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PRIMERA PARTE.
LOS AMORES DE YAYE
CAPITULO II.
De cómo un hombre puede amar por caridad á una mujer, y de cómo, á veces, puede parecer la caridad amor

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Ningun pueblo como el pueblo árabe, y como su descendiente el moro, ha llegado á la belleza de las formas, al refinamiento del gusto, á lo voluptuoso de los contrastes, en lo referente á la construccion de sus habitaciones.

La casa de un moro, por pobre que este fuese, era ya una cosa bella, porque lo bello estaba y está en el carácter de su arquitectura: la vivienda de un moro rico era ya un verdadero alcázar en cuya construccion, en cuyo aspecto, se notaban unidos, enlazados, la religion y el amor: si hay mucho de voluptuoso, de lascivo en los arcos calados, en los triples transparentes, en la media luz que por estos arcos y transparentes penetra en las cámaras; en las labores doradas sobre fondos esmaltados, en los brillantes mosáicos, en las fuentes que murmuran sobre pavimentos de mármol, habia tambien en todo aquello mucho de místico, considerado el misticismo desde el punto de vista de las creencias musulmanas.

Visitad los restos de la Alhambra: cualquiera de sus admirables cámaras, ya sea la de Embajadores, ya la de los Abencerrajes, ya la de las Dos Hermanas; ya vagueis entre los arcos del patio de los Leones, ya bajo las cúpulas de la sala de Justicia, cualquiera de aquellos admirables restos, repetimos, si teneis ojos para ver y corazon para sentir, os trasladaran á otros tiempos y á otras gentes; os harán aspirar en cada retrete el sentimiento del amor y de la religion de los musulmanes; os explicaran cómo aquel pueblo pudo llenar una página tan brillante en el interminable libro que ha escrito, escribe y sigue escribiendo la humanidad: son á un tiempo poesías eróticas y salmos sagrados; cantos de guerra y sueños de molicie; la espada del Islam, el libro de la ley y el velo de oro de la hermosa odalisca, todo junto, todo confundido: la materia y el espíritu, la luz y la sombra, y sobre todo esto lo romancesco, lo ideal, lo bello, lo sublime.

En uno de esos admirables retretes árabes, cuyo recuerdo nos ha inspirado la anterior digresion, recostado en un divan, profundamente pensativo, con los elocuentes ojos negros como fijos en la inmensidad, á la luz de una lámpara que ardia sobre una pequeña y preciosa mesa de mosáico, y sirviendo, en fin, de complemento por su magnifica y característica hermosura á la bellísima estancia en que se encontraba, estaba el mismo jóven que aquella mañana habia excitado á los moriscos del Albaicin á la insurreccion en la Plaza Larga despues de pregonado el edicto del emperador.

Observando detenidamente á aquel jóven, se notaba en él un no sé qué misterioso, algo de grande que tenia muchos puntos de comparacion con lo que se llama grandeza en los reyes; algo de valiente, pero con esa valentía generosa de los héroes: mucho de firme, de indomable, de audaz en su carácter: parecia que sobre aquella frente se agolpaban como un grupo de rojas nubes grandes destinos, una altísima mision que cumplir, una grande empresa que llevar á cabo.

Aquel jóven por su expresion reflexiva parecia ya viejo.

Pero un viejo con ojos brillantes, con cabellos brillantes, lleno de la enérgica vida de la juventud, bajo cuya ancha frente se adivinaban atrevidos pensamientos, bajo cuya piel densa, blanca y mate, se adivinaba la circulacion de lava en vez de sangre.

Aquel jóven era uno de esos seres que se hacen notables á primera vista.

Uno de esos seres de quienes se dice: ese es un hombre de corazon.

Uno de esos seres que han nacido para dominar, y que inspiran á las mujeres un amor profundo, una necesidad de convertirse en sus esclavas: que son objeto, en fin, de ese sublime sentimiento que jamás comprenderá el hombre, porque es incapaz de sentirlo: la abnegacion de la mujer.

Porque la mujer no ama con el amor de la abnegacion mas que lo esencialmente bello, grande, fuerte, poderoso.

Este jóven, en medio de su distraccion, tenia en sus manos un ramito de madreselva.

Aquel pobre ramo habia sido la causa de la abstraccion del jóven.

Aquel ramo era una prenda de amor de una mujer.

Entre los árabes y los moros, las flores, las hojas de los árboles, las yerbas, las cintas de colores, son otras tantas frases de un diccionario con cuyo auxilio solo se comprende su dulcísimo lenguaje:

El del amor.

O un lenguaje triste, desesperado, cáustico, provocador:

El de los zelos.

O un lenguaje terrible, inplacable, feroz:

El de la venganza.

Pero siempre que las flores hablan, no pueden referirse á otras pasiones que las que nacen del amor.

El hablar por medio de las flores es peculiar entre los musulmanes á las mujeres, y la mujer toda es amor, ó zelos ó venganza: de cualquier manera que la considereis, la mujer es toda corazon.

¿Sabeis lo que quiere decir entre los orientales, en ese lenguaje inventado por la mujer para expresar sus afectos, un pobre ramo de madreselva?

Significa: lazo de amor.

¡Lazo de amor! ¡frase terrible bajo su dulzura! ¡frase á la que van unidas todas las consecuencias que pueden emanar de la union entre un hombre y una mujer!

Es decir: un mundo de pasiones.

El jóven de quien nos ocupamos, habia visto caer de una celosía vecina aquel ramo de madreselva.

La mano que habia arrojado aquel ramo era tan hermosa, que por ella sola se concebia que la mujer poseedora de aquella mano debia ser un prodigio de hermosura y de pureza.

La magnífica ajorca de oro y diamantes que descansaba en el nacimiento de aquella mano, demostraba que aquella mujer debia pertenecer á una familia, no solo riquísima, sino poderosa entre los moriscos.

El jóven habia tomado el ramo de madreselva y le habia puesto sobre su corazon, en un herrete de su justillo.

Despues habia mirado á la celosía y habia sonreido lánguida y tristemente.

Hasta que llegó á la inmediata puerta de su casa, la hermosa mano permaneció asomada por bajo de la celosía, como demostrando la presencia de su dueño, y la rica ajorca lanzando fúlgidos destellos, herida por los postreros rayos del sol poniente.

Cuando el jóven llegó á la puerta de su casa y le abrieron, saludó con un ademan lleno de gracia y de benevolencia á su hermosa vecina, cuya mano le saludó á su vez. Luego cuando el jóven hubo entrado y cerrado su puerta, la mano se retiró lentamente, como con dolor, y luego se escuchó el leve ruido de una ventana que se cerraba en silencio.

Acaso en aquel mismo punto se escuchó un gemido de las brisas de la tarde.

Acaso el suspiro de una mujer.

El ramo de madreselva habia venido á causar al jóven una impresion que se unió inmediatamente á la profunda impresion que le habia causado el edicto del emperador.

«¿Quién piensa en unir su destino al de una mujer, cuando la patria necesita todo nuestro corazon, toda nuestra alma, toda nuestra fuerza, toda nuestra sangre?»

Este fue el primer pensamiento que inspiró al jóven el ramo de madreselva.

Tras aquel pensamiento se enlazaron natural, necesaria y lógicamente otros.

«Ella me ama, dijo, es hermosa, es pura: mis miradas son su luz, mis palabras su esperanza, mi amor su vida; pero el amor es una debilidad: el amor acaba por apoderarse de nosotros: el amor hace pequeño al hombre porque le esclaviza, y un esclavo no puede ser grande.»

«Yo no quiero ser esclavo.»

«Y luego, esa mujer es enemiga de mi patria, es cristiana de corazon, es la hija de un renegado: yo no puedo ser esposo de esa mujer.»

El jóven se equivocaba, se engañaba: mejor dicho, pugnaba por engañarse.

La verdad era, que sus creencias le separaban de su hermosa vecina, y que á pesar de esto ni aun en su conciencia queria hacerla la ofensa de desdeñarla como mujer, y como mujer enamorada.

La verdad del caso era que habia de por medio fanatismos y pasiones humanas que impedian á nuestro jóven pensar en el amor de aquella mujer.

Ella no se habia parado á meditar si habia alguna razon que la separase del jóven.

La bastaba con saber que le amaba.

Porque la razon suprema de la mujer es el amor.

Necesario es que determinemos nuestro relato para ocuparnos de estos dos jóvenes.

Los dos eran moriscos. Pero existian entre ellos notables diferencias.

El se llamaba entre los cristianos Juan de Andrade entre los moros Yaye.

Ella se llamaba Isabel de Córdoba y de Válor, y no tenia sobrenombre árabe porque en la época de su nacimiento, hacia ya muchos años que su familia era cristiana y estaba ennoblecida y honrada por los reyes de Castilla.

Sin embargo, sus ascendientes tenian un nobilísimo sobrenombre:

Se llamaban los Beni-Omeyas.

Es decir, los hijos de Omeya, los descendientes de la dinastía Omniada, de los califas de Córdoba.

Isabel, pues, era una doncella de sangre real.

Sus padres habian muerto, y estaba bajo la tutela de dos hermanos: don Diego y don Fernando, llamado entre los moriscos por sobrenombre Al-Zaquir, ó el Zaquer (el pequeño, el segundon).

Juan de Andrade ó Yaye, como mejor queramos, era tambien cristiano, pero cristiano como lo eran en aquel tiempo la mayor parte de los moriscos de Granada: convertido á la fuerza: por temor á las prescripciones del vencedor y á la implacable dureza con que eran tratados por los cristianos los moriscos que resistian la conversion.

Yaye, pues, era cristiano en el nombre y en la práctica exterior y en el fondo su alma musulmana y musulman fanático.

Isabel de Córdoba, por el contrario, era cristiana, enteramente cristiana, llena de fe y de entusiasmo por la religion del Crucificado, con esa caridad angelical, madre de todas las virtudes; con esa dulce y poética piedad de la mujer, que es toda amor.

Habia, pues, mas de una discordancia esencial entre estos jóvenes.

Yaye, impulsado por su ciego y severo fanatismo musulman, llamaba como otros muchos moriscos á los Válor, la familia de los renegados.

Isabel, por lo tanto, tenia para el jóven sobre su pura y noble frente este fatal estigma religioso.

Existian aun otras gravísimas circunstancias que separaban á Yaye de Isabel.

Yaye no conocia á sus padres, pero el anciano Abd-el-Gewar, que le habia educado desde la infancia, le habia revelado al tener uso de razon que era hijo de un rey y descendiente de reyes. Yaye habia querido saber el nombre del rey su padre y el nombre de su reino; pero su anciano ayo le habia declarado que hasta que tuviera veinte y cuatro años no conocería á su padre, y aun cuando el jóven le rogó y le suplicó, se mantuvo inflexible.

Preguntóle Yaye que por qué razon se le criaba como cristiano entre los cristianos, y Abd-el-Gewar guardó tambien acerca de este punto un profundo silencio, pero procuró hacer del jóven príncipe, y lo hizo, un hombre honrado, de pensamiento puro, engrandecido en el alma, severo en materias de moral y rígido en las costumbres; pero sobre estas buenas cualidades, tenia Yaye algunas muy malas: el disimulo mas refinado, la intencion mas profunda, y el orgullo inherente al conocimiento de su alto orígen: esto era resultado del doble papel que se veia obligado á representar: cristiano severo en la forma exterior, era, como hemos dicho, musulman y musulman ascético en el fondo de su alma.

Yaye no comprendia el amor, ni las debilidades, ni la compasion en su forma externa: era rígido como una coraza de Damasco. No tenia mas creencias, no conocia otros objetos á quienes rendir adoracion que al Altísimo, con arreglo á las prescripciones del Koran, y á la patria, á la manera que siente por la patria todo el que está dispuesto á perecer por ella.

Los enemigos de su Dios eran sus enemigos: los enemigos de su Dios eran los enemigos de su patria.

Bajo este doble concepto Yaye era enemigo, y enemigo irreconciliable de la pobre Isabel.

Uno de los mas incomprensibles misterios de nuestra alma consiste en que á veces amamos sin saberlo; á un ser á quien creemos aborrecer.

Este amor misterioso que germina dentro de nosotros, que se desarrolla y al fin se hace sentir, lastimándonos como una polilla, como una carcoma roedora, se demuestra primero en un recuerdo tenaz que no podemos desechar, en un sentimiento vago, con el cual luchamos con todas nuestras fuerzas hasta que caemos vencidos: en un malestar interno, semejante al roce del remordimiento en el fondo de la conciencia.

En nosotros existen dos principios que generalmente estan en pugna: la naturaleza y las costumbres, que son una segunda naturaleza, una naturaleza artificial.

Yaye habia sido educado de una manera doble: cristiano por fuera, musulman por dentro: desde su infancia habia vestido el traje castellano, desde su adolescencia, el anciano Abd-el-Gewar, le habia llevado á las aulas de Salamanca, donde ¡cosa extraña! habia aprendido humanidades, teología y cánones: al mismo tiempo, y esta era tambien otra doble faz de su educacion, se habia ejercitado en la equitacion y el manejo de las armas: ademas, el anciano faqui le habia instruido en todos los puntos dogmáticos del Koran, atacando de paso á la teología cristiana en todos los puntos en que está en discordancia con la alcoránica, como quien durante tantos años habia sido gran faqui y sabio expositor del Koran, en la gran mezquita del Albaicin.

Yaye, pues, á los diez y ocho años, y considerado desde los puntos de vista de la ciencia y de la destreza ó del valor, podia haber sido indistintamente canónigo, ó faqui, ó capitan de soldados.

Acaso en las ocultas razones que habia tenido Abd-el-Gewar para educarle de tal modo se contaba con la necesidad que pudiese tener alguna vez de ser cualquiera de estas tres cosas.

Pero lo que hay de mas extraño en esto es, que á pesar de lo opuesto de estas enseñanzas, la inteligencia del jóven no se embrolló, ni su trato con los cristianos, ni sus estudios canónicos, destruyeron una sola de sus creencias musulmanas.

Esto consistia en que la influencia de Abd-el-Gewar era, respecto á él, infinitamente mas fuerte que la de los maestros de Salamanca; en que cada vacacion, despues del año escolar, cuando la mayoría de los sopistas se extendia por toda España en busca de recursos para subsistir durante otro año de estudios, de una manera algo mas cómoda que la dependencia de la sopa de los conventos, Yaye era llevado por Abd-el-Gewar á las Alpujarras ó á Granada, donde le hacia aspirar un odio irreconciliable contra los cristianos, á la vista de la dureza, de los excesos y aun de las infamias, de que eran víctimas los moriscos: Yaye se irritaba, y esta irritacion sorda, esta gota de hiel que la presion de la tiranía, de la intolerancia, del fanatismo, de la soberbia del vencedor, deja caer incesantemente sobre el corazon de los vencidos, iba acrecentando su odio hácia los cristianos y preparándole á ser algun dia uno de sus mas terribles enemigos.

Ya hemos visto que, lleno el baso del sufrimiento del jóven con el pregon del edicto del emperador, su primera palabra habia sido un grito de insurreccion.

Aun no era tiempo y Abd-el-Gewar supo contener al pueblo, supo cambiar el oro por la sangre; supo inspirarles alguna esperanza y con ella alguna paciencia.

Desde que salió de la Plaza Larga con el jóven, habia estado vagando con él por las cercanas cumbres del cerro del Aceituno y de Santa Elena, y durante un largo paseo por lugares en donde no podian ser escuchados sino por los lagartos y por los grillos, le habia preparado á cercanos acontecimientos que debian fijar irrevocablemente su porvenir: le habia anunciado que iba por fin á conocer á su padre y á su reino; le habia hablado de proyectos de emancipacion para el pueblo moro-español, cuando llegase el probablemente próximo caso de que España, fatigada por el mismo peso de su grandeza, empezase á fraccionarse; habíale, en fin, hecho oir estas sentenciosas y magníficas palabras:

– Ten presente, hijo mio, que el hombre que es verdaderamente virtuoso no vive para sí mismo sino para los demás: ten en cuenta que dentro de poco descansaran sobre tus hombros los destinos de un pueblo que es muy desgraciado: que tú no serás un hombre, sino una esperanza; que en fin, ese pueblo tendrá fijos en ti los ojos para execrarte ó para bendecirte.

Despues de estas palabras que fueron pronunciadas por el anciano cerca de la puerta del Fajalauza, entraron en el Albaicín: el sol descendia: Abd-el-Gewar se dirigió á la cita que tenia en casa del Habaquí con los xeques del Albaicín y Yaye se encaminó, pensativo y engrandecido por las palabras de su anciano mentor, á su casa, situada en la calle del Zenete.

Casi junto á su puerta, al pasar bajo los miradores de la casa de don Fernando de Córdoba, y de Válor, su vecino, cayó á sus piés el ramito de madreselva; cuando despues de recogerlo alzó los ojos, vió la hermosa mano de Isabel.

Entonces sintió una impresion dolorosa, como la de quien, marchando confiado por un camino en que no espera encontrar obstáculos, se lastima el pié al tropezar con un objeto durísimo.

Aquel duro objeto era Isabel, la hija del renegado, la doncella cristiana.

¡Y aquella mujer le arrojaba una prenda que representaba un lazo de amor!

Yaye, sin embargo, como hemos visto, habia saludado triste y lánguidamente á la doncella.

¿En qué consistia esta dulce expresion tratándose de un enemigo?

Es que aquel enemigo era una mujer y una mujer enamorada, y Yaye creia sentir hácia ella un impulso de caridad.

Entre otras prevenciones, habia hecho Abd-el-Gewar al jóven la de que aquella noche á las doce estuviese dispuesto á montar á caballo y partir con él á las Alpujarras.

Yaye habia preparado sus ropas moriscas, su jaco damasquino, su yatagan, su lanza de dos hierros y sus pistoletes: habia bajado al jardin, y al extremo de él habia entrado en las caballerizas.

Como buen ginete habia observado cuidadosamente el estado de los caballos, y habia revistado las monturas.

Al salir reparó que, en una galería, sobre otro jardin que solo estaba separado del suyo por una tapia, como solo lo estaba aquella galería de la de sus habitaciones por un tabique, apoyada en su labrada balaustrada de alerce, habia una mujer.

Aquella mujer era Isabel de Válor.

La amante enemiga de Yaye.

Yaye llevaba aun en su justillo sobre su corazon el ramito de madreselva.

Al ver esta prenda de su amor sobre el pecho de su amado, la pobre niña sonrió como deben sonreir los ángeles en presencia de Dios.

Aquella sonrisa que era equivalente á un encantador saludo, obligó al jóven á detenerse y á hablarla.

Pero se detuvo de mala gana, y como cuando hacemos las cosas á la fuerza somos poco espontáneos, necesitó buscar un medio cualquiera para dirigirla la palabra.

– Estais pálida, Isabel, la dijo: ¿estais enferma?

Estas palabras que tenian el acento de una tierna solicitud, hicieron sonreir de nuevo á la jóven de una manera mucho mas expresiva.

¿Sabeis lo que es á veces la sonrisa de una mujer?

A veces reemplaza á los ojos, y es mas elocuente que ellos: á veces toda el alma de una mujer, con sus delicados perfumes, por decirlo asi, se exhala por los labios convertida en una sonrisa.

– Soy muy desgraciada, dijo tristemente la jóven.

Y sus ojos se llenaron de lágrimas, y su hermosa boca antes tan dulce, se contrajo en una expresion de dolor.

– ¡Desgraciada! exclamó Yaye, no sabiendo qué contestar.

– Sí, sí, muy desgraciada, pero todo lo espero en vos, todo; y cuando os veo, se alienta mi esperanza y soy muy feliz.

– ¿Que lo esperais todo de mí?

– Sí, todo; no puedo por ahora deciros mas, pero esta noche…

Un vivísimo rubor cubrió el rostro de la jóven que al fin continuó, haciendo un esfuerzo:

– Esta noche os espero.

– ¡Que me esperais!

– Si; tomad la llave del postigo del jardin y esperad para venir á que yo cante en la habitacion inmediata á la vuestra: adios.

Y la jóven, saludando con los ojos y con la sonrisa, pero con una sonrisa triste y casi fatal á Yaye, arrojó una llave al jardin, y huyó, desapareciendo como una hada entre los arcos festonados del interior de la galería.

– El amor es la pasion impura de Satanás, dijo Yaye recogiendo la llave: los hombres que confian su honor á un ser tan débil como la mujer, son unos insensatos.

Yaye, como veremos mas adelante, calumniaba á la pobre Isabel.

A pesar de su grave é impertinente observacion, y la llamamos impertinente, porque otro hombre menos dado á la contemplacion, no hubiera pensado tan de ligero respecto á Isabel, recogió la llave y se encaminó á su aposento, donde se arrojó sobre un divan.

Sin saber cómo, abstraido en un torbellino de pensamientos, el ramito de madreselva habia venido á parar á su mano.

Sin saber cómo, habia aspirado mas de una vez su ligero aroma silvestre, y al tocar por acaso el ramo á sus labios, su corazon se habia extremecido.

Sin saber cómo, la imágen de Isabel flotaba delante de todos sus pensamientos en el fondo de su alma.

Yaye no creia que aquello fuese amor: para él aquello era caridad.

¿Pero sabemos acaso á dónde puede llevar á un hombre la caridad hácia una mujer? ¿Y luego la caridad no es el amor en toda su intensidad, en toda su pureza, en su omnipotencia, en fin?

Yaye respecto á su corazon, se engañaba como sucede en general á todos los hombres.

El sentimiento es la naturaleza; la razon, es la ciencia.

Son opuestos y se combaten.

Pero en esta lucha, tarde ó temprano, acaba por triunfar el corazon, por obedecer la cabeza.

Yaye habia conocido á Isabel dos años antes, durante unas vacaciones, por razon de vecindad.

Entonces tenia Isabel diez y ocho años; Yaye veinte y dos.

Muchas veces cuando Yaye se asomaba á la galería de sus habitaciones, veia en las suyas á su hermosa vecina.

Isabel habia heredado de sus abuelos el magnífico tipo de la raza árabe: blanca, pálida, con los cabellos y los ojos negros, y los labios sumamente rojos, era una de esas mujeres que no se ven sin que hagan experimentar una impresion dolorosa, porque siempre es doloroso el deseo cuando no se sabe si será satisfecho.

Yaye la vió, y experimentó aquella vaga y dolorosa inquietud, pero de una manera instintiva, sin darse razon de ello.

Los jóvenes siguieron viéndose: á las pocas vistas se saludaron; á los pocos saludos se hablaron; siempre poco despues de amanecer, y, como obedeciendo á una costumbre, los jóvenes se veian en las galerías, teniendo solo un tabique de por medio.

Al principio se hablaron algo de lejos; sucesivamente fueron estrechando la distancia; al fin, solo les separó el tabique medianero.

Progresivamente las miradas de Isabel para Yaye, fueron haciendose mas intensas: al cabo el jóven conoció que era amado; al conocerlo se dijo:

– Yo no puedo amar á esa mujer: yo no debo alentar con mi presencia sus amores.

Y cortó bruscamente sus entrevistas con Isabel.

Pasaron los dias, pasaron las semanas, pasó un mes.

Yaye, entregado al estudio de la filosofía con su maestro Abd-el-Gewar, no habia salido durante aquel mes á la calle.

Isabel le habia esperado en vano, en la galería al amanecer; por las tardes, en la celosía que correspondia á la calle, y desde donde se veía la puerta de la casa de Yaye.

Todas las noches este, habia escuchado la dulcísima voz de Isabel que en la habitacion vecina, cantaba al son de una guitarra tristísimos romances moriscos.

Al fin, un dia, cuando ya habia pasado un mes de ausencia, Harum-el-Geniz, noble morisco, que servia á Yaye de escudero, le dijo:

– Tengo para vos un encargo de la hermosa vecina.

Yaye frunció el gesto.

– Me ha preguntado si estais enfermo, y aunque le he dicho que no, me ha dado este relicario.

Harum sacó de su bolsillo un objeto envuelto en un pedazo de tela de seda color de rosa.

Era en efecto un relicario.

Pero un relicario riquísimo: de oro, cincelado y esmaltado, pendiente de una cadena del mismo metal, orlado de perlas, y conteniendo por un lado la imágen de la Vírgen inmaculada, y por el otro un pequeño Lignum Crucis.

El jóven miró con repugnancia aquel rico objeto de devocion.

– ¿Para qué te ha dado esto esa dama? dijo á Harum.

– Doña Isabel me ha dicho: si está enfermo, que se ponga pendiente del cuello esta santa reliquia, y sanará.

Nublóse mas el semblante de Yaye, y tuvo impulsos de entregar el relicario á Harum para que lo devolviese á Isabel.

– Pero no, dijo para sí: su solicitud por mí, no merece tan descortés respuesta; yo mismo se lo devolveré.

Y despidió á Harum.

Aquella noche el sueño de Yaye fue inquieto: al amanecer se vistió, y se puso en la galería.

Ya estaba en ella Isabel.

Pero pálida, con la palidez enfermiza de una salud alterada: flaca, con la mirada tristemente dulce; con las hermosas manos casi diáfanas.

Un solo mes de ausencia, habia causado tal estrago en la pobre niña.

Un vivísimo sentimiento de compasion se apoderó de Yaye al ver á Isabel.

– ¡Oh! dijo esta: yo os habia creido enfermo… y estais… como siempre… gracias á Dios.

– Vos en cambio… dijo Yaye, y no se atrevió á continuar.

– Sí, he sufrido mucho… Isabel se detuvo tambien.

– He venido á devolveros un relicario que disteis ayer á mi escudero, dijo Yaye haciendo un esfuerzo.

Isabel le miró y no pudo contener dos brillantes lágrimas que asomaron á sus ojos.

– ¡Ah! ¡no quereis conservar mi relicario!.. dijo.

Yaye se conmovió; comprendió al fin cuánto le amaba aquella mujer, tuvo lástima de ella y repuso:

– ¡Oh! no, perdonad… yo creia… pero conservaré esta prenda… por vuestro amor.

Al fin Yaye habia roto la valla; comprendia que su amor era la vida de Isabel, y creyendo ceder solo á la compasion, cuando en realidad quien le impulsaba era su corazon, demostró á Isabel un amor que él creia fingido.

Pero no reparaba, engañándose á sí mismo, que al fingir aquel amor gozaba de unas delicias purísimas, que su corazon se aliviaba de un peso cruel, porque al fin exhalaba el depósito de amor que traidoramente y contra la voluntad de su dueño habia absorbido su corazon.

Isabel, que se habia puesto flaca y pálida en un mes, volvió á la magnífica turgencia de sus formas, á su admirable hermosura, en una semana: sus ojos brillaban exhalando con un encanto indefinible su alma fecundada por el amor de Yaye: no solo habia recobrado su antigua hermosura: esta habia crecido.

Vióla un dia el anciano faqui y exclamó suspirando:

– Para ser un arcángel del sétimo cielo, no la falta á la pobre Isabel otra cosa que no ser cristiana.

El amor para las mujeres, es como el rocío y el sol de la primavera para las flores.

Durante las vacaciones de aquel año, Isabel y Yaye fueron felices. Ella porque se contemplaba amada; él porque creia hacer una obra meritoria de caridad.

El amor de Yaye hácia Isabel no era amor sino misericordia.

Fuése Yaye á Salamanca á estudiar su último año.

Cuando se separó de Isabel, experimentó un dolor agudo, un vacío en el corazon.

A pesar de su repugnancia á todo lo que representaba las creencias cristianas, Yaye se llevó consigo el relicario.

A los pocos dias de ausencia, el relicario pendia del cuello de Yaye.

Hubo un momento en que se preguntó con terror si verdaderamente amaba á aquella mujer.

Harum iba y venia con mucha frecuencia de Granada á Salamanca; cuando iba, llevaba una carta de Isabel para Yaye; cuando volvia, una carta de Yaye para Isabel.

Yaye, sin embargo, habia logrado engañarse completamente; se habia convencido de que no amaba á Isabel, pero seguia escribiéndola amores, y deseando volver á verla, por caridad, por pura caridad.

En tal estado se hallaban los corazones de los jóvenes, cuando Yaye volvió de Salamanca antes que se acabase el curso, y ya se habian visto algunos dias los dos amantes.

Isabel habia empezado á ser mas esplícita: las palabras esposo y esposa empezaban á salir de sus labios. Yaye comprendió que habia llegado el momento de que su caridad fuese puesta á prueba, y empezó á excusar en cierto modo sus entrevistas con Isabel.

En tal situación y cuando las miserias de su pueblo y la noticia de que iba al fin á conocer á su padre, habian abierto para él una nueva vida, habia recibido el ramo de madreselva, y despues una llave y una cita de Isabel.

Yaye estaba con razón tan profundamente pensativo y abstraido como le hemos presentado al principio de este capitulo.

Pasaban lentamente las horas.

El reló de Santa María de la Alhambra marcó á lo lejos las once de la noche, y retumbaron tres sonoros golpes de la campana de la Torre de la Vela.

Poco despues hizo extremecer á Yaye el preludio de una guitarra.

Armonías fugitivas que se exhalaban de las sonoras cuerdas del instrumento, como suspiros de amor: flexibles ráfagas, que parecian destinadas á llevar á los oídos del amado el alma de una mujer.

Yaye sintió vacilar su alma acariciada por aquella armonía que parecia poner en contacto dos seres nacidos el uno para el otro, separados solo por el fanatismo, por la educacion.

Luego la voz de Isabel, grave, sonora, dulce, enamorada entonó las coplas siguientes:

La esperanza es la vida

de quien bien ama,

y su muerte, la muerte

de su esperanza.

¡Ay! ¡Dios no quiera

que mi amante esperanza

se desvanezca!


Estremecióse de piés á cabeza Yaye al escuchar la copla; después un vértigo envolvió su cabeza: nunca habia oido cantar con tal pasion á Isabel: entonces comprendió que la amaba; al comprenderlo creyóse entregado á Satanás, porque solo Satanás, segun él, pensaba en su fanatismo, podia inspirarle amor hácia una enemiga de su ley, hácia la hija, la hermana, la descendiente de los renegados.

– No iré á la cita, se dijo.

Pero hay negativas que se pronuncian con demasiada audacia: instantáneamente pensó que era una cobardía huir del peligro: que era mas noble arrostrarle, luchar con él y vencerle.

– Iré, sí, iré: ella no tiene la culpa de ser lo que es… es cierto que yo no puedo unir mi suerte á la suya, que no debo amarla; pero la desengañaré: acabaremos de una vez ¡Oh! si por ventura al verse engañada en sus esperanzas, en su amor… ¡oh! ¡si muriese!.. pues bien, que se convierta al Dios Altísimo y Unico… si no… que olvide ó muera… yo no puedo hacer traicion por una mujer á mi patria y á mi ley.

Un cuarto de hora despues, estaba Yaye en el jardin de Isabel; pero por una refinada crueldad aconsejada por su fanatismo, porque el fanatismo ha sido siempre cruel, llevaba vestido de una manera completa un trage morisco.

Isabel no conocia ni poco ni mucho la historia de Yaye: le oia hablar con pureza el castellano, le veia vestir ropas castellanas, sabia que era estudiante.

Isabel le creia un hidalgo castellano.

Y luego á una mujer que ama, la importa poco conocer la posicion, el nombre, la historia del hombre amado; la basta con saber que es amada: el corazon se llena con sensaciones, no con palabras. Isabel solo sabia lo que necesitaba saber.

Que el señor Juan de Andrade la amaba con todo su corazon.

Esta era la verdad, por mas que Yaye quisiese desconocerla, Isabel no se engañaba: sabia cuánto amor atesoraba para ella el alma de Yaye, porque la mujer no se engaña jamás acerca de los sentimientos que inspira.

Isabel confiaba ciegamente en Yaye. La pobre Isabel se engañaba. No sabia la infeliz que existen dos pasiones terribles que dominan enteramente el corazon del hombre y le arrastran: el fanatismo y la ambicion.

Le esperaba á la entrada de un cenador de jazmines, y al verle en aquel trage le hubiera desconocido á no bañar de lleno la luz de la luna su semblante.

Sin embargo, al verle en aquel trage, Isabel que habia avanzado rápidamente al sentir sus pasos, retrocedió y se detuvo estremecida por un presentimiento frío, punzante, como la hoja de un puñal.

Los jóvenes hablaron muy poco.

– ¿Qué ropas son esas? le dijo Isabel con la voz trémula: ¿á qué ese disfraz?

– Estas ropas, señora, son las ropas de mi pueblo: las que se nos quieren arrancar por los cristianos, las que llevaré desde ahora como buen musulman.

– ¡Ah! exclamó Isabel consternada, llevándose las manos sobre el corazon.

Y luego adelantando un paso, y mirando frente á frente con una fijeza sombría á Yaye exclamó:

– ¡Vos no me amais!

– Os amo, Isabel… pero antes que á vos amo á mi patria.

– Por piedad, contestadme de una vez ¿sois moro?

– Moro soy.

– ¿Estais resuelto á no convertiros á la fe de Jesucristo?

– Jamás.

– Entonces no podeis ser mi esposo, exclamó con acento desesperado Isabel.

– Convertios á la religion de vuestros abuelos los califas de Córdoba.

– Adoro á Dios uno y trino, le adoro con toda mi alma, y por él sufriré el martirio de mi amor; por él sufriré si es preciso el indudablemente menos terrible de mi cuerpo.

– Entonces, adios.

– Esperad un momento: quiero que sepais hasta dónde llega el tormento á que me habeis sentenciado engañándome: yo os amo, os amo desde el momento en que os ví: os amaré siempre: yo contaba con vos; no sabía quién érais, si pobre ó si rico, si noble ó villano: eso me importaba poco. Estaba resuelta á unirme con vos y á ser vuestra esposa… porque, permaneciendo en mi casa me veré obligada á entrar en un convento ó á casarme con un hombre á quien no puedo amar y con el que me obligan á casar mis hermanos. Vos me posponeis á una religion falsa, á una patria que no podeis salvar. Id con dios. Pero tened en cuenta que obligada á ser monja ó casada, seré casada, porque no me atrevo á ofrecer á Dios un corazon que está lleno del amor de un hombre: seré casada y haré feliz á mi marido, porque el dolor se quedará todo para mí. Pero acordaos, y que este recuerdo me vengue del rudo golpe que me dais cuando menos lo esperaba… acordaos de que me habeis hecho infeliz, de que me habeis robado mi única esperanza sobre la tierra. Que me vengue de vos, la rabia de verme entre los brazos de otro… porque me amais, lo sé, lo conozco, estoy segura de ello: me sacrificais á vuestra soberbia… no sé á qué… pero no importa: el amor que logrado nos hubiera hecho igualmente felices, malogrado nos hace igualmente miserables.

– Una palabra: convertios á la ley de vuestros abuelas, si es verdad que me amais.

– Seguid vos en el fondo de vuestro corazon en vuestra ley, profesad ante el mundo la del Redentor Divino: si tenemos hijos juradme que seran cristianos, y soy vuestra esposa.

– ¡Adios! exclamó fatídicamente el jóven.

– Esperad, esperad un momento: conservais una prenda mía…

– La llevo sobre mi corazon.

– ¡Sobre vuestro corazon la imágen de la Virgen! ¡una reliquia de la cruz del Salvador sobre el corazon de un moro!

– Isabel, dijo con un acento profundamente sentido Yaye: ya no sabia lo que era amor, y no creia sentirlo hasta este momento: yo os amo, os amaré siempre: esta prenda que un dia me entregásteis no se separará jamás de mí.

– ¡Que ella os proteja! exclamó llorando Isabel.

– El destino nos separa: vuestros abuelos renegaron de su ley por el oro de los cristianos… ¡renegaron! exclamó enérgica y gravemente Yaye, en vista de un movimiento de la jóven: vos no quereis volver al camino de luz que ellos dejaron. Cúmplase lo que está escrito. Pero cuando el sol aparezca todos los dias, cuando bañe con sus primeros rayos ese mirador que tantas veces ha escuchado las palabras de nuestro amor: ¡acordaos de mí!

Y Yaye, temeroso de que sus fuerzas le abandonasen, que la hermosura y el amor de Isabel fuesen mas fuertes que sus creencias y sus propósitos, huyó de ella como hubiera huido un cenobita de un fantasma tentador.

Isabel le vió desaparecer yerta: mientras resonaron sus pasos sobre la calle de césped alentó alguna esperanza; cuando oyó rechinar la llave en la cerradura del postigo, sintió que se desgarraba su corazon; cuando al fin escuchó la caida de la llave que el jóven la devolvia arrojándola por cima de la tapia, perdió su última esperanza y creyó morir.

Luego cayó de rodillas, lloró por su amor perdido y rogó á Dios por el hombre que se llevaba su corazon.

Despues se levantó, buscó la llave, la alzó del suelo, y se volvió triste, lenta, como un alma apenada que se vuelve á su tumba.

Isabel habia muerto para la felicidad; no la quedaba sobre la tierra mas que la amarga copa del sacrificio.

Los monfíes de las Alpujarras

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