Читать книгу Profesores, tiranos y otros pinches chamacos - Francisco Hinojosa - Страница 8
SEMBRADO
ОглавлениеPara Jis y Trino
Estaba don Soylo Lima podando unos rosales cuando sintió que un relámpago delgadito le recorría la dorsal. Supo de inmediato que se trataba de ella: pensó en dejarle sus postreras palabras a su nieto –que en esos momentos estaba concentrado en matar al gato–, pero un repentino impulso eléctrico le inhibió las cuerdas vocales. Don Soylo se desvaneció sobre el rosal rojo, uno de sus consentidos. Varios caminitos de sangre en el pecho lampiño le dejaron las espinas de sus amadas flores. Su nieto interrumpió el sacrificio del felino al oír el costalazo.
Estaba la Tuza haciendo para el Tuzo unos gregüescos de lana y cuero cuando entró el Tucito a decirles que el abuelo, por hacerle al payaso, se dio contra las rosas. Que sangraba con profusión.
–Ve a ver, Mirreyecito –le dijo ella a él, que solo veía cómo su esposa le bordaba amorosamente la íntima prenda.
–Voy a ver, Mividita, no te preocupes.
Y sí: fue a ver y vio: el suegro estaba tendido, tal y como su Tucito lo había explayado. De las heridas manaba bermellón: el pulso era de sí inexistente: don Soylo había fallecido en definitiva.
Estaba Pía Montenegro echándole agua al radiador de su BMW cuando le avisaron de la muerte de don Soylo. “Tan limpio él, tan amable, tan lampiño”, se dijo, “tan humano”, y cerró el cofre; había sido su cliente: de hecho lo consideraba poco depravado.
Estaba Garcilaso de la Rúa compartiendo un litro de curado de apio cuando le avisaron que habría entierro. Le dijo a sus contertulios que se echaría la última antes de llevar al muertito a su definitiva.
–Penúltima –corrigió el Perro–, ¿o nos vas a dejar con el vaso en la mano?
–Antepenúltima –lo secundó el Plátano–, acuérdate del Juicio Final.
Tiempo luego, estaba el policía Méndez metiéndole papaloquelite a su taco de pancita cuando le llamó al celular su superior, el capitán Sayavedra:
–Véngase de inmediato.
–¿Qué pasó, qué pasó, qué pasó, mi capi?
–No se haga el pendejo: esto es importante: es un asunto de hombres.
Estaba el capitán Sayavedra quitándole el brasier a la secretaria del juzgado cuando tocó a la puerta el policía.
–Déjenos solos, señorita –le dijo a la semiencuerada–, luego le seguimos.
–Usted manda –respondió, mientras se volvía a poner el sostén de su familia.
–Usted manda –dijo también el policía al entrar a la oficinota de su jefe.
–Siéntese, Méndez, y no se haga el pendejo: le tengo un trabajito…
¿Recuerda que me dijo que quería irse de vacaciones en uno de esos barcototes con una señora de sus íntimas preferencias?
–Soñar no cuesta.
–La vida a veces nos da sorpresas, Mendipoli.
–Pero no de esas.
–Pues de esas también, como de película romántica.
–Explíquese, que ya me anda por hacerme a la mar oceánica.
Estaba Pía Montenegro cocinándose un pollo encacahuatado cuando se asomó a la ventana su vecino, el policía Méndez.
–Huéleme la casa mejor que sus divinas axilas, con todos mis respetos, doña Pía.
–Ándese a otros lares que aquí ni para oler es bien recibido, Poliméndez.
–Váyase con cuidado, que las palabras hieren.
–Téngase como apestado: nomás calienta y al rato está tiritando de frío.
–Escúcheme, quiero decirle algo.
–Míreme, que no ando para otra de sus triquiñuelas.
–Atiéndame, esto la va a poner más blandita.
–Explíquese de una vez, que ando con prisa.
–Distribúyase: yo pongo la lengua y usted la orejita.
–Escupa, Mendipoli, que ya ando que apunto el pabellón pa’ ver por dónde se quiere colar.
Estaba el capitán Sayavedra con un clavo preguntando a la pared dónde colgar su Última Cena cuando llamó Méndez para decirle que ya todo estaba alfinmente arreglado.
Estaba el capitán Darío Yáñez comiendo sushis con hueva en su celda del reclusorio cuando recibió una llamada por el celular.
–Habla el capitán Sayavedra, Micapitán.
–Esperaba su llamada, capitán, desde la semana pasada.
–No ha sido fácil, Micapitán, pero ya está todo bajo control.
–Mire, capitán, a mí no me diga nada: asegúrese por su propio bien de que todo salga en orden.
–Oh, Micapitán, Micapitán: que no se le escurra ni la menor duda. ¿Somos o no somos gente de honor?
–Con que usted lo sea, lo demás sale sobrando.
–Eso mismo digo de su persona, Micapitán.
Andaba Pía Montenegro echándole el tarot al procurador cuando salió la carta de la Muerte. Trató de no alarmarlo:
–No se asuste.
–¿Por qué habría de asustarme, pues?
–Mejor sí, preocúpese.
–¿De qué, pues?
–Parece que hay unos huesos.
–¿De quién, pues?
–Obvio: del presunto.
–¿Dónde, pues?
–Saque otra carta.
–¿En la Torre? ¿En qué torre, pues?
Estaba el presidente oyendo las imbecilidades que le decía su ministro de Hacienda o de Comercio cuando le llamaron por el teléfono azul. Era el procurador: para informarle:
–Tengo a un hombre, el capitán Sayavedra, trabajando en el asunto: no va a salir caro: cuatro pasajes en uno de esos cruceros que tanto le gustan a su señora, más unos cuantos dólares, pues.
Estaba Pía Montenegro mal de la panza, desaguando cervantinamente por entre ambas canales, cuando llegaron los Tuzos a su humilde hogar. Los atendió en cuanto pudo abandonar el trono.
–Todo esto es solo un negocio, mis queridos Tucitos: los muertos, muertos están y estarán.
–Pero es mi suegro. / Pero es mi papá.
–Los muertos serán gusanería, ceniza, polvo… El alma es lo que importa, ¿o no?
–¿Hay algún problema con la religión? / ¿Hay algún problema con la ley?
–Ninguno: lo consulté con el obispo: dijo que el espíritu es lo importante, no la materialidad ósea, cárnica o gusánica. Y lo hice luego con el señor procurador: dijo que las exhumaciones son cosa de todos los días.
–¿Entonces? / ¿Entonces?
–Solo hay que desenterrar al muertito: es algo muy sencillo, casi rutinario.
–¿Y después? / ¿Y luego?
–Primero lo autopsian de ley y endenantes lo regresan a su última morada, allende que lo reconozcan como el cadáver buscado, ¿o no?
–Penúltima morada –dijo el Tuzo–: acuérdese del Juicio Final.
–Razón tienes, Tucito, lo había olvidado –dijo la Pía, y regresó a seguir obrando.
Estaba el policía Méndez asaltando a un usuario de un cajero automático cuando le vibró el bíper. El capitán Sayavedra le mandaba decir que ya tenía los boletos del crucero en las manos, además de dos mil dólares en cheques de viajero.
“El señor presidente y el señor procurador me tienen en alta estima por lo que voy a hacer”, se dijo, no sin antes vaciar la tarjeta del cuentahabiente y asesinarlo: con tiro de gracia: para que pareciera cosa del narco o de la mafia.
Estaba Darío Yáñez haciendo aeróbics en el gimnasio del reclusorio cuando un celador le dijo que su abogada estaba ansiosa por verlo. A él le entró una súbita calentura hasta que se percató de la realidad: ella iba en plan profesional. La jurisconsulta no quiso arriesgarse a que hubiera cámaras y/o micrófonos ocultos en los locutorios: solo le mostró un papelito que decía (en código ultrasecreto): “Habemufus huesus. Confiabúlubus todus. El pre cree que se sen. Ezse dezse. A sabere. Saludus de tu espusu. Confiámunus en nusústrutus. Tu Pupú. P. D.: tuve un 14-23. ¿Tú qué opunus? ¿U qué?”
Y acto seguido: se tragó el papelito: era mejor no dejar por allí alguna evidencia.
Darío solo atinó a revisarla un par de veces.
Estaba Garcilaso de la Rúa haciéndose un lavado intestinal en plena avenida con una fórmula antiparasitaria inventada por él mismo, cuando se le puso enfrente el policía Méndez:
–Hay que deshacer lo hecho.
–Eso mismo digo –respondió el que se sentía víctima de lombrices.
–Desenterrar lo enterrado –continuó Mendipoli–. Reparar lo descompuesto, ¿me entiende?
–Anda usted como bien new age, mi poli –le espetó tras un eructo. Luego le mostró los pocos dientes que tenía y tomó los cuatro billetes que le extendía el del uniforme.
–Considere exhumado el objetivo.
Estaba el capitán Sayavedra coadyuvando a delinquir a un subalterno cuando le dijo otro de sus allegados que en vez de andar coligándose con empleadillos debería encender la televisión: el policía Méndez aparecía en el noticiero usufructuando huesos ajenos. Los llevaba en bandeja. Una suerte de cráneo.
Estaba el presidente de la república poniéndose el condón cuando su esposa le salió otra vez con que se le quitaron las ganas. A cambio, ella le dijo con amor que había algo en el noticiero que seguramente sería de su muy particular interés.
Para sus adentros, el mandatario recriminóse: “Ya eché a perder otro condón”. Y luego se puso a ver los múltiples monitores de la habitación presidencial: Poliméndez se paseaba con un fémur o cráneo o costilla que, según había afirmado ante el locutor del noticiero, era el mismo que pertenecía “al presunto asesino buscado vendepatrias prófugo homicida: o sea: el canalla cabrón delincuente contraventor facineroso malandrín: el muy hijo de la muy puta”.
“Puaff”, descansó el ejecutivo en lo más profundo de su ser: “parece que al fin se hará la mentada justicia en este mentado país”.
Estaba el procurador destituyendo al contralor interno de su dependencia cuando su secretario privado –el Porky– gritó:
–¡Yeah, my boss, tal y como nos lo adelantó: encontraron la calaca del muerto!
–¿Y cómo sabe, my Porky, que el muerto no está todavía coleando, pues?
–Lo vi en el noticiero, my boss: eran sus huesos.
–Usted se deja guiar por los locutores y las apariencias óseas. No sea tontillo, pues.
–Las imágenes hablan, my bossito.
–Para que se ande enterando, pues: aquí el único que habla soy yo. Y para que aprenda de paso la lección, agarre su libreta que voy a dictarle. Y le advierto: no se me arrejegue que lo ando teniendo en miras. Y cuando miro, pues, ni quién me ande cochupando, pues –y el boss se puso a dictarle una carta de amor al presidente.
Estaba Darío Yáñez haciéndose una piruleta oaxaqueña en el taller de cerámica del reclusorio cuando uno de los celadores le vino a dar la grata:
–Ya encontraron los huesitos del dizque verdadero presunto ojete asesino, lo acabo de ver en la televisión.
Darío se subió los calzones, miró al celador de soslayo y luego lo invitó a celebrar con una copa de Chablis y un bocadillo de foie gras: era todo lo que tenía en su humilde celda.
Estaba la Tuza sentada sobre el capitán Sayavedra diciéndole ya ya ya, cuando llamó el procurador por el teléfono lila, el chiquito:
–Véngase de inmediato, capitán.
–¿Qué pasó, qué pasó, qué pasó?
–No se haga el pendejo, pues: esto es algo serio: es un asunto de Estado: encontraron la muy mentada osamenta: ¿comprende, pues?
Estaba el forense Alcestes Sencillo analizando un páncreas cuando llegaron los huesos del presunto homicida jodido hiperpendejo de mierda. Se los llevaron en una charola de refresco.
Los siete portadores de los restos respondieron de inmediato a sus preguntas: déjese de cosas / certifique la paternidad de la calaca / no cometa puteses y/o torpezas en su desempeño / ándese con tiento en sus peritajes / téngase por bien remunerado y ascendido / olvídese de huellas digitales y pruebas de ADN / contribuya y no joda.
Estaba Pía Montenegro leyéndose a sí misma las líneas de la mano cuando recibió una canasta navideña de parte del capitán Sayavedra. “¡Qué detallazo!”, se dijo, “abril siempre ha sido un mes padrote”. Abrió una lata de anchoas y fuese a ver su BMW. Necesitaba nuevas calaveras.
Estaba el presidente discutiendo con su pedicurista acerca del PIB, la ONU y el CRACK cuando entró su procurador a explicarle que se había descubierto que la osamenta no era “la que convenía, pues, sino la de un tal Soylo Lima, lampiño, pariente de unos tales Tuzos, pues”.
“Puta”, se dijo el mandatario para sus adentros, y se puso a juguetear consigo mismo en el jacuzzi de la casa presidencial.
Estaba la Tuza haciendo para el Tuzo unas costillitas BBQ cuando se enteraron de que los habían cachado en la tranza de su papá/suegro.
–¿Y ahora, Mirreyecito, qué hacemos?
–La Pía Montenegro siempre tiene buenas ocurrencias. Ella sabrá conducirnos por el buen camino para no errarla.
–Vamos a llamarle.
–¿Por qué crees, Mividita, que siempre ando con el celular?
Estaba el capitán Sayavedra haciendo camino al andar y viendo cómo maduraba el limonero en su patio sevillano cuando se enteró de que el viaje transoceánico de Poliméndez se posponía hasta nuevo aviso. “Ni modo”, meditó, “así son las cosas de esta índole en este ámbito”.
Estaba el Papa dando un mensaje a la humanidad cuando le llamaron por el teléfono púrpura: un arzobispo de Ucrania o Costa Rica le informó que había sido un fraude el hallazgo del esqueleto del presunto asesino hijo de la chingada ojete matón de mierda indiciado.
Su Santidad interrumpió el mensaje y luego oró, no sin antes cancelar sus audiencias con un grupo de rock o rap de Sidney, una familia de Sierra Leona con problemas de plomo en la sangre y seis diputados yucatecos, con sus respectivas esposas, en pos de una absolución colectiva.
Estaba la primera dama viendo en la televisión una entrevista con José Saramago cuando llegó el capitán Sayavedra a decirle que la amaba. Ella quiso usar el interfón para llamar a su cuerpo de seguridad, pero se arrepintió al ver que él ya se había quitado la ropa. Su miembro.
Estaban el presidente y el procurador de justicia retozando en el lecho ejecutivo cuando llamó Pía Montenegro para comunicar algo de importancia. El procurador dijo:
–Llama mañana, pues: ando ocupado.
El presidente se opuso:
–Puede tratarse de un asunto de Estado. Será mejor que atiendas la llamada de la persona, cariño.
Ella solo advirtió:
–Váyanse con su ADN al carajo: o le dan su calentadita al forense para que recapitule o yo escupo.
–¿Qué significa recapitular, mi vida? –preguntó el presidente, que sí sabía, en cambio, el significado de calentadita y escupir.
Estaba el procurador poniéndose los pantalones cuando dizque se le vino a la cabeza que conocía a alguien que podría decir que, desde el punto de vista antropológico, los huesos hallados tendrían que ser del asesino jodido chulo matachín. El presidente, desde la regadera, admitió como buena la ocurrencia:
–Ponlo en escena.
–Se trata de mi hermana, que tiene más prestigio que el forense, los magistrados, el Papa… y que usted y yo juntos.
–¡Ah, qué mi pro de jus!
–¡Ah, qué mi pre de la rep!
Estaban los Tuzos, Pía Montenegro, el policía Méndez y el doctor Jiménez comiéndose un vuelve a la vida con galletitas saladas en un congal de escasa higiene cuando los sorprendió el capitán Sayavedra:
–Ya los caché: pinches cabrones: con que haciendo grupito a solas –les dijo, antes de chocar su vaso de mezcal con Garcilaso de la Rúa, que bebía un licuado de plátano sin huevos en la mesa de junto: acababa de donar sangre.
Aún no tenía conocimiento, el pobre, de que portaba el virus.
Estaba el cadáver de marras asoleándose en un hotel de tres estrellas al norte de Puerto Langosta cuando dos interpoles lo reconocieron.
Estaba el indiciado Darío Yáñez escribiendo una carta abierta a la opinión pública para demandar el respeto de sus derechos humanos cuando le vino un infarto. Un celador le dio los primeros auxilios. Un enfermero, a quien siempre le había gustado el preso, lo recibió con respiración de boca a boca. Fue trasladado más tarde, en helicóptero, a un hospital cinco estrellas para que no muriera. Y de hecho no falleció, gracias a la intervención del procurador, que lo necesitaba vivo para quién sabe qué.
Estaba Pía Montenegro haciéndose la que no se daba por enterada en la caja del súper cuando la reconoció el capitán Sayavedra:
–Pa’ viajecito en crucero que se hubiera endilgado con Poliméndez, mi doña Pía: de la que se perdió.
–Ni soy su doña, ni su Pía, ni mendiga de viajes y/o cruceros. Además: el Mendipoli repúgname.
–No sea taruga.
–No me venga usted con sus prepotencialidades.
–Solo quiero negociar.
–Expanda sus criterios: sayaexpóngase.
–Lo del muertito.
–Déjese querer por los que aún andamos con ánima y olvídese de los gusanos y la podridera…
–Sabía que usted era de las buenas…
–Todo es cuestión de que nos pongamos de acuerdo en lo que se refiere a las finanzas o los empréstitos.
–¿Y el viaje en crucero?
–Que conste que yo no dije nada.
Estaba Garcilaso de la Rúa escribiendo el último capítulo de la microhistoria de su pueblo natal justo cuando asesinaron al Tuzo y a la Tuza con una granada de mano. Un gran homicidio, al decir de los expertos. El Tuzo llevaba sus gregüescos de lana y cuero.
Dos días después, el policía Méndez se descalabró y, aunque no quedó del todo imbécil, su hermanastra lo internó en una granja para deficientes. Trató de escapar en varias ocasiones. La sexta, en las afueras del psiquiátrico, fue embestido por un camión de pasajeros, “resultando muerto”.
La esposa del presidente se fue a vivir a South Carolina y se puso a leer como loca. Tres años después escribió una novela llamada Just Stupid People, bienvenida por el NYTRB y El Clarín. Se le vio firmando li bros en algunos Barnes & Noble. Murió por sí sola, a los setenta y dos.
Pía Montenegro, luego de su fugaz paso por la cárcel de mujeres, se agenció una supermoderna hotdoguera. Como microempresaria no le fue mal ni bien: justo lo necesario para realizar su más caro anhelo: al cabo de los años (dieciocho) viajó en un crucero moderno. Todos los días de la travesía vomitó. La gente en general hablaba de sus arrugas: sin llegar a la crítica. Aunque un poco tarde, el doctor Jiménez la amó un jueves lluvioso.
Al capitán Sayavedra no le fue menos peor: un mal adjudicado a bacterias desconocidas por la ciencia lo obligó a vivir el resto de sus días con un extraño movimiento de boca: como si quisiera decir todo el tiempo “hongo-hongo-hongo”.
El supuesto cadáver terminó muriendo de la manera más estúpida. Y su presunto asesino, Darío Yáñez, abandonó poco después su injusta reclusión: regresó a la vida empresarial de la que había sido indebidamente apartado. Si bien su fortuna no le alcanzó para competir con sus rivales millonarios, se hizo de prestigio en los altos círculos sociales de Hollywood. Un prelado lo consideró canonizable.
Estaban un día los asuntos como para andar de oídos sordos, o inventarse pies en polvorosa porque sí, o de plano echar las cosas en saco agujereado, cuando mataron a otro personaje de la misma calaña.
Y el Diablo, para su contento, regresó y regresó.