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PRIMERA PARTE.
LOS AMORES DE YAYE
CAPITULO XIII.
De cómo la caridad era una virtud peligrosísima para el poderoso emir de los monfíes Muley-Yaye-ebn-Al-Hhamar

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Llegó la noche, y por cierto, lóbrega y tempestuosa.

Poco despues del oscurecer algunos hombres, como en número de doce, envueltos en largas capas, se extendieron por las calles de San Gregorio el alto y sus circunvecinas y se ocultaron en los dinteles de las puertas.

Al poco tiempo otros dos hombres, embozados tambien hasta los ojos, llegaron á la puerta de la casucha habitada por Harum, y uno de ellos abrió la puerta: el que le seguia entró.

El que habia abierto la puerta lanzó un silbido prolongado, entró y cerró.

Poco despues un embozado, llegó á la puerta y llamó: abriéronle y un hombre que tenia una linterna en la mano, le introdujo en una habitacion del piso bajo. Sucesivamente llamaron y entraron otros cinco hombres.

Cuando estuvieron todos dentro, el hombre que les habia abierto les dijo:

– Seguidme.

Aquel hombre era Harum.

Los seis hombres que habian entrado y estaban desembozados, mostraban los semblantes mas angulares y fatídicos del mundo, bajo las anchas alas de sus sombreros gachos, y las espadas de mas voluminosa empuñadura y mas largos y torcidos gavilanes que podian darse, pendientes de los talabartes: ademas, cada uno de estos hombres, llevaba sujetos á la cintura una daga buida, y dos largos pedreñales ó pistolas.

Aquellos seis hombres eran monfíes escogidos entre lo mas duro y valiente de todas las taifas de monfíes de las Alpujarras.

Aquellos seis hombres siguieron á Harum, que los llevó en derechura á la mina que ponia en comunicacion la casa ocupada por el capitan estropeado, con el palacio de don Diego de Válor.

Cuando estuvieron allí, Harum los extendió por la mina y les dió la consigna siguiente:

– Las dagas en las manos. Si sobrevienen gentes por cualquiera de los dos extremos, se las detiene, y se avisa con un silbido. Si oponen resistencia, obrad como quienes sois. Atencion y silencio.

Volvió á salir por el boqueron, y poco despues apareció con un hombre enteramente encubierto, y tomó la direccion de la escalera que conducia á la casa del capitan.

– Espera, le dijo el hombre que le seguia: ¿se va por aquí al aposento donde he estado preso?

– No señor, contestó Harum, se va por la parte opuesta.

– Pues llévame allá: tengo curiosidad de saber lo que allí puede haber sucedido.

Harum se volvió y condujo á Yaye al lugar indicado.

Al entrar en él notó el jóven que algunos objetos que antes estuvieron sobre la mesa, estaban rotos y esparcidos por el suelo; levantadas las ropas del lecho, como si alguien hubiese buscado algo bajo él y los sillones tirados por el suelo.

Yaye lo comprendió todo; aquellos eran los vestigios del furor impotente de doña Elvira al verse burlada.

– ¡Ah! ¡ya lo sospechaba yo! dijo con acento sentido el jóven, porque sin saber por qué, le lastimaba la desesperacion de doña Elvira.

Yaye en su foro interno atribuyó aquel sentimiento á caridad.

Salió de aquella especie de calabozo, y pasó, perfectamente cubierto el rostro con un antifaz, por delante de los seis monfíes, que inmóviles y silenciosos como estátuas, estaban apoyados de espaldas contra la pared á lo largo de la mina.

Treparon por las escaleras que subian hasta la puerta, delante de la cual, por falta de una llave maestra, se habia detenido aquella mañana Harum.

No sucedió entonces lo mismo: el walí, transformándose en ladron, sacó un instrumento de hierro de entre su talabarte, lo introdujo en la cerradura, y sin causar ningun ruido y con gran facilidad, descorrió el fiador, que era de resorte: entonces la puerta giró sobre sí misma sin ruido, y pudo notarse que por la parte de delante, era una verdadera puerta secreta disimulada en la tapicería.

El lugar en que habian desembocado Yaye y Harum era una cámara extensa y sombría, cuyos tapices representaban asuntos de la historia antigua: aquellas gigantescas figuras de fuerte colorido, parecian fantasmas, destacándose débilmente sobre el fondo oscuro, y la alta ensambladura de pino, ennegrecido por el tiempo, acabada de dar á la cámara en aquella situacion y á aquella luz un tinte sombrío.

Los muebles que la alhajaban eran ricos, pero antiguos, y en un ángulo se veia un voluminoso lecho de nogal tallado, intacto, con las cortinas de damasco rojo entreabiertas. Junto á un armario cerrado habia un arnés de guerra limpio y sencillo, y acá y allá, en las paredes, sobre los tapices, algunas excelentes armas, tales como espadas, arcabuces y pistolas.

– Este debe ser el dormitorio del capitan Alvaro de Sedeño, dijo Harum en voz baja á Yaye, y es por cierto para él una fortuna el estar ausente; de otro modo nos hubiera sido preciso estropearle mas. Pero aquí hay tres puertas: esta casa es demasiado grande y yo no la conozco; pues bien, adelantemos á la ventura.

Y se dirigió á una puerta pequeña situada á los piés del lecho, que estaba cerrada, y que abrió Harum valiéndose de la llave maestra.

A juzgar por la facilidad con que Harum manejaba aquel instrumento, cualquiera le hubiese tomado por un ladron de oficio.

Una vez franqueada aquella puerta, nuestros dos exploradores se encontraron en un corredor estrecho, de techo bajo y paredes blanqueadas: siguieron adelante, pero al llegar á la parte media del corredor, les detuvo un gemido de dolor.

– ¡Misericordia de Dios! dijo Yaye profundamente afectado; mucho me engaño si ese no es el gemido de un moribundo.

– Y si el moribundo no es una mujer, dijo Harum juzgando por otro segundo gemido.

Apenas habia pronunciado el monfí estas palabras, cuando se oyó una voz timbrada por el dolor, pero juvenil y sonora, que exclamó:

– ¡Ah! ¡madre mia! ¡pobre madre mia!

Yaye hizo á Harum una indicacion de que no se moviese, y él solo adelantó hácia una puerta entreabierta, situada en el fondo del corredor.

Yaye miró al interior; la sangre retrocedió de sus extremidades á su corazon, y permaneció inmóvil, mirando y escuchando con toda su alma y sin atreverse á pasar adelante.

¿Qué era lo que habia visto Yaye que asi le interesaba y asi le conmovia?

Vamos á presentarlo á continuacion á nuestros lectores.

Era una cámara tan sombría y extensa como la primera por donde habian pasado Yaye y Harum.

Una lámpara puesta sobre una mesa de mármol, bajo un gigantesco espejo de acero, iluminaba debilmente aquel gran espacio, alcanzando apenas á dejar ver de una manera informe las figuras gigantescas de la tapicería. Una chimenea de mármol, enorme, sostenida por cariátides y con ornamentacion del gusto del renacimiento, se veia al fondo limpia y desprovista de fuego en razon á la estacion, lo que daba á la cámara algo de frio y de extraño: á un lado habia un lecho enorme, semejante al que hemos descrito anteriormente; pero aquel lecho no estaba abandonado; por el contrario, en él estaba una enferma.

Arrojada sobre el lecho, asiendo las manos de la enferma, y llorando y besándola alternativamente, habia una jóven vestida de blanco de extraordinaria esbeltez.

Al frente de este lecho y cabalmente enfilando la cabecera, estaba la pequeña puerta tras la cual escuchaba Yaye.

Ultimamente habia una gran puerta de entrada y otros dos balcones; pero quien se hubiese acercado á ellos hubiera notado que estaban aseguradas sus maderas con barras de hierro fuertemente clavadas en los marcos, lo que demostraba que aquellos balcones no se abrian.

Por lo tanto las moradoras de aquella habitacion estaban condenadas á alumbrarse continuamente con luz artificial.

Todo en aquella cámara tenia los visos de una prision, y de una prision donde se guardaban dolores agudos.

La enferma era efectivamente una moribunda; pero á pesar del estado de demacracion en que la habia constituido la tisis, esa terrible enfermedad que no abandona la presa hasta que la deseca para la tumba, notábase que aquella dama, porque dama era, no habia llegado aun á la vejez: apenas contaria cuarenta años, á pesar de lo cual estaba tan gastada, tan abatida como una anciana de ochenta; las formas de esta mujer, aunque excesivamente descarnadas, constituian por su estructura una gran hermosura, pero una hermosura pasada, empalidecida por los sufrimientos y por la enfermedad: la blancura de este semblante era extremada, como extremado era el negro color de sus ojos, de sus cejas y de sus cabellos.

Una tos seca, penosa, terrible, tos que agotaba las fuerzas y el sufrimiento de la enferma, se dejaba escuchar sin interrupcion; sus ojos tenian un brillo fosforente, el brillo de la fiebre, y estaban notablemente hundidos; la jóven lloraba de una manera silenciosa, desesperada, y de tiempo en tiempo se levantaba, iba á un velador, tomaba una taza de plata y daba de beber á la enferma.

Llegó un punto en que la enferma tuvo un acceso horrible de tos, á la que sobrevino un vómito de sangre: la jóven lanzó un grito de terror y se avanzó á la puerta, que golpeó de una manera desesperada pidiendo á gritos socorro.

– ¡Estrella! ¡Estrella! ¡hija mia! exclamó esforzándose la enferma; esto ha pasado… yo creo que dentro de poco, de muy poco tiempo, esto habrá pasado de todo punto.

– ¡Ah, madre mia! exclamó volviéndose la jóven, pálida como un cadáver y haciendo retroceder á Yaye que, impulsado por su caridad, habia dado un paso hacia el interior.

Afortunadamente ninguna de las dos mujeres, dominadas por la situacion, le vió.

Estrella, pues asi hemos oido llamar á la jóven por su madre, volvió al lado de esta como impulsada por un poder superior.

– Siéntate á mi lado, dijo con acento solemne la enferma.

Estrella, dominada por el mandato de su madre se sentó en un sillon al lado del lecho.

– Es necesario que tengas valor, hija mia, dijo la enferma: Dios me dice que dentro de muy poco voy á ser libre, que vamos á separarnos.

Estrella rompió á llorar en silencio, y se cubrió el rostro con las manos.

– Pero yo no quiero que murais, no, exclamó levantándose en un movimiento nervioso, que revelaba una fuerza de voluntad á toda prueba: no, no quiero que murais y no morireis.

– Nadie se opone á la voluntad de Dios: por lo mismo y como necesito hacerte graves revelaciones, como me queda poco tiempo de vida, es inútil que ninguno de los infames criados de ese hombre venga á interrumpirnos para traernos un socorro que seria inútil. No llores, esto debias haberlo previsto hace mucho tiempo.

Hubo un momento de solemne silencio.

– He sido muy desgraciada, hija mia, continuó la enferma, y mi mayor desgracia es el dolor que llevo á la tumba, de dejarte sola, abandonada, en poder de ese infame.

– Sin duda, Dios, madre mia, dijo Estrella, ha castigado en nosotras algun gran crímen de nuestra familia.

– Sí, Dios castiga á los opresores con la opresion de sus propios hijos. Altivas, soberbias, poderosas, hemos venido á acabar en esclavas… en diez años de cautiverio horrible… en poder de un demonio. Acércate mas, hija mia; temo que haya tras esos tapices alguien que nos escuche. Lo que tengo que decirte es muy grave.

Estrella se levantó maquinalmente, se arrodilló en el sillon en que habia estado sentada y se apoyó en el lecho.

Durante algun tiempo nada pudo oir Yaye: las dos mujeres hablaban demasiado bajo: aquella conferencia duró mas de una hora, conferencia interrumpida por agudos accesos de tos.

Yaye notó que al concluir la enferma su revelacion, que revelacion debia ser aquella tan recatada, se quitó del cuello una cadena de oro de la que pendia una joya, cuya forma no pudo distinguir Yaye en razon á la distancia.

Luego la enferma siguió hablando naturalmente, pero su voz era ya mas opaca, mas cadavérica.

– Si logras que alguna vez tus parientes castellanos conozcan tu suerte, hija mia, ellos que deben ser poderosos, ellos que deben gozar del favor del emperador, te ampararán y te vengarán, si es necesario que te venguen.

– ¡Oh, nada temais, madre mia! ¡nada temais! exclamó con una energia casi salvaje la jóven: ese hombre que os ha hecho probar cuantas desgracias puede probar una mujer, no hará tan infeliz á la hija como á la madre; no, no, lo juro por el Dios que está en los cielos. Vos habeis tenido razones que no solo os disculpan, sino que os honran: vos teniais una hija: yo, si Dios es tan cruel que me os arrebate, no tengo nada que me ligue á la vida: pereceré antes que sucumbir al infame: pereceré, pero pereceré vengándoos: ¡ay del infame aventurero!

– ¡Oh señor! ¡señor! exclamó la pobre enferma: ¿Sereis tan implacable que me negueis el consuelo de saber que mi hija queda amparada por sus parientes?

– ¡Oh! no es posible alentar ninguna esperanza, madre mia. Yo alentaba una… el jóven aquel á quien pude hablar por un milagro, hace un mes, cuando paramos en un meson, parecia noble y generoso… y sin embargo… ese jóven me ha olvidado… ó no ha podido… ¿quién sabe? ¿y luego qué importa á nadie la suerte de dos mujeres?

Y Estrella acreció en su llanto desconsolado.

Yaye creyó que habia llegado el momento de presentarse: la enferma parecia próxima á su fin, y era necesario que llevase á la tumba el consuelo de que su hija no quedaba desamparada.

Al abrir la puerta, aquella puerta rechinó, Estrella volvió azorada la cabeza, y en su rostro apareció una expresion de espanto: sin duda estaba acostumbrada á ver asomar por aquella puerta un ser terrible.

Pero instantáneamente su rostro se tiñó con un color febril, adelantó rápidamente algunos pasos hácia Yaye, como una hermana que sale al encuentro de su hermano, pero se contuvo por pudor.

– ¡Ah! ¡sois vos, caballero! dijo.

– Sí, sí, yo soy, que llego en el momento supremo.

– ¡Es él! ¡es él, madre mia! ¡el jóven del meson de las Alpujarras!

La enferma quiso incorporarse, pero no pudo. Estrella asió por una mano á Yaye, como si le hubiese conocido desde mucho tiempo antes, y le llevó junto al lecho: la enferma posó en él sus hundidos ojos.

– ¡Oh! dijo! ¡si sois honrado y leal y venís á salvar á mi hija, á librar á una pobre madre de la inquietud mortal de dejarla abandonada en el mundo, que Dios os bendiga, caballero!

– Os juro, señora, proteger á vuestra hija como si fuese mi hermana, dijo con entusiasmo Yaye.

– Acaso vuestro poder no alcance á protegerla.

– Mi poder alcanza á mucho, señora, dijo con suma confianza Yaye.

– Sin embargo, temo por vos mismo. ¿Cómo os habeis introducido aquí? ¿Sabeis quién es el hombre que nos guarda? ¿Sabeis que si por desdicha sobreviniese…?

– Aunque ayudase el infierno á ese infame mutilado, nada podria hacer contra mí.

– Respeto las razones que tengais para apoyar vuestro dicho… pero es preciso ganar tiempo…

– Nada temais… os repito que nada teneis que temer… ved por el contrario qué quereis, qué necesitais.

– ¿Qué quiero? ¿qué necesito? exclamó con alegría la enferma: ¿podreis procurarme un sacerdote?

– ¡Oh! ¡sí! ¡hola, Harum!

Presentóse inmediatamente á la puerta el monfí, asombrando á las dos mujeres que no acertaban cómo podia ser aquello.

– Al momento, al momento, Harum, le dijo Yaye, acercándosele y hablándole en voz baja: ve por un sacerdote cristiano para auxiliar á un moribundo; que traiga consigo la comunion y la extremauncion; que suba á ocupar tu lugar uno de los otros, y escucha: Yaye habló por algun tiempo en secreto con el monfí.

Harum partió.

Yaye se volvió á las dos damas.

– A propósito, señoras, dijo: ¿qué gentes hay en esta casa?

– Debe haber un soldado viejo que sirve al capitan Sedeño, y que es tan infame como él, y dos criadas.

– Y no hay mas gentes en la casa.

– No señor.

– En ese caso llamad á ese criado.

– Pero…

– Llamadle.

Poco despues Estrella, dominada por el acento de confianza de Yaye, llamó á grandes golpes á la puerta de entrada.

Oyéronse lentas y fuertes pisadas tras aquella puerta, luego ruido de llaves y rechinar al fin una cerradura: abrióse la puerta y se presentó un hombre de estatura atlética y semblante avieso que adelantó descuidado, sin reparar por el momento en Yaye.

– ¡Vamos! ¿qué quereis? dijo con acento bronco, ¿no es hora ya de descansar? ¿ó es que estamos aquí para andar como un zarandillo de brujas por esa mujer que nunca acaba de morirse?

En aquel momento el hombre que habia entrado y que solo habia dirigido su mirada, en que se veia una impura codicia, á Estrella, reparó en Yaye.

Entonces se pintó en su semblante una expresion feroz, y dirigiéndose al jóven exclamó:

– ¿Quién sois? ¿quién os ha introducido aquí?

Yaye, no contestó á aquel hombre: volvióse hácia la puerta por donde habia entrado y exclamó.

– ¡Ola! ¡á mí!

Un monfí entró inmediatamente en la cámara.

– ¡Oh! ¿qué es esto? gritó el soldado arrojando una feroz mirada á las dos mujeres, y poniendo mano á su daga, única arma que tenia consigo.

– Desarma á ese hombre, dijo Yaye al monfí que habia quedado inmóvil á pocos pasos de la puerta por donde habia entrado.

En este momento la situacion de las personas de nuestro cuadro era la siguiente: Estrella estaba de pié delante del lecho ocupado por su madre; Yaye en medio de la cámara; el soldado servidor del capitan, á pocos pasos de la puerta de entrada, y el monfí que habia acudido á la voz de Yaye, á igual distancia de la otra puerta de servicio.

Aquella situacion solo duró un momento: el soldado avanzó hácia Yaye, daga en mano, y el monfí, rodeándose la capa al brazo, se colocó de un salto entre el emir y su agresor, recibió una puñalada de este en su capa, le asió, le desarmó, apretándole la mano derecha con la fuerza de unas tenazas de hierro, le doblegó, y quedó inmóvil sujetando al soldado por el cuello.

Este rugia.

– ¿Qué mas hombres que tú hay en la casa? dijo Yaye.

El soldado continuó en sus inútiles esfuerzos por desasirse de los puños del monfí, que le oprimia con una fuerza salvaje, pero no contestó.

El monfí comprendió que era una irreverencia punible en aquel hombre, el no contestar á la pregunta del emir, y le apretó el cuello de una manera despiadada.

El soldado lanzó un grito de dolor.

Yaye repitió su pregunta.

– No hay mas hombre que yo, dijo, cediendo á aquella especie de tormento, el soldado.

El monfí comprendió que debia aflojar sus dedos y aflojó.

– ¿Y qué otras personas hay en la casa? continuó Yaye.

– Una vieja cocinera y una criada.

– ¿Dónde están?

– En la cocina.

– Llévate á ese hombre, dijo Yaye al monfí.

El monfí arrastró consigo al soldado que no se podia valer.

– ¿Pero qué quereis hacer conmigo, señor? dijo todo trémulo el soldado.

– Llévate á ese hombre, repitió Yaye: que le aseguren los otros de modo que no pueda escaparse ni gritar, y tú vuelve.

El monfí hizo un esfuerzo y, en silencio, siguió arrastrando consigo asido del cuello y doblegado á aquel hombre, y desapareció por la puerta de servicio.

– ¡Ah! exclamó Estrella: Dios ha tenido al fin compasion de nosotras y os ha enviado para salvarnos. ¿Pero nada temeis caballero?

– Nada absolutamente, señora; descansad en la confianza de que sois libres, enteramente libres; ¡ay! ¡Ojalá que como he podido libertaros pudiera devolver la salud á vuestra madre!

– ¡Oh! yo soy en este momento muy feliz, caballero, dijo la enferma: no sé por qué creo que vos sereis para mi hija un doble apoyo, un hermano, y muero tranquila.

– ¡Oh, madre mia! acaso… si Dios tuviera misericordia de nosotras… exclamó Estrella; ya que hemos encontrado un corazon generoso que nos ampara…

– No, no, hija mia, dijo la enferma con acento débil y cansado… esto se acaba… se acabará dentro de algunos momentos… y luego… quedando tú amparada, me importa poco morir… acercaos, caballero… acercaos.

Yaye adelantó.

– Dentro de poco, dijo la moribunda, mi hija habrá quedado sola sobre la tierra… es demasiado hermosa para que no corra mil peligros… sin embargo, mi hija tiene unos parientes que no la conocen; mi padre el duque de la Jarilla…

– ¡El duque de la Jarilla! exclamó Yaye.

– Yo no puedo deciros lo que quisiera; necesito reconcentrar mis fuerzas para hablaros; me muero… es preciso que concluya… si mi padre hubiere muerto… si los parientes de mi hija no la reconociesen… no la amparasen…

– Vuestra hija, señora, tendrá en mí un hermano, un hermano poderoso.

– ¡Un hermano poderoso! exclamó con admiracion la moribunda. ¿Quién sois pues?

– Soy rey de los monfíes de las Alpujarras.

– ¡Rey! exclamaron á un tiempo con asombro la moribunda y Estrella.

– Diez mil hombres, tan fuertes y tan valientes como el que acaba de apoderarse del infame servidor de ese infame capitan, obedecen mi voz.

– ¡Ah! ¡pero sois moro! ¡sois infiel! exclamó con desaliento la moribunda.

– ¿Y bien, un moro no puede ser caritativo y caballero? exclamó con orgullo Yaye.

– ¡Oh! si, si, exclamó la enferma con acento inspirado: todo lo espero de vos, todo, y creo, añadió con acento solemne, Dios me lo dice en mis últimos momentos… vos sereis mas que un hermano para mi pobre Estrella… mi pobre Estrella puede ser para vos… la salvacion de vuestra alma.

La imprevista prediccion de la moribunda, hizo sentir á los dos jóvenes una impresion indefinible, misteriosa, desconocida: Yaye miró de una manera involuntaria á Estrella, y encontró los ojos de esta fijos de una manera ardiente en los suyos.

Pero instantáneamente los dos jóvenes bajaron los ojos: Yaye estaba profundamente pálido, Estrella encendida con un magnífico rubor que habia dado á su semblante las tintas de una rosa de Alejandría.

– ¡Oh! ¡si! ¡sereis mas que hermano y hermana! dijo la moribunda que habia aspirado la conmocion de entrambos jóvenes.

Luego asió sus manos y las unió.

Dominados por la situacion, por el fuego febril que les comunicaban las manos de la enferma, por un impulso poderoso, los dos jóvenes cayeron de rodillas á los piés del lecho, continuando de una manera fatal con las diestras enlazadas.

– Si, si, continuó la moribunda: Dios me inspira: sereis mas que hermanos hijos mios… sí, pronto ó tarde á pesar de todos los obstáculos que se crucen ante vosotros, sereis esposos.

– ¡Esposos! exclamaron con asombro los dos jóvenes.

Y por una fatalidad creciente, sus manos continuaron enlazadas y se estrecharon con fuerza.

La moribunda puso sus diáfanas manos sobre sus cabezas, y los bendijo.

En aquel momento Yaye se levantó, asombrado de lo que pasaba por él: aquella era una complicacion mas en su vida.

Al levantarse, vió que dos monfíes estaban en la cámara.

¿Habia enviado Dios á aquellos hombres para que sirviesen de testigos á aquella especie de casamiento hecho por las manos de una madre moribunda, manos que parecian consagradas por lo solemne de la situacion y por el sufrimiento, casi por el martirio?

Yaye procuró lanzar de sí aquella pesadilla, poniéndose en contacto con la vida real.

Y separándose de Estrella y del lecho, se dirigió á los monfíes.

– Seguidme, les dijo, y desapareció con ellos por la gran puerta de entrada.

– ¡Oh! ¿qué habeis hecho? ¿qué habeis hecho, madre mia, exclamó Estrella?

– Obedecer á una inspiracion de Dios, contestó la moribunda: ese jóven será tu esposo, Estrella… ese jóven será el padre de tus hijos… debes consagrarte á él, hija mia…

– Pero si él me desdeñara…

– ¿No crees que Dios baje á iluminar los ojos de los moribundos que han sido mártires? dijo la enferma.

– ¡Oh madre mia! ¡si os engañárais!.. ¡si os engañárais, yo seria muy desgraciada, porque!..

– ¿Por qué?

– Porque le amo desde el dia en que le ví en el meson de las Alpujarras.

– Y Dios te ha enviado el hombre que amabas, y á quien no esperabas volver á ver, en el momento en que vas á quedar sola en el mundo… Dios te ha enviado en él un protector… ámale, hija mia, ámale, con toda tu alma; vive solo para él, y, sobre todo, procura apartarle del error; que el amor le convierta al cristianismo, como mi amor convirtió al cristianismo á tu padre, que tambien era rey de un pueblo de infieles: él ha salvado tu cuerpo de la esclavitud; salva tú su alma…

– ¡Oh, madre mia!

– Y escucha; si mi padre el duque de la Jarilla te reconoce; si, por un acaso, que bien pudiera acontecer, mi padre no tiene hijos varones; si tú eres la heredera de su nombre y de su grandeza, no reniegues de ese jóven, Estrella mia: recuerda siempre que á él ha debido tu madre una muerte tranquila, la seguridad de que no quedas abandonada, y los auxilios de la religion. Ahora ve, y con la llave que te he dado, abre un cofrecillo que encontrarás en el cajon de aquella mesa. En él está el relato de mis desventuras, que he escrito mientras tú dormias; en estos últimos tiempos; relato que no es otra cosa que la revelacion que te hice antes de que apareciese ese jóven. Hay tambien con ese manuscrito una declaracion de tu padre y su conversion al cristianismo; ademas, tienes mi retrato del tiempo en que yo tenia tu edad; nadie, viendo ese retrato, y conociéndote, puede negar que eres mi hija; ve, recoge esos papeles, guárdalos y déjame que me prepare entre tanto, para recibir al sacerdote del Señor.

Estrella fué á la mesa, abrió su cajon, y buscó en él el cofrecillo y los papeles.

Entre tanto Yaye habia recorrido la casa con los dos monfíes.

Era extensa y rica: estaba perfectamente alhajada en las habitaciones superiores, y se comprendia que quien la habitaba, estaba acostumbrado á vivir con lujo y con grandeza.

Yaye no encontró en ella mas seres vivientes que las dos domésticas de que le habia hablado el soldado prisionero, y á las que encerró en un aposento retirado, y un caballo perteneciente, sin duda, al criado del capitan.

Yaye franqueó la puerta principal de la casa, y lanzó un silbido.

Inmediatamente los seis monfíes que estaban extendidos en la calle de San Gregorio el alto, se agruparon á la puerta.

– ¿Habeis visto pasar, les dijo Yaye, al walí Harum?

– Sí, poderoso señor, contestó uno de los monfíes; ha pasado en direccion á San Gregorio.

– Pues bien; esperadle uno en la avenida, y cuando llegue con el viático, decidle que llame por esta puerta.

– Muy bien, poderoso señor.

– Ademas, id por una litera, y tenedla preparada: dos de vosotros entrad; dejad las capas, los sombreros y las armas, como si solo fueseis criados; encended las linternas del zaguan y de las escaleras, y esperad á que llame el walí Harum; los otros á sus puestos.

Yaye se volvió para adentro con los dos monfíes que hasta allí le habian acompañado, y por otra comunicacion, que habia descubierto al registrar la casa, con la cámara del capitan, abrió la puerta secreta y envió aquellos dos monfíes á su apostadero de la mina; luego, se encaminó á la cámara á que correspondia el dormitorio de la moribunda, y miró por la puerta entreabierta.

Estrella estaba inclinada sobre el lecho de su madre y sin duda lloraba.

En la casa, de que por tan completo se habia apoderado Yaye, dominaba un profundo silencio.

Yaye se retiró de la abertura de la puerta y se puso á pasear, profundamente pensativo, á lo largo de la cámara.

Lo que le acontecia era verdaderamente extraordinario.

Su corazon y su cabeza empezaban á no entenderse; sus ideas á embrollarse; recordaba á doña Isabel casada, viuda y vírgen, y esto hablaba á sus deseos; pero seguidamente recordaba á doña Elvira como un sueño de voluptuosidad, como una creacion fantástica, como una mujer divina, á quien habia pertenecido, en cuyos brazos habia apurado inefables delicias, sin recordar su pasado, sin sentir mas que el presente, cuando aun duraba la perturbacion de sus facultades á influjo de la dolencia; despues, y quemándole el corazon como un hierro candente, venia el recuerdo de la princesa mejicana, á quien habia visto por la primera vez de una manera casual, á quien de tan extraño modo, y por tan imprevisto camino habia encontrado de nuevo necesitada de su amparo, al lado de su madre moribunda… luego el poder misterioso, que, ya fuese por la situacion, ya por otra causa distinta, habian ejercido sobre él aquellas dos mujeres; la prediccion de la moribunda, el enlazamiento de sus manos, y aquella bendicion solemne; aquella especie de esponsales en las cuales ninguno de los dos jóvenes se habia obligado por una palabra; pero que estaba casi como aceptada, como consumada por aquel nervioso é involuntario estrechamiento de sus manos, en el acto de recibir la bendicion materna.

Yaye, pues, tenia razon para no saber qué hacer ni qué pensar: habia abandonado por fanatismo á Isabel, habia sido cruel con ella, habia dejado que se llevase á efecto su casamiento con Miguel Lopez. Por resultado de aquel casamiento habia caido él mismo, como herido por un rayo, y habia sido asesinado Miguel Lopez (porque Yaye no sabia otra cosa); entregado á una mujer que le amaba, á doña Elvira, habia llegado de una manera fatal hasta el adulterio, y por último, al verse libre por un acaso, habia caido en poder de otra mujer, con la cual podia decirse, ó al menos la exagerada sensibilidad de conciencia de Yaye se lo hacia creer, estaba moralmente casado; su padre lloraba desolado su pérdida; Abd-el-Gewar, su ayo, estaba igualmente aterrado por la ignorancia de su destino, y por último, influia en él su alta posicion de emir de un pueblo, aunque reducido, enérgico, indomable, valiente, sobre el cual estaban fijas las recelosas miradas del rey de España y de sus lugartenientes en Granada.

A pesar de esto, la virtud culminante de Yaye, la caridad, le retenia allí, en aquella cámara, como protector de dos mujeres tan desgraciadas como aquellas.

La imaginacion, pues, de Yaye, era un caos; una máquina de pensamientos contrarios, que fatigaban su cerebro y le lastimaban; pensamientos embrollados, de cuyo laberinto queria en vano salir; problemas difíciles, cuya resolucion se afanaba en vano por alcanzar; dificultades, contra las cuales gastaba en vano toda su actividad.

Abrióse la puerta de entrada de la cámara, y un monfí con todas las trazas de lacayo, dijo:

– Poderoso señor: el walí Harum y dos sacerdotes cristianos con los suyos me siguen.

– Adelante, adelante, dijo Yaye, despojándose de su gorra, á punto que se oyó la campanilla del viático y se inundó de luces la antecámara.

La puerta se abrió de par en par.

Un sacerdote revestido entró, llevando el copon en las manos; á su lado iba un monago, agitando una campanilla; tras este sacerdote venia otro, que llevaba entre sus manos el santo óleo, y luego un sacristan con una linterna.

El sacerdote que conducía el viático entró en el dormitorio.

Poco despues Estrella salió llorando, y se quedó de pié, en silencio, al lado de una mesa, junto á la cual, silencioso é impresionado, estaba Yaye; el sacerdote que llevaba consigo la extremauncion, quedó en la cámara con el sacristan y los acompañantes del viático.

Durante algun tiempo nada se oyó en el dormitorio; sin duda la moribunda estaba confesando; pero un cuarto de hora despues, se oyó dentro la campanilla. Estrella cayó de rodillas con las manos cruzadas sobre el pecho; los asistentes se arrodillaron á su vez, y Yaye se arrodilló lentamente, y, aunque musulman, rogó á Dios por la salvacion de la moribunda; los dos monfíes que habian quedado á la puerta, se arrodillaron tambien, imitando á su señor.

Y cuando todos estaban arrodillados, cuando todos oraban, cesó de repente la campanilla, se abrió la puerta, y el monago que habia penetrado con el sacerdote, dijo con su voz atiplada de niño de coro, y con la frialdad de quien está acostumbrado á tales situaciones:

– ¡Señor licenciado Dávalos! ¡acudid, acudid pronto con la extremauncion, que la enferma se muere!

– ¡Mi madre! exclamó Estrella, y dió algunos pasos hácia el dormitorio; pero se detuvo, vaciló, y cayó desmayada entre los brazos de Yaye.

Media hora despues, nadie quedaba en la casa del capitan Sedeño, á escepcion de un cadáver de mujer.

Yaye habia dado con sus monfíes un golpe de mano; habia trasladado, desmayada aun, en una litera, á Estrella, á la linda casa que le habia buscado Harum, y habia mandado retirar los monfíes del subterráneo de la casa del capitan y de la calle de San Gregorio. El criado de Alvaro de Sedeño, y las dos criadas, habian sido conducidos á la casa de Yaye, y encerrados en los sótanos.

Las huellas habian quedado borradas, y nadie hubiera creido que por aquella casa, donde solo quedaba la muerte, habian pasado los monfíes.

Los monfíes de las Alpujarras

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