Читать книгу Profesores, tiranos y otros pinches chamacos - Francisco Hinojosa - Страница 25
EL MÁGICO: LA CEBOLLA, LA MUÑECA
Оглавлениеpara Álvaro Mutis
Tampoco era la cosa como para ufanarse y andar de presuntuosos por el campus. Ni siquiera, vaya, tuvo el caso, si caso fue, el impacto que debió haber tenido en la llamada “prensa estudiantil” o en el mentado “periódico mural”. Tampoco en la comidilla pordiosera de la cafetería o el bisbís de los pasillos. Los pocos lectores… Ciertamente no: los pocos veedores, escuchas y actores del cuento o experimento apenas si lo comentamos más allá de las horas de descanso. Para todos era preferible olvidar el asunto y “mirar hacia adelante”.
El maestro César Aldecoa –Técnicas Hidrobiológicas– trató de enseñarnos algo sobre lagunas tropicales, pero al rato confesó que no sabía gran cosa de la materia para la que había sido contratado como hombre de magisterio, que lo era, dígase fuera de circunstancia alguna y con toda justicia académica. Y baste decir que nos quedamos de a dieciséis, pues ocho éramos sus pupilos regulares. Y nos quedamos como pendientes por saber qué otra cosa, si no las Tec necesarias para nuestra formación, nos impartiría el Aldecoa ese, profesor, sí, de nuestra casa de estudios, con grado de doctor según consta.
Continuó el enterado Aldecoa: Si no las Técnicas para las que fui requerido, ¿qué haremos y qué aprenderán de mí en este curso del que soy responsable? Aun quedamos mayormente intrigados, valga decir sin palabras, con esa pregunta incuestionable, que al fin y al cabo concluyó irresoluta u oscura por el momento. Irrigados por él.
Pero voy a hacer un experimento, dijo al rato, con ustedes si me lo permiten. Cosa de ustedes que me lo permitan, autoricen. Quien no lo quiera está de plano aprobado en la materia aunque no se forme ni estudie siquiera. Quien sí lo acepte, que sea sin chistar, ¿me comprenden? Porque se trata de otra cosa diferente a los estudios y a la Hidrobiología, de la que sé muy poco, aunque vagas nociones tengo del tema. Tiempo habrá de que cursen sus dichosas Técnicas con alguien más avezado que los instruya en la materia correspondiente.
Quiera Dios que todos se queden, dijo, o creo que dijo, o creo que todos creímos que dijo el Aldecoa, o solamente lo creyó y fuimos nosotros los que dijimos que dijo lo que nosotros quisimos creer: él, el hombre de ciencia. Toda esa parte de la exposición fue muy confusa.
Al maestro Aldecoa, lo sabíamos Mauricio y yo, se le tenía por persona correcta en Rectoría. Tatiana expresó que era “mágico”, como suele decirle a toda la gente que la impresiona muchísimo. Y sí que había algo “mágico” en Aldecoa como para impresionarnos a todos, incluso a los que no solemos decirle “mágico” a nadie. Su altura era notoria y su voz familiar, como de párroco o locutor de radio. Luego Tatiana dijo que parecía una muñeca rusa. O una cebolla, interpretó Filiberto. Rosario estuvo de acuerdo y los demás por ende. Una capa que envuelve a otra capa que envuelve a otra… y así sucesivamente. Todos lo intuicionamos así en lo que al espíritu se refiere, porque lo demás era evidente: camiseta blanca, camisa de cuadritos azules y verdes, chaleco, corbata de caracolitos, saco sport, impermeable (en época de secas). Y quién sabe qué tantas cosas hubiera pellejo adentro. Aldecoa era un mundo, de cierto complejo.
Asentimos con la cabeza más por la curiosidad que por el temor a las dudosas características del experimento: inyecciones (creía Mauricio), perversiones (Diana o Sarita), parapsicología e hipnotismo (Rosario y el Gordo) y deportivismo o drogas (los otros).
Nos vimos al día siguiente con el Aldecoa ese, ya muy convencidos por Tatiana de la “magia” del profesor de Tec, materia que de todas maneras queríamos tomar, fuera cuando fuera y con quien fuera. Él nos pidió respeto y silencio mientras exponía: El experimento va a comenzar ahora mismo. Tienen que estar como dispuestos… Tienen que ponerse así… Y se puso guanguito, flojito, desvanecido. Y le seguimos la terapia, ya más confiscados por su “luminosa aura” (al decir de Sarita) que por nuestros despropósitos de alumnos apáticos o atípicos (según nos calificó, no recuerdo, el emérito maestro).
Luego fue un ir y volver de un lado al otro, de la mesa a la ventana, de la puerta al pizarrón, de las sillas al mapamundi, del esqueleto a los pupitres, como si se tratara de un continente que pudiéramos recorrer en tan poco espacio, con sus lagunas, sus montañas, sus océanos y sus infernales desiertos. Panamá, Sri Lanka, las Siete Islas, Helsinski, las Molucas. Cuando ya estábamos bien cansados, el tipazo nos dice: ¿Y si soy su tía Carmela? Pues sí, la verdad podía serlo, no había motivos para oposicionarnos.
Yo no tengo ninguna tía Carmela, y por la cara de los demás, tampoco había Carmelas entre las tías, quizás salvo en la familia de Tatiana, que no es de por aquí. Pero lo aceptamos al ingenioso Aldecoa como si fuera nuestra tía Carmela: se trataba de un simple juego de párvulos inocentones, palabra, según recuerdo.
Y Sarita que pensaba que ya la iban a pervertir en absoluto: hartas ganas tenía de un numerito así en público; pero no fue tal. El juego de la tía Carmela Aldecoa era bastante estúpido: nos regañaba y nos decía que nos iba a pegar con el bastón, y todos huíamos pensando que iba muy en serio y que nos iba a agarrar el tal maestro a golpes (que sí nos daba a veces). Pero al rato, mientras nos perseguía a lo largo del aula y nosotros gritábamos, dijo que ya era hora de cenar y dormir. Nos dio algo que parecía cereal y nos hicimos los dormidos. Qué duda: nuestras niñerías hicieron su parte en el asunto.
A la mañana siguiente empezaron a esclarecerse las ansiadas insinuaciones del docente: las enseñanzas sustitutas que nos propinaría ese hombre de magisterio metido al mundo de las probetas.
Yo andaba medio dudoso, como Rosario y Belisario, de las Tec que nos pudiera administrar Aldecoa para hacer su experimento. Pero no hubo tiempo de pensarlo a fondo o de arrepentirse. Simplemente nos abocamos a recibir las ordenanzas del prominente catedrático. En el fondo todos teníamos ganas de que volviera a hacerle de la tía Carmela y de corretear por el aula a fin de ser reprendidos con el bastón. Pero no: tenía otros envoltorios en la cabeza.
Nos dijo que él era el manipulador y nosotros sus títeres. Y la idea nos encantó, por emotivos que éramos.
A Belisario lo transformó con sus artes –y él se transfiguró en consecuencia– en un ladronzuelo gordo y huevón. No fue difícil aceptar su nueva idiosincrasia y caracterología. Rosario lo adoró (“lo adoro”, dijo) y luego le metió el dedo índice en la boca –cosa que nunca hubiera pensado hacer antes– y jugueteó con su lengua en señal de mezcolanza. Los demás los alentamos y les hicimos bromas durante su jocosa interpretación de transgresores.
El experimento estaba dando de sí, eso era obvio, y todos nos sentíamos contentos con nuestra decisión de haber aceptado a Aldecoa.
Sarita fue la encargada de la cocina. El maestro le pidió que hiciera algún guiso en una cocina imaginaria y con ingredientes inexistentes. Y nuestra compañera desarrolló el papel a plenitud y yo le besé las piernas, cosa que nunca había hecho ni ella me lo hubiera permitido porque, la verdad, no nos gustábamos. Pero así pasó gracias al virtuosismo del maestro. Endiosado él, para entonces, por nosotros.
Seguimos los demás: que un torero (el Gordo), que una muchachita con problemas de aprendizaje (Tatiana), que un enciclopedista (yo), que un elemento de la naturaleza bastante raro (Mauricio). Ya ni sé qué tanto hicimos o actuamos o quisimos ser o fuimos obligados a representar en un escenario sin espectadores, aunque guiñol no era, tampoco. Aldecoa nos manejaba y nosotros nos dejábamos titeretear por sus adiestrados dones de manipulador. Hombre de mundo, qué duda cabe.
Ya bien procesados por su mente, Aldecoa nos dijo que ahora sí, palabra, ahora sí que vamos a empezar el experimento mañana mismo a primera hora, palabra. Ya tomaron, como se dice, su propedéutico y todos pueden funcionar salvo Mauricio que no anda muy concentrado. Anda desconcentrado el muchacho, se ve. Pero, dijo Mauricio, no me puede excluir. Si te aplicas, puedes, palabra. Lo haré, profesor, pero no me saque. No te sacaré siempre y cuando dejes que sea yo quien jale de los hilitos; recuerda que es mi experimento y no tu tarea. Yo comprendo, usted comprende, ellos comprenden, ¿no es cierto? Respondimos que claro, pero por supuesto: comprendemos. Y prometimos, comprensivos, que nos abocaríamos a integrarlo al grupo.
A las seis y cuarto nos vimos en el aula con el Aldecoa ese. Sarita y Tatiana llegaron muy repintadas de las cejas y las pestañas a los labios y las uñas de las manos y los pies. Rosario iba, como siempre, al natural, por ser tan espontánea en sus cosas de a diario: los apuntes durante las clases, sus preguntas a los profesores y su manera de provocarnos lascivia, cuando anda de buenas y no tiene miramientos con sus compañeros, que eso somos para ella. Diana se dejó venir vestidita de anoréxica o algo por el estilo, según andaba diciendo el propio Aldecoa, de bulímica o de sensible, quién sabe, con unas alpargatas color crudo que no le conocíamos.
Filiberto y el Gordo se presentaron de traje común con zapatos blancos. En cambio, el Ruso y yo llegamos en bicicleta con nuestra ropa de siempre: él con sus calcetines rojos que nunca se quita y yo con la filipina que a todos ya anda aburriendo, medio irritando. El doctor Aldecoa, que se apersonó casi a las siete, arribó afeitado y decoroso. Llegó en calzoncillos, sin más, pero con porte.
Y el cuento o la clase o el experimento comenzó. Sentados cada uno en su pupitre y el profesor en su alta mesa dictó primero un poco de cátedra sobre las Tec caras a nuestra formación, y luego pasó a la mentada experimentalidad que lo tenía como embrujado.
Era una triste tarde gris del estío, comenzó Aldecoa. Las calles sucias como ríos infectados albergaban a sus habitantes cotidianos con su olor a basura y aguas negras. No trinaban los pajarillos como solían hacerlo. Una carroza cruzó a lo lejos cual fugaz espejismo de la muerte y sus heraldos. El cielo empezó de pronto a parpadear con centellas inusuales y roncos gemidos: el gigante se desperezaba…
Alguien echó una risita y la narración se interrumpió. Les pido silencio y respeto, pupilos, para que la historia fluya con su dosis de espontaneidad, ¿me explico?, preguntó Aldecoa, o quizás lo afirmó: ¡me explico! Y cerramos la boca.
Ya en orden y silencio, reinició el experimento con otro fruto de su envolvente imaginación: Una mañana de diciembre, Fedor Tulpenov abrió la ventana de su humilde casa y aspiró el aire fétido que dejaba a su paso un planchón cargado de guano. La bruma desdibujó pronto la embarcación y solo dejó el recuerdo de su trabajoso desplazamiento. El reloj marcaba el fin de la siesta…
Inesperadamente, saltó a escena el Gordo transformado en Fedor Tulpenov. Después de aspirar la fetidez del aire, cerró la ventana y pegó un salto a la cama, donde Rosario (Gavrila Zúbkova) dormía aún profundamente. Volvió a saltar, con la clara intención de despertar a su compañera, pero al ver que fracasaba se decidió a hablarle:
–Gavrila, vamos, que ya es hora. Si Piotr Ilich Perjotin se entera de… ya sabes: estas cosas disciplinarias. ¿Me estás escuchando, mi vida? Haz un esfuerzo, mi vida…
Gavrila se despertó al cabo y se enfrentó con Fedor. Hubo una discusión interminable en la que ambos se reclamaban cosas poco claras, confidenciales. Hasta que se metieron los dos a la ducha.
Al tiempo que nuestros compañeros se enjabonaban, el doctor Aldecoa continuó en el aula contigua con su relato: Madame Pipi hojeaba una revista de modas en el salón de té, que en sus épocas de esplendor fue centro de reunión de la aristocracia menos refinada del momento, pero aristocracia al fin. Con algo de Pergolesi (silbado por Aldecoa) de fondo musical entró Xavier Valmont (agitado).
Y Xavier Valmont (el Ruso) asaltó el saloncito con el rostro descompuesto y a gritos llamó la atención de la Pipi (Tatiana):
–¡Estamos sobregirados…!, perdón, está sobregirada, madame. La marquesa llegará a las cinco…, y usted sabe, tendremos que tocar el asunto.
–Tranquilo, Xavier, cualquiera diría que eres tú el sobregirado. Mírate, parecería que te persigue un cazador…, así como tú persigues a los…, ¿lobos?, ¿o eran tigres?
–Leones, madame, leones que la harían hacerse…
Aldecoa se rio, y luego nosotros. Ya, silencio, nos pidió, el orden es inherente al experimento este. Ahórrense lo innecesario.
–Ya, ya, arregla las cosas antes de que el estúpido de Piotr empiece a menear sus hilos. Tú sabes cómo…
–Madame Pipi, la liga está a punto de romperse, no es posible estirarla tanto. Piotr ya es dueño de los maizales y las salamandras, es mejor darse cuenta de ello.
–No he firmado nada.
–Comprenda, madame, que no es necesario ya que firme nada, a estas alturas hasta sus decrépitos bueyes son propiedad de Piotr Ilich Perjotin. Usted actúa como si nunca hubiera pasado nada…
–¡Ya basta, Xavier, ya basta! ¡Empiezas a enfadarme! Tú bien sabes que Piotr no puede hacer gran cosa si…, ¡carajo, tú sabes!
–Madame Pipi, ¿le hablé acaso de la intervención de Fedor Tulpenov y de Gavrila Zúbkova?
–Me mencionaste a los rusos esos, Xavier. Es algo que me tiene sin cuidado. Tú sabes que yo no le temo a cosas tan…, ¡bah!
–No solo se los mencioné, madame. Le advertí que eran gente de cuidado. ¿Recuerda el atentado contra Charles Grillet en octubre del 89? Y se acordará también de la bomba en las Tullerías… Son ellos, madame Pipi, no se andan por las ramas.
–¡Te he dicho que no me hables así, Xavier Valmont! “Andarse por las ramas” es un lugar común. Y tú sabes que nada me estalla tanto como los lugares comunes, Xavier Valmont.
–Madame …, está bien, está bien, mis disculpas… Pero comprenda, el horno no está…
Algo le gritó la Pipi a su subalterno acerca de su comportamiento y pasó a retirarse a sus habitaciones. Mientras sucedía todo esto, el Gordo y Rosario (Fedor y Gavrila) andaban de compras en París. Ella adquirió a buen precio unos zuecos violetas y él una pluma fuente de marca. En un plano francamente alegórico, Mauricio se abocó a representar la pluma fuente de Fedor. Quizás temió quedarse sin papel en el experimento del profesor de Tec. Aldecoa dubitó unos instantes y lo dejó ser pluma. Los tres, Fedor, Gavrila y la pluma, se fueron de bares por el rumbo de Montmartre.
Entonces tuvimos que interrumpir la clase o cuento o experimento porque era hora de tomar la clase de Compu (Computación Avanzada), en la que muchos de nosotros ya andábamos avanzados y no queríamos retrasos.
Pero al día siguiente (sábado) nos vimos en casa del profesor Aldecoa para continuar cuanto antes el famoso experimento que nos tenía tan desubicados y tan esperandosos.
La casa del doctor Aldecoa era un bungalow agradable y poco suntuario. Nos moríamos de la risa al ver su colección de botellas vacías. Era en verdad graciosa. Pero, después de desayunar (jugo de mandarina, fruta rellena y un caldo supercaliente de pescado o de embutidos o de borrego), él se propuso disciplinarnos y lo logró de inmediato. Y así volvimos a la clase o la historia o el cuento o el experimento del gran doctor experimentado y experimental.
A Gavrila le bajó ese día y se puso fatal: llore y llore y reclamadosa con su Fedor, que ya se vomitaba. Sin embargo, se sentía muy orgullosa de sus zuecos nuevos. Luego a Fedor le entró el deseo y se pusieron a hacer el amor. Fantásticamente, palabra, nos dejaron aturdidos con tanta fruición y entusiasmo que le pusieron al llamado “acto amoroso”. Por su parte la Pipi (Tatiana) andaba con jaqueca: según supusimos por sus quejumbrosidades. Entonces entré yo, a la sazón llamado Tomasi Papini, un florentino agiotista.
–Es tu decisión.
–Es la decisión de madame, mi admirado Tomasi.
–Yo no me ando con cuentos en eso de las deudas… Me conoces, Xavier Valmont, tú sabes de lo que soy capaz.
–Te equivocas, querido Tomasi Papini, quien sabe de riesgos y venganzas es la propia Pipi… Yo soy un humilde mensajero, un puerco negociador. Ella sabe lo que hace, espero que quede claro.
–¿Amenaza, Xavier?
–Discrepancia y apartitud, pura simulación, sugerencia.
–Da lo mismo, estimado imbécil, me da lo mismo. Discrepa, si quieres, toma distancia, si decides, pero, querido Xavier, ¿a quién quieres coludir en negociaciones disparejas? Habla, intelectual de pacotilla, habla, genio de las finanzas de quien te paga y mantiene, habla-bla-bla, pedazo de estiércol, carroña, piraña, ponzoña.
Valmont andaba encolerizado, caliente. Tomasi (yo), en cambio, se tomaba las cosas con serenidad, bien manejada en su interior (como yo había sido usurero en otro momento de mi francamente hermosa vida no me costó mucho trabajo el papel). Había decidido ser más diplomático con el enemigo, negociar…
En ese momento oímos la detonación en la recámara de visitas del bungalow del profesor Aldecoa. La Pipi yacía en el piso con un agujero de proyectil en el pecho y otro de punzocortante en un hombro. Sangraba a chorros. Fedor, de pie, sostenía el revólver y observaba el cadáver con la mirada típica del asesino profesional. Gavrila empuñaba la daga coasesina con la vista perdida en la punta (de la daga).
Algo iba a hacer o a decir Mauricio (que había dejado ya de ser pluma) pero el doctor Aldecoa le ordenó que silencio, no te metas en un mundo que no te corresponde, ¿quién te ha llamado? El respeto a los demás no es un respeto de más. Luego dijo algo acerca de la no intervención como paradigma del experimento, y asunto arreglado, nos remetimos a la historia, ya más conscientes de nuestro papel no interventor en los negocios ajenos. “La sensación del Otro”, como diría el profesor de Tex He (Textos Helénicos).
Rompieron el hielo el Gordo y Rosario: la narración continuaba porque así era (la narración).
–Vamos, amor –dijo Gavrila, y salieron ambos del bungalow.
–Nuestro destino es hacer historia, es escribir unas cuantas páginas de esta repugnante historia…
–Te amo, Fedor. Eres un hombre de tu siglo, independiente, tenaz. Te amo, vida mía. Mi sino es quererte, nuestro sino es matar… La vida nos impone tantas cosas, mi Fedor, tantas cosas, cariño…