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Tres

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En la Universidad de Browninburgo una tal Mashenka había ocupado mi lugar entre el profesorado. Lo lamenté.

Lo lamenté porque lo que más me gusta en la vida es enseñar y, al parecer, la puerta se había cerrado.

Sin embargo, a un enciclopedista de mi rango, nunca se le cierran las puertas por completo: sabe todo.

Pane lucrando, durante algún tiempo conseguí diversos trabajos regularmente pagados: hice el diseño de una máquina para procesar camarón seco, compuse canciones para un trío, jugué en un equipo de futbol, hice el aseo en una mansión y extraje muelas, apéndices y una vesícula.

Hasta que, dos años y medio después, el Director, Huberto y Fiur me pidieron que regresara. Me negué: dignidad. Me suplicaron: los cachorros estaban abúlicos, indiferentes, raros. Acepté: libertad. Aceptaron: cualquier cosa a cambio de que el Colegio volviera a tener vida.

Cargué con mis retratos de Voltaire, Diderot, Larousse y Yust y me instalé en mi nuevo cubículo.

Mi primera clase la tuve que dar en el Auditorio Aldous Huxley porque en el Aula Magna Charles Fourier no cabían todos los alumnos del Colegio. Versó (la clase) sobre Papiroflexia.

Asistieron también, en calidad de oyentes, casi todos los maestros regulares (ausentes: la dulce Catita, que tenía catarro, y Poncelis, que vacacionaba en la playa con su amante). Don Robert Tapia me preguntó: ¿qué es la geometría? –materia que, por cierto, él conocía de sobra, ya que era el encargado de impartirla en el Colegio–. Por supuesto, como guiño cordial, mi siguiente curso fue Lo que es la Geometría.

Para entonces las cosas ya estaban muy claras: yo era el Colegio.

Profesores, tiranos y otros pinches chamacos

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