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PRIMERA PARTE.
LOS AMORES DE YAYE
CAPITULO V.
Del encuentro que tuvieron en el camino antes de llegar á Granada nuestros caminantes

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Cuando se lleva prisa se camina mucho, y devorado Yaye por la incertidumbre, hacia galopar con ardor su caballo sin cuidarse de si reventaria ó no. Abd-el-Gewar le seguia como si los años no hubieran amenguado en nada su virilidad, y seguianle asi mismo Harum y los veinte monfíes.

Tanto y tanto picaron que á las seis de la mañana llegaron á Lanjaron.

Pero los caballos iban cubiertos de espuma, ensangrentados los hijares, rendidos; era preciso renovarlos si se habia de llegar á Granada con la misma rapidez que se habia llegado á Lanjaron, y para renovarlos era preciso detenerse.

Parecerá extraño que en una pequeña villa se pretendiese renovar veinte y tres caballos; pero dejará de existir la extrañeza cuando se sepa, que los caballos con que se contaba estaban ya preparados en unas quebraduras cercanas á Lanjaron, por un aviso anterior. Los monfíes ocupaban enteramente las Alpujarras y tenian recursos dentro de ellas en todas partes.

Abd-el-Gewar fue de opinion que mientras uno de los monfíes iba á ver si los caballos de refresco estaban preparados, entrasen en un meson á la entrada del pueblo y descansasen y tomasen algun alimento.

Yaye bien hubiera querido seguir, pero doblegándose á la necesidad, se encaminó á la villa y se entró por el ancho portal de un meson, dando una alegria indecible al mesonero que se prometia una excelente ganancia con la permanencia de tantos huéspedes, aunque no fuese mas que por algunas horas en su casa.

Acomodáronse Yaye y Abd-el-Gewar en un aposento á teja vana, en el fondo de un corredor descubierto, Harum el Geniz y los monfíes en la cocina, y los cansados caballos en las cuadras, mientras uno de los monfíes, salia en demanda de los caballos de refresco.

Entre tanto el posadero sirvió una liebre á los amos y un guiso de abadejo á los monfíes.

Todos, á pesar de ser moros, bebian vino, porque este sacrificio entraba en las necesidades de su disfraz.

Solo Yaye no comió ni bebió, y lleno de impaciencia habia salido á los corredores á esperar la vuelta del monfí que habia ido á buscar los caballos, mientras Abd-el-Gewar comia lentamente dentro del aposento su guiso de liebre con la mejor buena fe del mundo.

El dia estaba despejado, y un sol tibio y brillante iluminaba de lleno los corredores: Yaye se puso á pasear á lo largo de ellos.

Sus anchas espuelas producian un ruido sumamente sonoro, al que se unia el de su espada que, pendiente de un cinturon de dobles tirantes, arrastraba por el pavimento terrizo.

Por este ruido su presencia fue notado por el huésped, ó, mejor dicho, por la huéspeda de un aposento situado en el comedio del corredor.

Decimos huéspeda, porque á los pocos pasos que dió Yaye, se abrieron las maderas de una reja situada junto á la puerta de aquel aposento, y apareció en ella una cabeza de mujer.

Pero una cabeza característica. Un tipo evidentemente extranjero, pero enérgicamente hermoso.

Esta mujer, ó mejor dicho, esta jóven, porque á lo mas podria tener veinte años, era densamente morena, pero con un moreno límpido, encendido, brillante: sus ojos eran negros, de mirada fija, de gran tamaño, y llenos de vida y de energía, pero de una energía casi salvaje: bajo una toquilla blanca se descubrian sus cabellos, abundantísimos, rizados, negros, hasta llegar á ese intenso tono del negro que produce reflejos azulados: tenia la nariz un tanto aguileña, la boca de labios gruesos pero bellos, y el semblante ovalado, el cuello esbelto y mórvido, anchos los hombros y alto el seno.

Esta mujer miraba con suma fijeza, y con una fijeza que podriamos llamar solemne, á Yaye que con la cabeza inclinada sobre el pecho, las manos metidas en los bolsillos de sus gregüescos, y profundamente pensativo, seguia paseándose sin reparar en la desconocida, y si alguna vez miraba, no era hácia la parte de adentro, sino hácia la de afuera, al portal del meson.

La desconocida no dejaba de mirarle con un interés marcado, en que sin embargo no habia esa expresion de la mujer que mira á un hombre que la agrada: á pesar de esto concebiase que la desconocida queria ser mirada, y no solo mirada, sino admirada; deseaba en una palabra, á todas luces, interesar á Yaye, puesto que se aliñó un tanto los rizados cabellos, se colocó en el centro del pecho una preciosa cruz de oro, que pendia de un hilo de gruesas perlas de su cuello, y apoyó lánguidamente la cabeza en su mano derecha, cuyo desnudo y magnífico brazo se apoyaba en el alfeizar de la reja.

Sin embargo, abismado en sus pensamientos, Yaye no la vió.

Notóse una lucha interna en el semblante de la jóven, y por tres veces sus mejillas se pusieron excesivamente encendidas, señal clara de que luchaba entre el deseo de hacerse ver por el jóven, y la vergüenza de provocar su atencion.

Al fin con la voz temblorosa, con el semblante encendido y la mirada insegura, dijo á media voz:

– ¡Caballero! ¡noble caballero!

La voz de la jóven era sonora, grave, dulce; pero en medio de su dulzura, que tenia mucho de la dulzura y de la languidez del acento andaluz, se notaba por su pronunciacion que era extranjera.

Ese no sé qué misterioso que hay en el timbre de la voz de algunas mujeres, que acaricia, que halaga, que suplica, que manda á un tiempo, hizo extremecer con un movimiento nervioso á Yaye, que se volvió.

– ¿Me habeis llamado, señora? dijo Yaye, mirando á la jóven con la fijeza del asombro que causa en nosotros la vista de una mujer poderosamente bella, por mas que estemos enamorados de otra.

La extranjera comprendió que habia logrado admirar á Yaye, y se sonrió de una manera tentadora.

Yaye, á pesar del recuerdo de Isabel, sintió una dulce sensacion al notar la sonrisa de la desconocida.

– Sí, os he llamado, dijo esta; y como tengo muy poco tiempo para hablaros, quiero que no extrañeis mis palabras, que, si Dios quiere, os explicaré en otra ocasion. ¿Vais á Granada?

– A Granada voy.

– ¿Cómo os llamais?

– Juan de Andrade.

– ¿Sereis tan generoso que querais amparar á dos mujeres desgraciadas?

– ¡Oh! para amparar á una mujer, no es necesario ser generoso.

– Pues bien: cuando esteis en Granada, procurad conocer al capitan Alvaro de Sedeño.

– ¿Y para qué?..

– Somos víctimas de la brutalidad de ese hombre, mi madre y yo: mi honor peligra en su poder… prometedme que nos defendereis, caballero, que nos salvareis… hacedlo… y si lo quereis, seré vuestra esclava.

– Os prometo hacer por vos cuanto pueda, contestó conmovido Yaye.

– Y yo os creo, porque en la mirada de vuestros ojos se nota que sois un hombre de corazon y de virtud…

– ¿Alvaro de Sedeño habeis dicho?

– Sí.

– ¿Capitan de los tercios del rey?

– Sí, capitan de infanteria española, de los que fueron á Méjico.

– ¿Sois mejicana?

– Soy hija del rey del desierto, del valiente Calpuc.

– ¡Hija de una raza subyugada, esclavizada, infeliz! murmuró Yaye.

– Para salvarme de ese hombre, necesitareis no solo valor, sino oro. Tomad, y adios. No me olvideis.

Y la mejicana dejó caer en las manos de Yaye un magnífico ceñidor de perlas de inmenso valor, despues de lo cual cerró la ventana.

Yaye miró por un momento aquel largo y pesado ceñidor que ademas estaba enriquecido en su broche con gruesa pedreria, y le guardó despues en su limosnera.

– Si Isabel no se ha casado, dijo, seré feliz, y justo es que los que somos felices, no nos olvidemos de los desgraciados: si se ha casado, si no puede ser mia, ¡oh! entonces… necesitaré matar á alguien, y me vendrá bien castigar á un infame… ¡el capitan Alvaro de Sedeño…! ¡algun aventurero rapaz… sin corazon…! ¡dos esclavas…! ¡madre é hija…! ¡la esposa y la hija de un rey…! ¡infelices…! y luego… luego es necesario devolverla esta joya… debemos procurar no parecernos á los aventureros castellanos.

Acaso Yaye no se hubiera mostrado tan propicio para proteger á un hombre.

Por lo que vemos, Yaye estaba muy expuesto á engañarse acerca del verdadero móvil de su caridad para con las mujeres.

Lo cierto es que, á pesar de Isabel, los ojos de la princesa mejicana, tan extrañamente encontradas en un meson de las Alpujarras, le habian impresionado.

Lo cierto es que, á pesar de su indudable y ardiente amor por Isabel, no podia desechar el recuerdo de la encendida mirada de la extranjera.

Yaye era un ser digno de lástima.

Bajó en dos saltos la escalera, atravesó el corral, y entró en el zaguan.

– ¡Harum! dijo, llamando.

– ¿Qué me mandais, señor? dijo Harum, acercándose á Yaye sombrero en mano.

– Sígueme.

Harum siguió á Yaye que le llevó al corral, y cuando no podian ser vistos de nadie, le dijo:

– ¿Ves aquel aposento que tiene junto á la puerta una reja?

– Sí señor.

– Allí moran dos mujeres: no conozco mas que á una de ellas: es morena, jóven, con los ojos negros y los cabellos rizados: ademas con ellas anda un capitan castellano. Quédate en el meson, y sin que nadie pueda reparar en ello, observa á esa gente, síguela: ve dónde para, no pierdas ni un solo momento de vista á esas damas: si es necesario protegerlas, protégelas.

– ¿Hasta matar?..

– Hasta matar ó morir.

– Muy bien, señor.

– Cuando lleguen á Granada, observa en qué casa habitan.

– Lo observaré.

– Y me avisas.

– Os avisaré.

– Toma para lo que le se pueda ocurrir.

Y le dió algunas monedas de oro que Harum se guardó de la manera mas indiferente del mundo.

– Vete.

Harum se volvió al corro de los monfíes.

En aquel momento un hombre apareció en la puerta del meson.

Este hombre tenia un aspecto extraño: era alto, como de cuarenta años, de color cetrino, de semblante que debió ser bello algun dia, pero de líneas duramente rígidas: llevaba un ojo cubierto con una venda negra, y el otro ojo miraba con una fijeza, con una audacia que ofendian: en la mejilla izquierda tenia marcada una ancha cicatriz que replegaba su boca, haciéndola sesgada: por cima de su valona se veia un cuello moreno y musculoso, medio cubierto por una barba negra; por último, le faltaban el brazo izquierdo y la pierna derecha. El primero estaba representado por una manga de jubon de terciopelo verde, con forros blancos y bordaduras de oro, doblada y sujeta por un extremo á un herrete de su coleto de ámbar; en vez de la segunda llevaba una pierna de palo: sin embargo de estar tan horriblemente mutilado y estropeado este hombre, vestia un uniforme completo de capitan de infanteria, y aunque al parecer no podía montar á caballo, llevaba calzada en la pierna izquierda una bota alta de gamuza, armada con una espuela de plata: apoyábase en un largo y fuerte baston, llevaba pendiente del costado una descomunal espada, y se advertia que era fuerte, valiente, diestro, temible, y sobre todo duramente provocador é insolente.

Este hombre habia salido de un carro tirado por mulas, que se habia detenido á la puerta del meson: en la delantera del carro se veia un mayoral alegre y zaino, y asido de la mula delantera un zagal robusto, y á caballo junto al carro un soldado viejo y armado á la gineta.

Este hombre, pues, por la riqueza de su atavio y por su servidumbre parecia rico, por su trage capitan, por su apostura valiente.

Yaye observó todo esto con una sola mirada, y se dijo:

– Este hombre debe ser el capitan Alvaro de Sedeño.

Sin saber por qué, la sola presencia de este hombre provocó su odio, su cólera, y un ardiente deseo en su corazón de cerrar con él á estocadas.

Y no era ciertamente porque le hubiese predispuesto á ello la breve conversacion que habia tenido con la extranjera; aunque nadie le hubiese hablado anteriormente de aquel hombre, le hubiera sido igualmente antipático.

Por su parte el capitan nada habia hecho para desvanecer, siquiera fuese con una conducta atenta, la mala impresion que debían necesariamente causar su semblante avieso, su media mirada insolente y su extraño estropeamiento: habia lanzado una ojeada altiva y casi impertinente á los monfíes, habia pasado con altanería, casi con desprecio y sin saludar, por delante de Yaye, y habia atravesado el corral con mas ligereza que la que parecia permitirle su pata de palo, entrándose por las escaleras; poco despues le vió aparecer Yaye en los corredores, á tiempo que Abd-el-Gewar salia de su aposento.

Entonces notó Yaye una cosa extraña. Abd-el-Gewar se detuvo y se puso pálido; el desconocido se detuvo tambien, irguió la cabeza, miró de una manera altiva al anciano, y despues se quitó la toquilla, le saludó, y pasó: Abd-el-Gewar se inclinó ligeramente, y se encamino á las escaleras, y el desconocido llegó á la puerta del aposento donde estaba la extranjera, se puso el baston bajo el brazo derecho, sacó una llave, abrió la puerta, entró, y cerró.

Poco despues Abd-el-Gewar, preocupado y pálido aun, estaba en la puerta del corral junto á Yaye.

– ¿Conoceis á ese caballero? le dijo el jóven: os habeis conmovido al verle, y él os ha reconocido, y os ha saludado.

– Si, si por cierto: es él.

– ¿Y quién es él?

– Es el señor Alvaro de Sedeño, antiguo y valiente soldado de los tercios del rey… y uno de los mejores servidores de tu padre.

– ¡Ah! ¡es monfí!

– Lo ignoro; es un secreto que tu padre jamás me ha revelado.

– ¿Pero donde habeis vos conocido á ese hombre?

– Muchas veces le he visto al lado de tu padre y hablando con él familiarmente en la montaña.

– Y sabiendo que ese hombre sirve á mi padre, ¿por qué palidecísteis á su vista?

– Es que ese hombre, no sé por qué, desde que le vi, me causó repugnancia, aversion, temor…

– Lo mismo me ha sucedido á mí, cuando hace un momento le he visto por primera vez.

– Me parece ese hombre fatal, dijo distraidamente Abd-el-Gewar, pero aqui viene Hamet; sin duda nos esperan ya nuestras cabalgaduras… es necesario partir.

En efecto, un monfí jóven y gallardo entraba en aquel momento en el meson y se dirigió al lugar donde estaban el jóven y el anciano.

– Los caballos esperan, dijo descubriéndose, en la rambla del río cerca de Tablate.

– ¿Enjaezados como conviene? dijo Yaye.

– No ha sido posible, pero se les pondrán los arneses de los que dejemos.

– ¡Otra detencion mas! dijo suspirando Yaye, en quien habia vuelto á recobrar todo su influjo el recuerdo de Isabel.

– Por lo mismo, dijo Abd-el-Gewar, es necesario detenernos aqui lo menos posible: paga al mesonero, Hamet, y que saquen los caballos.

Mientras esto se hacia, Yaye, que á pesar del recuerdo de Isabel no dejaba de tiempo en tiempo de lanzar una mirada al aposento donde se encontraba la princesa mejicana, vió que aquel aposento se abria y que salian de él primero dos mujeres, cuidadosamente envueltas en largos mantos negros, tras ellas dos criadas y despues el estropeado: atravesaron el corredor, bajaron las escaleras y pasaron junto á Yaye y Abd-el-Gewar: delante iba el capitan: saludó fria y ceremoniosamente á los dos, y cuando pasaron las mujeres, Yaye creyó notar que la mas esbelta de las encubiertas le dirigia un leve movimiento de cabeza, y que la otra encubierta, cuyo paso era menos ligero, le miraba á través de su manto con ansiedad.

Nada pudo notar el capitan. Cuando llegaron al carro, el zagal apoyó una pequeña escala contra la delantera y las dos mujeres y las criadas entraron y se ocultaron bajo la cubierta; despues subió el capitan, y antes de desaparecer saludó de nuevo, pero de una manera que tenia mucho de insolente, á Yaye y Abd-el-Gewar.

Despues de esto el carro echó á andar á buen paso.

Apenas se habia separado el carro de la puerta del meson, cuando Harum-el-Geniz se dirigió gentilmente á la salida del meson.

– ¡Eh! ¿á donde vais, Pedroz? le preguntó con imperio Abd-el-Gewar.

– El señor me ha ordenado… dijo Harum deteniéndose y señalando á Yaye.

– Va á un asunto mio, dijo el jóven, dejadle ir.

Y el monfí, en vista de un ademan del jóven, siguió su camino.

Sigámosle.

El carro descendia con lentitud, por el pendiente camino que conduce al puente de Tablate desde Lanjaron. El monfí, en vez de seguir ostensiblemente tras el carro, rodeó por las tapias del pueblo, se perdió entre los olivares y echándose la espada al hombro, y despues de haberse quitado las espuelas, que le embarazaban, empezó á andar con una rapidez maravillosa. Muy pronto estuvo entre quebraduras y despues de haber flanqueado la montaña por espacio de una hora, se encontró marchando sobre las crestas de los montes á cuya falda se extiende el camino de las Alpujarras á Granada.

El carro del estropeado y el soldado que le escoltaban se veian á lo lejos: muy pronto una nube de polvo apareció por un recodo del camino, y un grupo de ginetes adelantó á la carrera, alcanzó el carro, pasó adelante y se perdió en otro recodo: eran Yaye, Abd-el-Gewar y los veinte monfíes.

Harum, que se habia quedado á pié para cumplir el encargo de Yaye, y que ciertamente atendidas su robustez, su agilidad y lo pujante de su marcha no necesitaba caballo para llegar desde aquel punto y en poco tiempo á Granada, se detuvo, y sacando un silbato de hierro de su bolsillo, le hizo lanzar por tres veces un largo y poderoso silbido.

Al poco espacio salieron de las breñas cercanas y con poco intervalo de una á otra aparicion, tres monfíes con su trage característico de montaña y con fuertes ballestas.

– Que el señor Altísimo y único sea con vosotros, dijo Harum.

– Allah te guarde walí7, dijo uno de ellos, ¿qué nos quieres?

– Lo que voy á deciros os lo dice por mi boca el magnífico emir de las Alpujarras.

Los tres monfíes hicieron una zalá ó saludo á la usanza mora.

– Estamos dispuestos á obedecer, dijo el que hasta entonces habia hablado.

– ¿Veis allá á lo lejos en el camino un carro?

– Le vemos.

– Pues bien, es necesario no perder de vista ese carro.

– ¡Lleva oro! exclamó con la alegría de un bandido que presiente una presa otro de los monfíes.

– No, repuso Harum, en aquel carro van dos damas cubiertas con mantos, un soldado castellano, tuerto, manco y cojo, y dos criadas.

– ¡Ah!

– Tú eres un gamo y un lobo, hijo, dijo Harum dirigiéndose al que habia hablado primero. Parte á cuanto andar puedas, y haz que de uno en otro puesto de la montaña no falten diez de los nuestros, que no pierdan un solo momento de vista ese carro. Si se detiene, si las damas que van en él corren algun peligro, defendedlas.

– Muy bien.

– Que cuando yo llegue á la puerta del Rastro de Granada, que será esta tarde, sepa si ha llegado ó no el carro, y si ha llegado, en qué casa han parado el soldado y las dos damas.

– Muy bien.

– Ea, pues, tú, Zeiri, piés á la montaña. Vosotros seguidme.

Unos y otros se perdieron muy pronto entre las ásperas cortaduras.

A las siete de la mañana habian salido Yaye, Abd-el-Gewar y los veinte monfíes del meson de Lanjaron; á las once del dia Yaye y Abd-el-Gewar á caballo y solos, atravesaban la plaza larga del Albaicin de Granada.

7

Equivalente á gobernador, á capitan de gente de guerra.

Los monfíes de las Alpujarras

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