdotes y sacrificada ante el altar.

El horror de esta terrible perspectiva me hizo estremecer.

– Y no es esto solo: los agoreros dicen que es necesario para asegurar la suerte del imperio, que sean sacrificados tambien tus hermanos de religion y de patria que han sido cautivados contigo.

– Pero tú eres el rey de esa gente, le dije.

– Mi poder, me contestó Calpuc, nada puede contra el poder de los sacerdotes. No hay otro medio para ti que ser mi esposa, y adorar á nuestros dioses, ni otro medio tampoco de salvar á esos infelices, sino se prosternan ante nuestros altares.

– Pues antes que eso, ellos y yo, preferimos el martirio.

– Escúchame, Inés, me dijo Calpuc con acento profundamente conmovido, y asiéndome una mano, yo te amo.

Era la primera palabra, y la primera mirada de amor que se atrevia á dirigirme Calpuc.

– ¿Y por qué me amais, conociendo que yo no habia de sucumbir á vuestros amores? ¿Pretendeis aterrarme para que consienta en ser vuestra esposa?

– No, no; dijo dulcemente Calpuc; yo solo quiero salvarte.

– Pero mi salvacion es imposible.

– ¿Y por qué?

– Porque jamás renegaré de mi Dios.

Calpuc observó si podia ser escuchado de alguien, y luego llevándome á un ángulo retirado de la cámara donde nos encontramos, me dijo:

– Yo no quiero que mueras.

Me miró de una manera apasionada durante un momento, y luego continuó.

– Si tú murieras, Calpuc se convertiria en el mas feroz de los hombres.

– Pues bien, sé rey fuerte y poderoso.

– Y dime, ¿qué harian los españoles, si su emperador les mandase ofender al Dios de sus padres, y desobedecer á sus sacerdotes?

– ¿Los españoles…? los españoles destituirian, exterminarian al emperador.

– ¿Y por qué no habian de hacer lo mismo los mejicanos con un rey que les mandase arrojar por tierra los altares de sus padres?

– Pero los españoles adoran al verdadero Dios, y vosotros adorais á Belial.

– La oracion de mi madre resuena en los oidos de los guerreros de mi nacion, cristiana, como la de tus abuelos resuena en los oidos de los tuyos. No te obligaré yo á que abandones á tu Dios…

– Y me exiges que reniegue de él.

– No, solo te pido que engañes á los hombres.

– ¡Cómo!

– Guarda en tu corazon tus dioses; pero arrodillate, para que mis sacerdotes dejen de aborrecerte, arrodillate ante los nuestros.

– ¡No, nunca!..

– ¿Y la vida de esos desdichados? ¿y mi vida?

Calpuc se arrojó á mis piés.

– Es necesario que te resuelvas, continuó; no se pondrá el sol tras las montañas azules, sin que los sacerdotes me pidan una respuesta. Es necesario que la hermosa vírgen se salve, y escucha: si no me amas no serás mi esposa, sino para los hombres, que se alimentan con lo que ven y con lo que oyen: Calpuc no se acercará á la vírgen de su amor, sino para tenderse á sus piés y guardar su sueño. Calpuc amará á su hermana, pero es necesario que su hermana le llame esposo; es necesario que todos la crean esposa del rey, para que ninguno se atreva á pensar en matarla: ¡ah! si mi hermana muriera, Calpuc se convertiria en un tigre.

Los ojos del jóven salvaje centelleaban, y un amor inmenso se exhalaba por ellos; pero un amor tan respetuoso, tan sublime como ardiente.

Yo, aunque aterrada por la horrorosa suerte que me amenazaba, me sostuve sin vacilar en mi resolucion, y Calpuc desesperado llamó al mas anciano de los tres sacerdotes cristianos.

Este consintió en persuadirme al fingimiento que de mí se exigia, pero con una condicion solemne: exigió á Calpuc que se convirtiera al cristianismo.

– Nuestros dioses se alimentan con sangre humana, dijo profundamente Calpuc; nuestros sacerdotes son unos malvados, que vuelven en su provecho la fe de mis hermanos; muchas veces he pensado en que un dios de muerte y de sangre, no es el dios que ha criado el sol, que es tan beneficioso, ni la luna que es tan bella, ni la tierra que es tan fértil, ni el mar que es tan grande, ni ese abismo tan azul, donde brillan innumerables los luceros. Mi padre que era un sabio y un justo me habia dicho: estos sacrificios humanos nos traerán al fin la maldicion de Dios. Por allí, por donde sale el sol tan resplandeciente, vendrán unos guerreros formidables que nos traerán, sobre mares de fuego y sangre, en castigo en nuestras culpas, otro Dios mas benéfico. Yo escucho todavía la voz de mi padre. Calpuc, ha querido conocer á Dios, y los agoreros no han sabido mostrárselo. ¿Se lo mostrarás, tu, anciano?

El licenciado Vadillo, que así se llamaba el sacerdote, aprovechó la buena disposicion de Calpuc, y me decidió á que, para causar un gran bien, me prestase á unas formas externas, que en nada podian ofender á Dios, puesto que conocia la pureza de nuestras intenciones.

Imponderable fue la alegría de Calpuc cuando supo que yo consentía en cuanto era necesario hacer para que los sacerdotes idólatras renunciasen, ó por mejor decir, no pensasen en sacrificarnos.

Algunos dias despues era yo la esposa de Calpuc.

Esposa para el pueblo; hermana para él.

Lentamente el licenciado Vadillo y yo fuimos labrando la fe cristiana en el alma de Calpuc. Al fin un dia, el dia mas hermoso de mi vida, el licenciado Vadillo bautizó á Calpuc en secreto, y en secreto tambien nos desposó con arreglo al rito de la Iglesia católica.

Entonces no fui ya la hermana, sino la mujer de Calpuc.

Un año despues el cielo habia bendecido nuestra union dándonos á Estrella, á mi hermosa Estrella.

Una capilla, la misma que habeis visto, fabricada por españoles, que habian venido á fuerza de oro, y construida con el mayor recato, habia abierto para nosotros el fecundo manantial de vida de la oracion y de las prácticas religiosas. Habreis reparado que habeis sido introducido por una puerta secreta en esta parte del palacio; que todas las habitaciones estan iluminadas por ventanas abiertas en el techo; que nadie, en fin, puede sorprender lo que aquí suceda: el vulgo cree que estas habitaciones tan cerradas son las de las mujeres del rey, y nadie se atreveria á mirar ni á espiar el interior del sagrado recinto aunque le fuese posible. Mi esposo tiene adormida la suspicacia de los sacerdotes á fuerza de oro, y á fuerza de oro ha conseguido que no haya un solo sacrificio humano, á pretexto de que los sacerdotes dicen al pueblo, que los dioses estan contentos y que no hay necesidad de aplacar su cólera con sangre. Los cráneos humanos que veríais ayer sobre el templo eran antiguos.

– Pues mucho me temo, dije interrumpiendo á doña Inés, que tanta felicidad no sea turbada por vuestra causa.

– ¿Por mi causa? dijo doña Inés.

– Si por cierto, porque vos sois la que me habeis traido aquí al frente de mis soldados.

– ¿Y qué desgracia nos puede acontecer?

– Nuestros soldados han entrado triunfantes en la ciudad.

– Pero ha sido porque hemos hecho creer á los habitantes que tras vosotros venia un formidable ejército; ha sido porque yo no he querido que se vierta sangre de cristianos; porque deseo, en fin, que haya un acomodamiento entre los conquistadores y los naturales, y á propósito de ello queria hablar con el capitan de la bandera española que se habia presentado delante de nosotros.

– No me ha dicho lo mismo vuestro noble esposo, señora, la repliqué.

– ¿Ha hablado con vos mi esposo?

– Si, me ha ofrecido tesoros porque me vuelva con mi gente á la lejana frontera.

– Eso consiste en que habeis cometido la imprudencia de nombrar á mi padre delante de mí.

– Pero en fin, señora, ¿á que habremos de atenernos?

– Es necesario obrar y obrar pronto. Es necesario que marcheis, llevando á mi padre un mensaje que yo os daré para él.

– ¡Partir! ¡partir, cuando se han hecho quinientas leguas y se han dado cien batallas por encontraros!

– Vuestra gente está perdida en la ciudad: solo por el temor de verse anonadados, dominados por un formidable ejército, han podido los naturales consentir en que se celebren las ceremonias de otra religion en el templo de sus falsos dioses: si mañana no aparece, como es imposible que aparezca, ese soñado ejército, innumerables idólatras envestirán á vuestras gentes, las sofocarán por su número y las sacrificarán á sus dioses, á fin de aplacarlos por la, para ellos, terrible profanacion que se ha efectuado hoy en el templo; creedme, caballero, creedme; voy á hacer que busquen á mi esposo, á fin de que tratemos acerca de lo que conviene hacer, á propósito de establecer una buena inteligencia entre los españoles y los naturales, y esta misma noche partireis… ó sino partís sereis sacrificado… lo que me pesaria sobre manera.

– Pues os repito, señora, que habeis acudido tarde á no ser que lo que me preponeis sea una discreta industria para alejarme con mi gente.

– Os juro que nada hay en mis palabras doble ni artificioso; sino os alejais sois gente perdida.

– Pues creo que eso lo hemos de ver muy pronto, dije aplicando el oido, porque me pareció haber escuchado un disparo de arcabuz.

En efecto, no me habia engañado; poco despues, y partiendo del templo, retumbaba sobre la ciudad un cerrado fuego de mosqueteria: oíanse distintamente los gritos tumultuosos de los idólatras, y dentro del mismo palacio se dejaba oir una animacion terrible.

Estrella se presentó pálida en la cámara y se arrojó en los brazos de su madre, que se habia levantado y fijaba en mí, que me habia levantado tambien, una mirada fija y terrible.

– ¿Qué significa esto, caballero? me preguntó.

– Esto significa que las gentes de la ciudad han acometido á mi gente, que, como es natural, se defiende. Por mi parte os juro que nada sé de esto, y que me pesa; pero lo tenia previsto.

– Pues bien, no saldreis de aquí, caballero, dijo una voz á la puerta.

Aquella voz era la de Calpuc, que se presentaba, no con el traje español con que se habia presentado aquel dia ante nosotros, sino con sus ostentosas vestiduras de rey mejicano, armado con un hacha corta y reluciente.

– ¡Ah! ¡me habeis tendido un lazo! exclamé; ¡me habeis asegurado en vuestra casa, creyendo que mis gentes sin su capitan serian mas fácilmente vencidas! Pero os habeis engañado: lo he previsto todo; no tardaran en llegar aquí mis soldados.

– ¡Ah! ¡lo habiais previsto todo! dijo sombríamente Calpuc: ¡habeis venido no á extender la religion de Cristo, sino á robarme mi esposa! El duque de la Jarilla os envia, y contábais demasiado fácilmente con el logro de vuestra empresa. Os habeis engañado capitan: habeis venido á morir á mis manos como un traidor.

Y adelantó hácia mí.

Yo desnudé mi daga, única arma de que, por imprevision, estaba provisto: doña Inés se interpuso.

– No, no, exclamó: no vertamos mas sangre que la necesaria para defender nuestros hogares.

– Nuestros hogares estan acometidos é incendiados, exclamó con rabia Calpuc, y este miserable renegado, que blasfema la religion de Cristo, va á morir á mis manos.

Y rechazó con fuerza á su mujer.

Trabóse poco despues una lucha desigual: yo solo tenia mi daga: el rey del desierto era valiente, vigoroso y ágil, y se defendia con las armas de que iba cubierto, de mis golpes. Para defenderme de los suyos me veia obligado á retroceder; oia ya cerca, muy cerca, los gritos y los disparos de arcabuz de mis soldados; un resplandor rojizo se veia al fondo en las habitaciones, por la puerta que habia dejado franca Calpuc: pero yo no podia ganar aquella puerta: las mujeres, asustadas, habian huido por otra; habiamos quedado solos el indio y yo: él estrechándome, yo retrocediendo: al fin me alcanzó un hachazo en el brazo izquierdo, luego otro en el rostro. Caí, la sangre me cegó, el vértigo se apoderó de mí: sentí diferentes golpes de hacha en el cuerpo, y perdí los sentidos.

Calpuc me dejó tal como me ves ahora, con un costuron en el rostro, con una manga sin brazo, y con una pata de palo, á mas de otras heridas profundamente señaladas en el resto de mi cuerpo.

Aquella negra aventura dió ocasion á que me llamasen mis compañeros primero y despues todos los soldados de los tercios en que he servido, el capitan estropeado.

Debes tener tambien en cuenta, que en tu servicio he recibido estas heridas, ó por mejor decir, he perdido el agradable aspecto que antes tenia mi semblante; un brazo y una pierna: no debes olvidar esto, Yuzuf.

– ¿Te mandé yo, que penetrases en el interior de los desiertos de Méjico? dijo con desden Yuzuf: si te llevaron á ellos tus vicios, esto es, tu lujuria y tu codicia, tuya, y sola tuya es la culpa: no en mi servicio, síno en el tuyo fuiste estropeado.

– Si, es cierto en alguna parte lo que dices; pero ten en cuenta, Yuzuf, que tú habias apurado los tesoros de tu padre: que la contribucion que te pagaban las Alpujarras, no bastaba para alimentar á tus monfíes, ni para sostener tu decoro de emir: que tú, como el emperador don Carlos, y como los aventureros y golillas españoles, habias pensado en la América, en ese rico tesoro encontrado mas allá de los mares por Cristóval Colon: que para procurarte riquezas fue únicamente para lo que me compraste una compañía, y me diste ciento de los tuyos: que sino hubiera sido por tí, yo no hubiera ido á Méjico, no hubiera conocido al duque de Jarilla, no hubiera visto el retrato de su hija, y no hubiera pasado de la frontera, donde, sin gran peligro y trabajo, se alcanzaban ricas presas. Recuerda, en fin, que en seis años que estuve por allá, llené tus arcas de oro para mucho tiempo.

– Y dime: ¿á quién debes tu salvacion en tu descabellada excursion por el desierto sino á mis monfíes?

– Es cierto; pero eso no quita el que te haya servido fielmente, y el que estés obligado á darme ayuda.

– Si me has servido fielmente, es porque te tenia sujeto: porque á tu lado y como alféreces tuyos, iban hombres que no te hubieran permitido que me hicieses traicion: si hubieras podido, no me hubieras enviado ni un solo marco de oro: nada tengo que agradecerte, eres mi esclavo. Pero continúa, y sepamos á donde vas á parar con tu extraño relato.

– Cuando volví en mí, me encontré dentro de una cabaña en el centro de un bosque; estaba en un lecho de pieles de búfalo, y enteramente solo: era de noche: una lámpara de hierro puesta sobre una piedra, alumbraba la cabaña: junto á mí, tendido en el suelo, y echada la cabeza sobre el lecho, dormia un hombre, y únicamente sus fuertes ronquidos interrumpian el profundo silencio que reinaba.

Yo estaba vendado, dolorido, débil: por el momento, nada percibí mas que en conjunto: despues pasé de la observacion de los objetos exteriores á mí mismo, y me aterré: me faltaban un brazo y una pierna; el conocimiento de esta falta me hizo arrojar un grito de terror; á aquel grito, el hombre que dormia junto á mí despertó; era uno de mis alféreces; uno de tus monfíes.

Esto me tranquilizó un tanto; al menos no estaba en poder de los idólatras: no debia temer el ser sacrificado á sus horribles ídolos. Sin duda estaba en medio de mis gentes, puesto que el alférez se mostraba completamente armado.

– Gracias á Dios, me dijo, que al fin habeis tornado en vos, capitan: tres dias habeis estado como muerto.

– ¿Y dónde nos hallamos?

– A muchas leguas de la ciudad de ese perro idólatra, en cuyo palacio os encontramos casi hecho pedazos.

– ¿Y qué ha sido de ese hombre?

– Logró escapar de nuestras manos; reunió su gente en número considerable, y nos obligó á retirarnos de la ciudad.

– Pero no nos ha perseguido, puesto que estamos en reposo, y debe estar muy lejos el peligro, porque dormiais profundamente, alférez, cuando yo he vuelto en mí.

– Perdonad, capitan, me dijo, si he podido dormirme; hace tres dias con sus noches que no dormimos: pero eso no quiere decir que no haya peligro: por el contrario, tenemos al otro lindero del bosque el campo de los idólatras, y nuestras postas (centinelas) estan al frente de ellos. Tres dias hemos venido retirándonos, conteniendo una infinita muchedumbre con el fuego de nuestra mosqueteria, sin cesar de andar, llevándoos delante de nosotros en un lecho cubierto. Aquí fue necesario cortaros una pierna y un brazo, y para hacer esta operacion, nos fue forzoso detenernos y sostener un reñido combate: en él hemos perdido diez hombres.

– ¿Y las mujeres? dije con ansiedad.

– Las mujeres y la presa la hemos mantenido constantemente en medio de nosotros, y aun no nos hemos visto obligados á perder la menor parte del botin.

– Y entre esas mujeres, ¿vienen por acaso la esposa y la hija del rey Calpuc?

– Sí señor.

– Supongo que esas mujeres se habran respetado.

– Ninguno de vuestros soldados, capitan, se hubiera atrevido á tocar á la presa antes de que vos la hubiéseis repartido.

– ¿Y quién me ha curado?

– El médico judio que nos acompaña desde las Alpujarras.

– ¿Y qué dice el médico acerca de mi vida?

– Despues de haberos cortado la pierna y el brazo, y de haberos examinado las heridas de la cabeza, nos aseguró que os quedaban muchos años de vida; pero… ¿no ois, capitan?

Habia resonado á lo lejos un disparo de arcabuz, al que siguieron instantáneamente algunas descargas. Poco despues el fuego se extendió á la redonda, se acercó y se estrechó alrededor de la cabaña donde yo me encontraba.

– Los idólatras han acometido el campo, exclamó el alférez, y nunca como ahora nos han cercado: quiera Dios que no nos exterminen esta noche.

– Esperad, le dije: ¿no me habeis dicho que estan entre nosotros la hija y la esposa del rey Calpuc?

– Si, por cierto.

– Hacedlas venir al momento.

El alférez salió, y poco despues entró con la madre y la hija.

Doña Inés venia pálida, grave; pero altiva, con el mismo trage con que la habia visto tres dias antes: á no ser por los pasos que dió en la cabaña al entrar en ella, se la hubiera podido creer una estátua.

Su hija Estrella, inmóvil tambien, abrazada á la cintura de doña Inés, pálida y trémula, fijaba en mí una mirada llena de terror; el alférez estaba detrás de ellas impasible, como sino se tratara de una mujer tan hermosa como doña Inés, y una niña tan semejante á un ángel como Estrella.

– Doña Inés, la dije: las circunstancias en que nos encontramos haran que no extrañeis la resolucion que voy á tomar para salvar á mi gente.

– Comprendo la resolucion que tomareis, me dijo con acento glacial doña Isabel, y bien, estoy resuelta: pereceremos todos.

– ¿Y vuestra hija? exclamé con acento profundo.

Noté que doña Inés temblaba, que la niña palidecia aun mas, y que pugnaba en vano por contener sus lágrimas.

– Ved lo que haceis doña Inés, la dije: vuestro padre tiene indisputables derechos á recobraros por el honor de su familia, y prescindiendo de eso, vos teneis un deber sagrado de protejer á vuestra hija. ¿No os causa horror solo el pensar en ver ensangrentada á vuestros piés á esa hermosa criatura?

Estrella lanzó un grito de terror, se asió mas á su madre, y rompió á llorar á gritos.

Doña Inés me llamó infame.

– Y doña Inés tenia mucha razón para llamártelo, dijo Yuzuf.

– Yo no sé si he sido infame, dijo secamente el capitan. Lo que sé es, que por doña Inés hubiera arrostrado la condenacion de mi alma. Déjame continuar, Yuzuf.

– Continúa en buen hora, pero procura abreviar, porque tu cuento se ha hecho ya muy largo, y me aquejan otros cuidados.

– No; es preciso que sepas cuánto he sufrido, cuánto he hecho por el amor de esa mujer, para que comprendas cuánto puedo hacer todavía.

– Sigue, sigue.

– Si doña Inés hubiera sido mi única prisionera, hubiera arrostrado por todo y los indios nos hubieran exterminado; pero doña Inés no se atrevió, no tuvo valor para sacrificar consigo á su hija, y su amor de madre nos salvó. Escribió una carta para su esposo, en que le hacia presente su horrible situacion y la de su hija: deciale, que su padre el duque de la Jarilla me habia enviado para arrancarla de su poder, del mismo modo que él la habia arrebatado de la frontera en otro tiempo; que nada tenia que temer de mí, que todo se reducia á volver al seno de su familia. Doña Inés, en fin, mintió y se valió de su buen ingenio para aterrar á su marido. Uno de nuestros soldados atravesó el fuego, y fue á llevar al rey del desierto la carta de su esposa.

Inmediatamente cesó el combate, y se entró en capitulaciones.

Calpuc exigió que se le entregasen los demás cautivos hombres y mujeres, y la presa, y juramento por mi parte de entregar sanas y salvas, sin ofensa en su honor, su esposa y su hija al duque de la Jarilla.

Cuando tus monfíes, Yuzuf, supieron que para que se retirasen los idólatras era necesario entregar la presa, quisieron continuar al combate á todo trance, á pesar de que contra cada monfí habia mil enemigos. Hay que confesar que tus monfíes son muy valientes, y que á duras penas conseguí que entregasen la presa.

Solo doña Inés y Estrella quedaron en mi poder.

Calpuc, que habia comprendido que si bien le era fácil exterminarnos, atendiendo á que mi gente estaba sin capitan y á que era infinitamente inferior en número á la suya, el destruirnos era sentenciar á morir á su esposa y á su hija, quiso mejor que estando vivas, le quedase la esperanza de recobrarlas algun dia. Yo habia contado con esto, y no habia contado mal. Antes del amanecer se habian retirado los idólatras al otro lado del bosque, y pudimos continuar nuestro camino. Pero la mitad de la compañia habia quedado muerta sobre el campo.

Como me habia dicho en nuestra primera entrevista doña Inés, hasta que habiamos entrado en los dominios de Calpuc, no habiamos encontrado gentes formidables: nuestros triunfos habian sido fáciles hasta entonces, y asi es que cuando desandamos el camino que habiamos llevado hasta la ciudad de Calpuc, vencimos con facilidad á algunas tribus salvajes que nos salieron al encuentro. Pero no pudimos hacer una sola presa y llegamos á la frontera, tan pobres como un año antes habiamos partido de ella.

Los monfíes estaban desatalentados. Solo yo habia conseguido mi objeto; pero á medias. Traia conmigo á doña Inés; pero me dejaba allá en el centro del desierto un brazo y una pierna, y el hacha de Calpuc, cruzando mi cara, me habia desfigurado conpletamente.

Ademas, mis proyectos de ambicion habian fracasado. Yo no podia ser esposo de doña Inés, porque doña Inés estaba casada.

A pesar de que el duque de la Jarilla habia dejado el adelantamiento de la frontera, no me atreví á entrar en las ciudades con doña Inés, que era muy conocida, y restablecido ya completamente de mis heridas, me dediqué á hacer la guerra de frontera como antes de mi expedicion al desierto, llevando siempre conmigo á doña Inés.

Llegó al fin un dia, en que, subyugadas de nuevo las provincias rebeldes, los indios que no quisieron sujetarse al yugo se internaron en el desierto, donde no era posible perseguirlos sino con grandes ejércitos, y por último, no habiendo ya aldeas que quemar ni presas que hacer, me mandaste que volviese á España.

Yo temia volver á España con doña Inés, por la misma razon que no habia entrado con ella en ninguna de las villas y ciudades de Nueva España: temia que algun amigo ó deudo de su padre la conociese. Te envié, pues, tu gente, y me quedé solo con doña Inés y Estrella, como esclavas.

Dudé al embarcarme con ellas para Europa á dónde mi dirigiria: en Flandes y en Italia me exponia á dar con un tropiezo, porque en aquellos paises abundaban los españoles. Difícil era encontrar un punto en Europa donde los españoles no llevasen su planta. Me decidí, pues, por Grecia.

En el archipiélago he vivido algunos años. Me hice construir una casa á las orillas del mar, en Chipre, y compré una almadía. Yo necesitaba oro, y me hice pirata. ¿Qué quieres? Yo necesitaba ejercitarme en algo. Cuando volvia de mis excursiones cargado de oro y cubierto de sangre, gozaba entre los brazos de doña Inés…

– ¡Cómo! ¿doña Inés fue tan miserable que al fin manchó su fe, amándote? exclamó con severidad Yuzuf.

– Recuerda emir que doña Inés tiene una hija.

– ¡Ah!

– Como se habia sacrificado la esposa, se sacrificó la madre. Doña Inés luchó largo tiempo y fue preciso para que sucumbiese que yo la amenazase con separarla de su hija. Estrella era mi esclava y podia venderla. ¿Comprendes ahora que doña Inés pudiera ser mia, y hasta que por no irritarme fingiese que me amaba?

– Comprendo que eres un infame, Sedeño, y que Calpuc ha tenido y tiene mucha razón para pedirme tu cabeza.

– ¡Eh! yo no sé si he sido infame ó no: lo que sé es que doña Inés podia haber sido muy feliz conmigo, si hubiera sido menos testaruda. Al fin, lo hecho está hecho. La obstinacion de doña Inés me ha obligado á tratarla con crueldad. No es mia la culpa. ¿Acaso la amé yo porque quise? Si no con su hermosura, con un no sé qué misterioso, que me enloquecia, me obligó á amarla. Era necesario que yo ó ella nos sacrificásemos, y entre los dos sacrificios elegí el suyo. Esto es muy natural. Ademas, me habia costado muy cara para que yo renunciase á ella: me habia costado una expedicion al desierto en que expuse mi vida en cien combates, y por último un brazo y una pierna. ¿Cómo querias que yo renunciase á doña Inés?

– Continúa.

– Ya te he dicho que doña Inés solo se doblegaba á mis deseos por el temor de perder á su hija. Pero yo no podia engañarme: me aborrecia con toda su alma, y este aborrecimiento, que no podia ocultarme, me irritaba y mi irritacion era siempre fatal para ella: de dia en dia iba desapareciendo su hermosura, y su palidez enfermiza, su demacracion, la aguda enfermedad de pecho que la aflige, la tornaron al fin desconocida, fea, flaca, cuando apenas contaba treinta y cinco años. Entre tanto Estrella crecia cada dia mas hermosa, y me enamoré de Estrella.

– ¿Despues de haber sacrificado á la madre, querias sacrificar á la hija? exclamó con indignacion Yuzuf. ¿Y te atreves á confesarme sin rubor tales infamias?

– ¿Qué quieres Yuzuf? Son cosas del corazon. Yo siempre me he dejado llevar de mi corazon, y bueno es que sepas cuánto me interesan esas mujeres, para que comprendas hasta qué punto me dejaré llevar antes que consentir en que nadie me las arrebate. Además, tú no tienes por qué extrañarte de nada. ¿Acaso tú al frente de tus monfíes no has incendiado villas y llevado á sangre los viejos, las mujeres y los niños?

– Son gente de la raza maldita; son cristianos, son los enemigos de mi pueblo: los que se gozan en nuestro sufrimiento, en las crueldades que se apuran con los moriscos. Entre los cristianos y nosotros, no puede haber mas que sangre y fuego.

– Resulta que tú eres cruel con los cristianos por venganza, y que yo soy cruel con esas dos mujeres, porque la una y la otra me han enamorado: exigencias del corazon, Yuzuf. Pero necesito concluir. El estado en que se encontraba doña Inés, y los años que habian trascurrido desde que fue robada á su padre, me aseguraban de que no pudiese ser reconocida, si por un azar lograba verla alguien, burlando mi vigilancia. Deseaba volver á España, y hace un año que volví á las Alpujarras y me puse de nuevo en inteligencia contigo. Volví á ser capitan del presidio de Andarax, espía de los cristianos en servicio tuyo, y ya sabes cuan bien te he servido durante este año.

– Por lo mismo he hecho jurar á Calpuc que no tocará á tu cabeza mientras yo no se lo permita.

– Sí, sí, todo esto es cierto. Pero tambien es cierto que hubieras hecho mucho mejor en dejarle morir á manos de la justicia que le habia preso por intento de asesinato contra mí, que en librarle de la cárcel y protegerle, contentándote solo con exigirle juramento de que no atentaria á mi vida. Mejor hubieras hecho en castigar al monfí, que habiendo sido hecho cautivo por las gentes de Calpuc en el desierto, le ha servido de guía hasta las Alpujarras. Pero ¡ya se ve! Calpuc es muy rico y te habrá comprado tu proteccion.

– Concluyamos, Sedeño: ¿que quieres de mí?

– Quiero que me permitas deshacerme de ese hombre.

– Yo no puedo ser el verdugo de un rey.

– ¡De un rey de bárbaros, cuyo trono está al otro lado de los mares!

– Sea como quiera, Sedeño, las desgracias de Calpuc le hacen merecedor de una proteccion mayor que la que yo le he dispensado; en conciencia yo debia haberte dejado entregado á él…

– ¡Entregado á Calpuc! ¿crees tú que si Calpuc no estuviera protegido por tí, por tí, que tienes demasiadas pruebas para entregarme al rey y á la Inquisicion, ya que no quisieras destruirme por tu propio poder, estaria vivo Calpuc?

– Calpuc te hará pedazos el dia en que yo se lo permita.

– ¡Oh! ¡oh! tú eres el que me tienes atado de piés y manos: en cuanto á Calpuc está tan resuelto á romper el juramento que te hizo de respetar mi vida, que me ha obligado á salir de las Alpujarras, y hace algunos dias que ronda mi casa en Granada.

– Eso prueba que respeta su juramento, lo que no impide el que pretenda rescatar su esposa y su hija.

– Pues cabalmente es necesario que eso no suceda.

Los monfíes de las Alpujarras

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