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PRIMERA PARTE.
LOS AMORES DE YAYE
CAPITULO VII.
En que se relatan extraños é importantes sucesos

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Doña Elvira saludó ceremoniosamente á su esposo cuando este la mandó que volviese á sus aposentos, arrojó una última mirada á Yaye, y acompañada de dos doncellas, subió unas descomunales escaleras, atravesó un ancho corredor, abrió una mampara de marroquí rojo, atravesó una rica antecámara, entró en una magnífica cámara y sentándose en un sillon, dijo á sus doncellas:

– Dejadme sola.

Las doncellas salieron: mientras resonaron sus pasos doña Elvira permaneció inmóvil en el sillon donde se habia sentado, y profundamente pensativa; luego cuando el ruido de los pasos de las doncellas se hubieron extinguido en las habitaciones interiores, se levantó, atravesó la puerta por donde aquellas habian salido y cerró por dentro otra segunda puerta, despues volvió á la cámara y se fué en derechura á un gigantesco espejo de Venecia, que la reprodujo por entero.

Doña Elvira lanzó una mirada ansiosa al espejo, ese confidente de la mujer que tanto podria revelar si Dios por un milagro le animase y le diese memoria y voz.

Luego atravesó en paso leve y furtivo la cámara, abrió silenciosamente una puerta y entró en un retrete oscuro.

Una vez allí se colocó tras el tapiz de una puerta.

Desde allí se veia una habitacion de hombre; pero bella y ricamente alhajada.

En aquella habitacion habia dos hombres que acababan de entrar.

Don Diego de Córdoba y de Válor, y Yaye-ebn-Al-Hhamar.

El jóven estaba cubierto aun del polvo del camino, pero su trage era muy bello, le caia muy bien y sobre todo ganaba sobre su gallarda y esbelta persona.

Estaba cansado, anhelante, dominado por una ansiedad profunda, densamente pálido, y con la mirada impregnada de una ardiente melancolía.

Doña Elvira no le habia visto nunca tan hermoso, y sintió que el corazon se la comprimia, se la desgarraba; nunca habia sufrido tanto.

Don Diego estaba visiblemente contrariado.

Notábase que sentia respeto y aun temor delante de Yaye, como si se hubiera encontrado delante de un rey á quien hubiese tenido que rendir estrecha cuenta de sus acciones.

En efecto, considerando que Yaye era rey de los monfíes por la abdicacion de su padre, abdicacion que Yuzuf participaba á don Diego en la carta que le habia entregado Yaye, don Diego se veia obligado á respetarle: el valor indomable y tenaz, los sacrificios por la patria, la conservacion de las tradiciones de su ley, todo daba á los monfíes un prestigio merecido entre los moriscos y á su rey un poder terrible.

Por lo tanto y en cierto modo, don Diego ante Yaye era un vasallo y un vasallo culpable.

Porque don Diego creia, que al reconocer Yuzuf á su hijo, al entregarle su corona, le habria revelado el contrato que existía entre las dos familias, contrato á que don Diego habia faltado entregando su hermana á otro hombre.

Lo que don Diego no podia comprender era cómo Yaye, que dos noches antes habia despreciado la mano de su hermana, se mostraba entonces tan ansioso de ella.

De lo que no podia dudar don Diego, era de que Yaye estaba perdidamente enamorado de doña Isabel.

Esta certidumbre le aterraba porque preveía fatales consecuencias.

Durante algun tiempo, guardó silencio. Yaye se habia sentado y estaba cubierto. Don Diego permanecia descubierto y de pié. Doña Elvira que conocia la altivez de su marido no sabia explicarse la causa de aquella posicion humillante á que don Diego se resignaba.

– Espero, dijo Yaye al fin, que contareis con medios bastantes para impedir ese casamiento, y que no me obligareis á tomar en vos una venganza implacable.

– Estad seguro, señor, de que sino hubiesen mediado gravísimas razones, yo nunca me hubiera atrevido á faltar por mi parte al solemne convenio celebrado por nuestros padres, y mediante el cual vuestro casamiento con mi hermana era una cosa decidida.

– ¡Cómo! ¿existia un convenio entre nuestros padres? exclamó con violencia Yaye, ¿y vos os habeis atrevido…?

La voz de Yaye temblaba, se habia puesto de pié y miraba de una manera amenazadora á don Diego.

– Escuchadme, señor, y no me condeneis sin oirme.

– Antes de conocer á mi padre, cuando solo me creia moro, me inspirábais aversion como renegado: ahora que sé de quien soy hijo, ahora que el poder de mi padre ha pasado á mis manos, encuentro que á mas de renegado sois traidor.

– Mi traicion es hija de un horrible compromiso, dijo todo desconcertado don Diego: no sabeis hasta que punto he sido engañado por ese infame Miguel Lopez: pero no importa: Ayala habrá llegado: de todos modos hasta que yo hubiera ido no se hubiera efectuado el casamiento: yo soy su hermano mayor, su padre en una palabra…

– ¡Y la habeis vendido…! ¡la habeis obligado!

– Me hallé vendido y obligado, señor; ese Miguel Lopez es un morisco renegado, un infame delator… tiene papeles que me comprometen… papeles escritos por mí á vuestro padre… papeles que no sé en poder de quién estan: de otro modo ya hubiéramos encontrado medio de deshacernos de ese hombre… ¿quién habia de pensar, que vos, el amante de mi hermana, habiais de presentaros para decirme: dame tu hermana Isabel, porque yo soy el poderoso emir de los monfíes?

– ¡El, emir… rey…! exclamó con orgullo doña Elvira que seguia escuchando tras el tapiz.

– Pero el matrimonio de mi hermana con ese hombre no se hará: mi hermana será vuestra, y de este modo, al mismo tiempo que vos y ella sereis felices se conciliaran todos los intereses de entrambas familias: es verdad que vos, rey de la montaña, teneis la fuerza, y hasta cierto punto el derecho; es verdad que las Alpujarras os pagan tributo, que os obedece un ejército de valientes monfíes; pero tambien es cierto, que yo Aben-Humeya, descendiente del Profeta, nieto de los califas de Córdoba, tengo tambien derechos que reconocen los moriscos de Granada, y los de las alquerías de la Vega: los de Almería y los del marquesado del Zenete cuentan conmigo: al primer levantamiento, al primer grito de guerra, yo seria proclamado rey de Granada; esto se comprende perfectamente: los moriscos desprecian de tal manera la memoria de Muley Abd-Allah, que sus descendientes no pueden tener esperanza de que los moros de Granada los sienten en el trono de su abuelo. Fuera de la descendencia de Muley Abd-Allah, ¿qué otro mas que vos ó yo podemos ser reyes de Granada? vos, como emir de los monfíes, teneis las Alpujarras: yo, como descendiente de los Omeyas, lo demás del reino… una alianza entre nosotros es de todo punto necesaria para evitar una guerra civil, que, si por dicha triunfásemos del cristiano, volveria á ponernos destrozados en su poder. Aquí ha habido mucho de fatal: antes de anoche vos mismo despreciásteis la mano de mi hermana.

– Yo os creia renegado.

– ¡Oh! ¡fatalidad! yo sabia que amábais á mi hermana: pero creí que erais un hidalgüelo castellano, destinado á llevar una golilla ó un roquete. Culpad al misterio en que os ha envuelto vuestro padre: yo ignoraba que fuéseis lo que sois.

– Yo mismo lo ignoraba ayer.

– ¡Fatalidad! ¡fatalidad!

– Mi noble padre quiso que antes de que ciñese su corona, supiese conocer á los hombres.

– En fin, no hablemos mas de eso y vamos á lo que importa. El casamiento de mi hermana con Miguel Lopez no se hará. Si por desgracia, y como no es de suponer, mi enviado ha llegado tarde… Miguel Lopez morirá.

– ¡Oh, alentais una duda y permaneceis aquí, entreteniéndome acaso para ganar tiempo! exclamó Yaye encaminándose violentamente á la puerta.

– ¿Qué quereis hacer, exclamó don Diego, que en efecto, temiendo mas á la denuncia de Miguel Lopez que á la venganza del emir, habia preferido la última y entretenia á Yaye, qué quereis hacer? ¿á dónde vais?

– ¿En qué iglesia se casa vuestra hermana?

– ¡Oh! ¡un escándalo!

– ¡Corred! ¡corred vos mismo! ¡yo os espero!

– ¡Ira de Dios! exclamó don Diego tomando al fin una resolucion desesperada: por nada me obligareis á dar un paso que pondria mi nombre en boca de todo el mundo.

– ¡Ah! ¡me habeis engañado! ¡me habeis entretenido, para que entre tanto!.. pero… no os salvareis… yo… mis monfíes… talaremos vuestros Estados de las Alpujarras… si escapais de mis manos… os entregaré al rey de España con cartas semejantes á las que os han obligado á vender á vuestra hermana á ese Miguel Lopez…

Don Diego exhaló un grito: se encontraba enteramente perdido.

– Una palabra señor, exclamó arrojándose á los piés de Yaye: tened compasion de mí y protejedme: yo os seguiré; seré uno de vuestros mas fieles vasallos…

– ¡Tu hermana!

– ¡Oh! exclamó don Diego, esperad: voy yo mismo: puede que aun sea tiempo…

Y se dirigió á la puerta de la estancia.

En aquel momento apareció en la puerta un paje que dijo:

– Señor, vuestra noble hermana y su esposo acaban de llegar.

El paje volvió á cerrar la puerta. Don Diego arrojó un grito de espanto, y se volvió desesperado y anhelante á Yaye: este al escuchar las terribles palabras «vuestra hermana y su esposo acaban de llegar» hizo un movimiento semejante al de quien ha sido herido de muerte: se puso rojo, mas rojo; la mirada de sus ojos se hizo atónita, se contrajo su boca, y cayó al suelo como herido por un rayo.

Entonces se levantó el tapiz, tras el cual escuchaba doña Elvira, y apareció esta pálida como una muerta.

– ¡Ah! venis á tiempo, señora, dijo don Diego que no estaba en estado de reparar en lo extraño de la llegada de su esposa, ni en su palidez, ni en su conmocion: ved si podeis hacer volver en sí á ese caballero… yo os disculparé con esas gentes.

Y partió.

Por la primera vez doña Elvira se quedaba sola con Yaye. ¿Pero en que situacion? levantóle del suelo, con mas facilidad de la que podia suponerse en una mujer delicada, y era que el amor la daba fuerzas; le colocó en un sillon, le abrió el justillo, roció su rostro con agua, y sin considerar si podia ó no ser vista se arrodilló á sus piés, asió sus manos, las estrechó contra su seno, y exclamó alzando al cielo los ojos cubiertos de lágrimas:

– ¡Señor! ¡señor! ¡mi salvacion por su vida!

Y permaneció de rodillas delante de Yaye.

Al cabo de algun tiempo Yaye suspiró.

Aquel suspiro, fue para el corazon de doña Elvira como un bálsamo maravilloso para una herida: con el consuelo recobró la reflexion y se alzó.

Yaye abrió los ojos, pero en sus ojos estaba pintada la expresion de la locura.

Empezó á delirar: su sangre se habia agolpado á su cabeza y habia trastornado sus facultades.

Afortunadamente habia perdido la memoria de la causa de su accidente, y no pretendia levantarse del sillon.

Su locura era una locura tranquila.

Se reia pero su risa era horrible.

De una manera horrible sufria tambien doña Elvira.

Ella hubiera dado su vida por verse amada de aquel modo: unos zelos mortales la devoraban: al mismo tiempo sentia una ansiedad horrible: temia por la vida de Yaye: su delirio era cada vez mas intenso, don Diego no volvia y doña Elvira no se atrevia á llamar á nadie.

Al fin, resonaron pasos: se abrió una puerta: era don Diego.

– ¿Vive? dijo con afan.

– Si, contestó doña Elvira, valiéndose del dominio que tenia sobre sí misma para no demostrar mas conmocion que la natural en aquellas circunstancias: vive, pero creo que está en peligro de muerte.

Don Diego examinó un momento á Yaye, luego fué á un lugar de la tapicería, oprimió un boton dorado, y se abrió una puerta secreta: tras ella se veia una escalera oscura recta y estrecha.

– Ayudadme, señora, la dijo volviendo junto á su esposa, ayudadme y concluyamos.

Entre tanto don Diego habia encendido una bugía.

– ¿Qué pensais hacer? dijo doña Elvira.

– Es necesario conducirle al subterráneo.

Doña Elvira no contestó, ayudó á don Diego á cargar con Yaye, y con gran trabajo le introdujeron por aquella puerta que don Diego cerró tras sí: bajaron las escaleras y atravesando una estrecha mina, llegaron á un aposento espacioso y bien amueblado en que habia un lecho.

Aquella puerta secreta, aquella mina que se prolongaba mas allá de la habitacion donde los dos esposos habian introducido á Yaye, y aquella habitacion, eran un lugar seguro de refugio, preparado por don Diego, para el caso en que por un accidente desgraciado, ó por una traicion de sus parciales invadiese su casa la justicia del rey. Aquello era un escondite: mas adelante veremos que era tambien una comunicacion.

Estas minas y estos aposentos son muy comunes en el Albaicin de Granada. Apenas habrá una casa de moros que no tenga alguna de estas comunicaciones subterráneas, de las cuales se conocen muchas.

Cuando Yaye estuvo colocado en el lecho, don Diego le desciñó el talabarte, le quitó la daga y la espada, y dijo á su esposa.

– No sabeis cuánto nos interesa la salvacion de este jóven: pero si muere, lo que está en manos de Dios, nos interesa tambien sobre manera que no se sepa que le ha matado el amor de mi hermana. Si muere no saldrá de aquí. Escuchad: yo voy á ausentarme.

– ¡A ausentaros! exclamó, conteniendo mal su alegría doña Elvira.

– Si, es preciso; preciso de todo punto: mi ausencia será á lo mas de quince dias: cuidad vos entre tanto al enfermo: pero vos sola.

– ¡Yo sola! ¡abandonado…! ¡sin los auxilios de la ciencia…!

– No, no he querido decir tanto: antes de marchar avisaré á nuestro médico; es un buen morisco, un noble anciano y guardará el secreto: solo he querido deciros que vos, sola vos, sereis la enfermera.

– Os amo tanto, esposo y señor, dijo hipócritamente doña Elvira, que no perdonaré por vos ningun sacrificio.

– Si, si, ya lo se, doña Elvira, y mereceis que yo… os prometo corregirme… dejarme de locuras… pero adios: no olvideis lo que os he encargado.

– Id tranquilo, señor, no lo olvidaré.

Don Diego salió dejando sola á su mujer con el hombre á quien amaba.

Un momento despues, tranquilo y sonriendo entraba en la gran cámara de recibo de su casa.

En ella estaban doña Isabel de Válor, pálida, pero con la palidez mas hermosa, su hermano don Fernando de Válor, los testigos que habian asistido á la ceremonia y algunos convidados, entre los cuales se contaba don Gabriel Coloma, marqués de la Guardia.

Miguel Lopez, el reciencasado, estaba allí tambien:

Era un hombre como de cuarenta años, moreno oscuro, cegijunto, estrecho de frente, sesgado de boca y avieso de mirada: estaba ricamente vestido, pero á pesar de la riqueza de su trage se notaba lo villano de sus maneras: estaba sombriamente ceñudo y miraba con recelo en torno suyo; don Diego se acercó á él sonriendo, pero, á pesar de su sonrisa, densamente pálido.

– Hermano, dijo asiéndole las manos con cariño; tengo que hablaros, y vosotros, señores dispensad; pero la repentina indisposicion de mi esposa, de que antes os he hablado y que me ha impedido asistir á la celebracion del casamiento, es mas grave de lo que yo creia y me obliga á suspender por el momento la fiesta de bodas.

Todos callaron, pero todos se pusieron de pié: habian comprendido que cortesmente se les despedia: uno tras otro, despues de algunas palabras vacías de sentido fueron despidiéndose.

Por último, el marqués de la Guardia se dirigió á don Diego.

– ¡Diablo! dijo: siento en el alma la indisposicion de doña Elvira, pero de todos modos deseo que ello no sea nada y que pueda acompañarnos al bateo de mi hijo ó de mi hija cuando nazca… que debe ser segun los doctores, este mes: por lo demás si me necesitais para algun empeño, añadió en voz baja indicando con una rápida é intencionada mirada á Miguel Lopez, mirada que solo fue vista por don Diego, podeis contar con lo que puedo y con lo que valgo. Ya sabeis que somos antiguos amigos.

– Adios, marqués, adios, contestó don Diego estrechándole la mano: aprecio vuestra oferta, pero por ahora no os necesito sino para serviros.

El marqués despues de un expresivo apreton de manos á don Diego, de un galante saludo á doña Isabel, que le contestó maquinalmente, y de un frio y altivo saludo á Miguel Lopez, que casi no le contestó, salió de la cámara en la que quedaron solos don Diego, doña Isabel, su hermano don Fernando, que se paseaba pensativo, y Miguel Lopez que miraba alternativamente á doña Isabel y á don Diego, con la impaciencia de un lobo hambriento.

– ¿Me querreis explicar lo que ha pasado esta mañana, don Diego? exclamó Miguel Lopez volviéndose todo hosco á su cuñado apenas quedaron solos.

– Eso significa, que no habiendo yo podido asistir á la ceremonia, envié á Ayala á avisaros que se efectuase sin mí.

– ¿Y cual ha sido la causa de que no hayais podido asistir? replicó con un grosero acento de recelo Miguel Lopez: porque yo no creo en el mal de doña Elvira: creo mas bien en cierto mancebo, con quien segun me han dicho, os encontrásteis á la puerta de la casa.

– Veo que Ayala os ha dicho mas que lo que yo le habia mandado que os dijese. Pues bien ese mancebo…

– Ese mancebo es…

Don Diego interrumpió á tiempo á Miguel Lopez y acercándose á él le dijo rápidamente al oido.

– Ese mancebo es el emir de los monfíes de las Alpujarras.

– ¡El emir de los monfíes de las Alpujarras! exclamó Miguel Lopez, sin cuidarse de recatar su acento.

– ¡Una rebeldía contra el rey! exclamó toda trémula doña Isabel, que lo habia oido.

– ¿Veis Miguel, veis lo que es obligar á los hombres á que digan ciertas cosas delante de las mujeres?

– Es que yo creo que se me engaña.

– Dejemos palabras duras que no deben sonar entre nosotros: amabais á mi hermana, mi hermana es vuestra, y no solo vuestra sino que…

– Me ama, si, si en verdad, dijo con amarga ironía Miguel Lopez.

– Os juro, señor, dijo doña Isabel con voz firme y tranquila, que nadie me ha violentado para que fuese con vos al altar.

– Pero habeis ido desesperada; como si hubierais ido á vuestros funerales; pálida, llorosa.

– Perdonad, señor, pero el estado que acabo de tomar… yo os juro que si vuestra felicidad está en mi mano sereis feliz, muy feliz… ¿no es esto amaros, señor… como os puedo amar ahora? mañana tal vez…

– ¿Quién sabe lo que sucederá mañana? dijo Miguel Lopez, sin apearse de su dureza, aunque algo mas tranquilo, porque tenia fe en la virtud de doña Isabel.

– Por lo mismo que no sabemos lo que sucederá mañana, dijo don Diego, será prudente que por ahora no os veleis.

– ¿Es decir que solo tengo á medias á doña Isabel?

– Debeis comprender que cuando esto os digo tendré motivos poderosos. Por ejemplo, mañana podreis morir.

– ¡Oh! ¡no lo quiera Dios! exclamó cediendo á su natural virtud doña Isabel.

Miguel Lopez se dulcificó un tanto, interpretando de una manera falsa, por amor propio, la frase de doña Isabel en su favor, frase que tenia muy distinto sentido y que hizo estremecer á don Diego y á don Fernando.

– Nadie tiene la vida segura, dijo, y si á eso nos atuviesemos, jamás nos casariamos por temor de dejar á nuestra esposa viuda.

– Pues es muy posible que vos dejeis viuda á nuestra hermana, repitió don Diego.

– ¡Ah! ¡eso no sucederá! exclamó levantándose doña Isabel pálida y con la mirada fija en su hermano porque le comprendia perfectamente: Dios no querrá que eso suceda.

– ¿Y pensábais que mi hermana no os amaba? dijo don Diego.

– Pero en fin ¿qué peligro amenaza á… á mi esposo…? dijo doña Isabel haciendo un esfuerzo para pronunciar por la primera vez aquella palabra.

– Si, si, sepamos, dijo con acento duro y receloso, Miguel Lopez; sepamos qué peligro es ese, y si vuestras palabras son una amenaza ó un aviso.

– Siempre torceis las intenciones, Miguel, contestó con calma don Diego: ese peligro de muerte próximo, es amenaza como me amenaza á mí, á mi hermano, á nuestros parientes, á nuestros amigos, á todos los moriscos que tienen amor á la patria y fe en el Dios Altísimo y Único. En una palabra, Miguel: el edicto de don Carlos, promulgado antes de ayer y á un mismo tiempo, por decreto del emperador, en Granada y en las Alpujarras, ha indignado al emir de los monfíes, que ha venido en persona á mandarme que en el momento marchemos los mas que podamos á las Alpujarras.

– ¡Oh! ¡si, si! ¡vais á rebelaros! exclamó doña Isabel.

– Hermana: dijo severamente don Diego: las mujeres deben callar y obedecer siempre, y mucho mas cuando se trata de ciertos asuntos… asuntos de que yo no hubiera hablado delante de vos á no haberme provocado Miguel.

– Pero vos no debeis rebelaros, hermano, exclamó con severidad doña Isabel: el rey os honra, sois cristiano, lo soy yo…

– ¿Lo veis Miguel? repitió don Diego.

– Esposa mia, dijo Miguel Lopez, dejad que lo que Dios quiere que haya de suceder suceda y nada temais: si muero, por fortuna aun no me teneis tanto amor que mi muerte os desconsuele.

Y el acento de Miguel era amargamente irónico.

– Pero es que yo no quiero que murais…

– Ven, ven conmigo, hermana, dijo don Diego: perdonad un momento Miguel, voy á llevar á mi hermana junto á mi esposa á fin de que podamos hablar libremente.

Doña Isabel deseaba hablar á solas con su hermano y le siguió.

Apenas estuvieron en lugar donde de nadie podian ser oidos, doña Isabel dijo á don Diego:

– ¿No te basta haber cometido un crímen enlazándome á ese hombre contra mi voluntad, sino que por razones que no acierto, quieres cometer otro? ¡hermano! ¡hermano! yo creo que esa rebelion es una mentira: que tú tienes otros proyectos.

– Mira, dijo don Diego que acababa de entrar en su aposento mostrándola la carta de Yuzuf-Al-Hhamar que le habia entregado Yaye.

Doña Isabel la tomó y la leyó.

Su contenido era el siguiente:

«En el nombre de Dios Altísimo y Unico, dador de la prosperidad y del infortunio: Muley Yuzuf Al-Hhamar, á su muy querido sobrino Sidy Aben-Humeya: – Un pacto sagrado existe entre nuestras familias: segun él, tu hermana doña Isabel, debe ser esposa de mi hijo Sidy Yaye. Acabo de renunciar en él mi corona y mi espada: Sidy Yaye, es desde hoy emir de los monfíes de las Alpujarras. El matrimonio concertado, debe, pues, efectuarse. Mi hijo me ha dicho, que tú, faltando al respeto que debes á la voluntad de tu padre, y al temor que mi poder debe inspirarte, has dispuesto de la mano de tu hermana. Mi hijo, el poderoso emir de los monfíes, te entregará por sí mismo esta carta. Si tu hermana es libre, rompe las obligaciones que con otro hayas contraido, y que doña Isabel sea esposa de mi hijo. Si, por desdicha, doña Isabel fuese de otro, ¡ay de tí y ay de él! – Yuzuf-Al-Hhamar.»

– ¡Ah Dios mio! ¡Dios mio! exclamó doña Isabel: ¡con que no se llamaba Juan de Andrade! ¡con que es verdad que es moro, y ademas de moro es monfí!

Y doña Isabel se cubrió el rostro con las manos.

Debemos recordar, para que no parezca extraño el dolor de doña Isabel, que la palabra monfí significa salteador, bandido.

– Pues bien, dijo al fin la jóven alzando la frente radiante de dignidad: no hay motivo para que te arrepientas de lo que has hecho, porque por mas que yo le haya amado, por mas que á mi despecho le ame, jamás, aunque quedase viuda, me casaria con un rey de bandidos: con un hombre que ha rechazado mi mano… que me ha dejado cruelmente abandonada á mi destino… no, no, y cien veces no.

– Ese hombre está muriendo por tí.

– ¡Muriendo por mí! exclamó aterrada doña Isabel.

– Ven, añadió don Diego, y abrió la puerta secreta, descendió rápidamente las escaleras llevando á su hermana asida de la mano, y entró con ella en el aposento donde habia dejado á Yaye y á su esposa.

Doña Elvira, que estaba arrojada sobre el lecho de Yaye que deliraba, se levantó al sentir los pasos de don Diego y de doña Isabel.

– Y bien, ¿traeis ya al médico? exclamó con impaciencia.

– Acaso, acaso señora, contestó don Diego adelantando con doña Isabel.

– ¡Ah! exclamó doña Elvira al ver á doña Isabel, al mismo tiempo que esta al ver á Yaye postrado en el lecho, con el semblante lívidamente pálido y los ojos desencajados y fijos, lanzaba un grito de espanto, emanacion involuntaria de su alma.

– ¡Está muriendo por vos, y pensais en la vida de otro hombre, hermana! dijo don Diego.

Doña Isabel cayó de rodillas, y don Diego, aprovechando aquella ocasion, salió y cerró la puerta dejando á las dos mujeres encerradas con Yaye.

Poco despues, y al mismo tiempo que entraba un médico anciano en la habitacion donde estaba Yaye, salian de Granada á caballo y á la ligera, don Diego de Válor, su hermano don Fernando y Miguel Lopez, acompañados de algunos lacayos armados á la gineta.

Los monfíes de las Alpujarras

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