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LA VIDA EN EL CAMPUS.
MANUSCRITO ENCONTRADO EN UN ARCHIVERO

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para Guillermo Sheridan

En Rectoría se anda diciendo que los profesores están desmejorados y que va a haber despidos y nuevas contrataciones. El secretario particular del rector casi no sale de su oficina: se la pasa al teléfono con el abogado, el jefe de Recursos Humanos y el director de Matemáticas. Se ve que están coludidos y que forman grupito.

Como secretaria sindicalizada, con 28 años de antigüedad y con reconocimientos por mi asiduidad y buen desempeño laboral, la cosa no me tiene mayormente preocupada. Por el contrario, el asunto de los despidos me divierte porque curiosa soy, para decirlo de una vez.

Y es que casi siempre me ha dado por escuchar las conversaciones de mi patrón, que es el jefe de Recursos Materiales y Abasto: el contador Velarde: hombre de prestigio como proveedor y padre de dos distinguidos muchachos: estudiante de geografía, el mayorcito, y boxeador, el que nació con fórceps.

Por ejemplo: hace poco mi jefe se vio con la profesora Lupita, que es muy decana y querida en el campus, y le platicó la situación de Rectoría. Yo hice como que no me interesaba la cosa y terminé enterándome de todo, que a la vez se lo puse en bandeja a Charito, a Monchis y al tal Irrigoyti Eyzaguirre, quienes acabaron haciendo del chisme cosa pública, como se dice.

Me gusta revolver las aguas porque algo han de llevar de verdad, según tengo entendido. El rumoreo y la verdad poco equidistan, según dice el lingüista Canek.

En Rectoría no manda el rector, un hombre firme y de formación científica. Dicen que es íntegro y no mal intencionado. Siempre saluda a quienes somos sus subalternos y se viste todos los días con camisas de cuadritos. No tiene una presencia elegante pero tampoco repulsiva. No es del todo chaparro y su esposa es una güerita que toma clases de alemán y de artes plásticas.

En realidad, su secretario particular es quien da las órdenes y toma las decisiones allá, en Rectoría. El doctor Guzmán acuerda con todos los directores, los jefes, los coordinadores, la entrenadora del equipo de natación y el abogado sin que el rector se preocupe por lo que decidan o proyecten o anden implementando a sus espaldas.

Es él quien maneja a los miembros de la Junta de Gobierno, el que cena con los líderes estudiantiles, el diseñador de los programas de cómputo y el que decide los menús. Juega ajedrez como ninguno y, dicen, anda de amoríos con la estadista Raquel Minesota, que la verdad parece modelo o actriz o cantante, y que es muy emérita.

Por su parte, el rector es el encargado de hacer (o tratar de hacer) las paces entre las bandas de académicos, de pasear a los visitantes distinguidos que nos honran con su presencia, de saludar con amabilidad a los subalternos y de sacar a bailar a su esposa en el baile de fin de cursos. No tendría para él otro calificativo que el de “estupendo”. Todo un ser humano educado: suele dar consejos a los estudiantes, trabajadores, catedráticos, maestritos e investigadores, como la profesora Lupita, que es una adoración.

En cambio, no podría decir lo mismo del doctor Guzmán. No niego que sea chistoso e inteligente, qué va. Pero tiene algo de ladronzuelo o de amable falso que me molesta. Me inhibe por guapo o qué sé yo: por reputado oceanógrafo o por ególatra.

En general, así es mi universidad. Y de alguna manera me siento orgullosa de ella: la defiendo contra la crítica de políticos y periodistas vendidos y me da mucho que pensar. Aunque suene cursi, como dicho por Charito, para mí es una segunda casa.

Como no quiero estar de un solo lado en este relato, he de decir que en efecto los maestros ya caminaban a pasos lentos cuando empecé a correr la voz de los despidos y las nuevas contrataciones. Por ejemplo: el químico Figueroa se las ingeniaba con una teoría, de su invención, poco atenida a los planes de estudio: decía que el zinc o el mercurio, ya no me acuerdo, podía curar las cataratas o el glaucoma. Y como el teólogo Camino se lo creyó, el lío fue a parar al hospital y luego a los tribunales, antes de aterrizar en el Vaticano.

Otro ejemplo: la señorita Uranga se puso un día a llorar, enfrente de sus discípulos, porque había tenido un legrado doloroso o algo por el estilo. O el caso del licenciado Sahagún, que quiso sobrepasarse con Alejandrita Mireles: aunque no prosperó la demanda se armaron las discusiones en la Comisión de Derechos Humanos y Acoso Sexual: llegó incluso a oídos de la Comisión Universitaria de Amnistía. El zootecnista Tirado, por su parte, se estampó con su coche contra el muro sur del gimnasio oeste. Cuentan que había ingerido drogas: aunque la verdad se le ve muy decente y empecinado.

Y así: hay muchas más historias que podría platicarles de los catedráticos, los maestritos y los investigadores. El hecho es que desde hace un buen tiempo todos andan medio adormilados. Como si las materias les valieran un quinto.

Para el alumnado, las autoridades y nosotros los administrativos, los académicos de pronto empezaron a rebasar los límites a los que nos tenían habituados. Con decirles que hasta la decana Lupita enloqueció un día en la cafetería, junto al cajero automático. Al parecer su saldo no correspondía con sus cuentas: hizo un numerito vergonzoso y le dio un ataque de asma o epilepsia: no lo tengo muy claro. El chofer de la secretaria del rector tuvo que darle respiración de boca a boca.

Además, el problema de las pandillas de académicos ha llegado ya a límites nunca antes vistos. La que comanda el químico Figueroa, Los Tucanes, es la más temida, y no solo por ser la más perniciosa, sino porque funciona como sociedad secreta. Uno nunca sabe quién ha sido reclutado. Con decirles que he llegado a dudar de mi jefe y del tal Irrigoyti Eyzaguirre, pues hacen cosas extrañas: acuerdan por las noches en el baño sauna del gimnasio este. No lo he comprobado, pero la gente lo comenta.

Entre las fechorías de Los Tucanes, por mencionar las dos más famosas, se cuenta que el viejito de Etimologías Grecolatinas, el maestro Orestes García, empezó un día a vomitar sangre porque lo habían envenenado. Charito y Monchis juran que le administraron una sustancia, preparada en el laboratorio de Física, en la comida de fin de cursos. Aunque sobrevivió el viejito un par de años, ya nunca pudo volver a impartir su famosa cátedra porque no lo dejaron salir del nosocomio universitario.

La otra fechoría se refiere al jefe de Estacionamientos y Parquímetros, que ya ni me acuerdo cómo se llamaba: le inventaron que se acostaba con la esposa del doctor Guzmán y este le mandó a dos maestros del departamento de Lucha Grecorromana para que lo ablandaran en el salón de Danza Moderna. Dicen que se les pasó la mano con el gato hidráulico y que lo enterraron abajo del nuevo edificio de Psicología, que estaba en construcción en ese entonces. Nadie volvió a saber de él.

Otra de las bandas, Los Diles Que No Me Maten, comandada por el lingüista Canek, se dedica desde hace mucho tiempo a vender exámenes, calificaciones y prendas íntimas y a difundir la idea de que el Juicio Final está más próximo de lo que esperamos, cosa que, por cierto, yo no creo. Desde hace poco les ha dado también por hablar en latín o en ruso y por condenar el aborto, práctica muy extendida entre el estudiantado y plenamente apoyada por los practicantes de la Medicina, que son muy considerados en el costo de sus servicios. Tanto administrativos como estudiantes, los tenemos en alta estima.

La pandillita de Canek, además, cobra impuestos a los estudiantes por correr en la pista, por besarse en público y por insinuarle cosas a la maestra Pita Vasconcelos, miembra de la banda. Salvo los más tímidos, todos los alumnos le proponen diversos acontecimientos a la comunicóloga Pita, que es muy chula, según aprecian los conocedores.

Por todo ello y otras muchas cosas que no he tenido tiempo de contar o de saber, supongo que el doctor Guzmán ha tenido motivos de sobra para tramar lo que dicen que anda urdiendo: correr a todos los académicos y contratar a otros: también llenos de prestigio, medallas, diplomas y maneras propias de coludirse y apandillarse.

En los pasillos se escuchan cosas: que el doctor quiere acabar con las bandas para organizar la suya, que camina a pasos rapiditos, que anda queriendo meter al Ejército para acabar con el vandalismo, que está maquinando su futuro político a costa de la criminalidad. Se diga lo que se diga: el secretario del rector ha dado pie a los rumoreos.

A partir de que dejé correr la voz, las reacciones de Los Tucanes, Los Diles Que No Me Maten y Los Sabios no se han dejado esperar: una bomba molotov dejó ciego al odontólogo Santín, el pobre; los árboles frutales de la huerta sur amanecieron un día plagados: unos gusanitos color naranja se comían la pulpa de las guanábanas y los kiwis; el coche del doctor Guzmán fue pintarrajeado con grafiti obsceno, y la señora madre del rector falleció un miércoles a las diez de la noche, día y hora en la que él suele jugar dominó con la maestrita Pita Vasconcelos, el director de la Facultad de Arquitectura y el jefe de Baños y Abrevaderos.

La reacción en sentido inverso y con no menos fuerza correspondió a Rectoría: suspendió sin explicación de por medio los Bonos al Mérito Académico, cerró el restaurante-bar para maestros, llamado La Gondolita, intensificó la búsqueda del jefe de Estacionamientos para encontrar pruebas inculpatorias contra Los Tucanes y echó a andar el programa UFC (“Una Falta y a la Calle”), que significaba que quienes no impartieran puntualmente sus cátedras podrían ser despedidos, sin importar las razones que justificaran las ausencias, los retrasos o las suplantaciones.

La comunidad estudiantil, ajena a toda esta guerra desatada entre autoridades y académicos, ha resentido sus efectos: los catedráticos no tienen tiempo para dar sus clases con verdadera entrega profesional, se escuchan llantos tras los cubículos y explosiones eventuales en diversos lugares del campus. Por su parte, los aborteros están ocupados justo cuando una alumna embarazada necesita de su auxilio y, en general, al profesorado se le ve, digamos, atarantado.

Hasta el tipazo de Técnicas Hidrobiológicas, importado de la Universidad de Idaho, confesó no saber gran cosa de la materia y les propuso a sus pupilos un experimento poco ortodoxo: murió una chica en consecuencia.

Con el cierre de La Gondolita, la cafetería de los estudiantes se ha llenado de maestros que fuman puro y beben burbon de las botellitas que venden los miembros de Los Manueles. El jefe de Cafetería, Puestos de Tortas y Misceláneas se encarga de abastecer los mejores alimentos a los profesores (abulón, conejo estofado, lechón en pipián y helado de canela), en perjuicio del estudiantado y la intendencia, que solo podemos consumir sopa de poro y papa, picadillo a la Nacajuca, arroz con chicharitos y, de postre, papaya.

El líder de la Asociación de Pupilos Externos (APE), un buen orador aunque mal psicoterapeuta, intentó averiguar qué sucedía y, según cuentan, cuando al parecer ya tenía los cabos atados fue reclutado por Los Tucanes o Los Diles Que No Me Maten. Son cosas que dicen. Por eso las pongo aquí.

No muy distintas de las que cuentan del tal Irrigoyti Eyzaguirre: que es un joven que asegura no meterse en líos ni tener secuaces. Según yo, según mi manera de apreciar las cosas y los momentos: él es un líder limpio, medio innato, al que le gusta el chismorreo, la barbacoa de hoyo y la maestra Pita Vasconcelos. Si nadie duda de su entereza sindical, ¿por qué habría de hacerlo yo?

Es más: en lo que respecta a nosotros los administrativos, la guerra nos ha afectado más bien poco y nos divierte enormidades. Hace unas semanas el tal Irrigoyti Eyzaguirre, nuestro insustituible secretario, convocó a una asamblea para analizar la situación. Resultó una de las más divertidas de las que se tenga memoria. Al fin, decidimos por votación unánime conservarnos a la retaguardia y aprovechar la turbulencia para pedir un aumento de sueldo. Con las cosas como estaban, no era difícil que se quitaran la carga del emplazamiento a huelga con unos cuantos pesos. La fecha que pusimos para que respondieran a nuestras demandas fue el último día de noviembre, fecha eficaz por corresponder al aniversario de nuestra Casa de Estudios, el cumpleaños del doctor Guzmán y la instructora de aeróbics.

Aunque no nos dieron el aumento que pedimos (25 o 65 por ciento, ya no recuerdo) desistimos a la tercera negociación que tuvimos con los compinches del doctor Guzmán. Nuestra honra gremial no se vio por ello disminuida: logramos más vales de despensa, día de asueto los miércoles de ceniza, seguro contra despido injustificado y una hora, en vez de los treinta minutos vigentes, de lactancia.

En medio de tanta agua revuelta, comentamos después, no nos fue tan mal. Años atrás, solo habíamos conseguido dos latas de sardinas y un bote de mayonesa para la despensa, uniformes amarillos en vez de los violetas que las autoridades nos obligaban a usar y aumentos salariales de inflacionados, según me explican quienes saben de macroeconomía y gasto hogareño. Nada más. Logramos también que la maestra de bordado fuera considerada en el programa AS (Año Sabático).

Y la verdad todo iba bien: sustancioso para quienes gustamos de los chismes y los rumoreos, y ganancioso para el llamado personal administrativo. Hasta que estalló la guerra y se desataron los puñetazos en las oficinas, los pasillos de las facultades y el gimnasio. La gente se hizo de palabras, se increpó, se dio por aludida, se mentó todo lo que a lo largo de los años había acumulado de bilis.

Hubo agresiones de esas calificadas “con arma blanca”, además de gisazos, piquetes, torturas con alacrán, simulacros de mordida, quemadura (o quema dura, ya no recuerdo) con cigarrillo. Cuando no hacían alardes porriles, los académicos se quejaban de golpes bajos y mutilaciones. Sierras eléctricas por un lado, brazos desprendidos por el otro: la civilización de la barbarie, como le llamó el acupunturista Estrada, muy dado a filosofar sobre cualquier tema.

Y se destruyeron archivos y bibliotecas, programas básicos de la red, proyectores de diapositivas, pizarrones y hornos de microondas. Los Manueles robaron del almacén cantidad de cosas: sesenta kilos de arrachera marinada, dos litros de ácido sulfúrico, una iguana preñada, ocho toallas Pier Nerval y cinco ejemplares del libro escrito por la maestra Pita Vasconcelos: La pubertad en una comunidad huichol. Se dice que el banco de semen fue adulterado con bacterias o microbios o microorganismos, algo así.

Fallecieron muchos changos, topos, erizos de mar y escorpiones por la carencia de sus sagrados alimentos. Los prados se amarillaron y el agua de la alberca enverdeció. En el laboratorio de Fotografía los ácidos destruyeron un retrato del hijo del rector y la sala de conciertos se convirtió en guarida de ratas, que tenían antes por residencia los laboratorios de Biología.

Las canchas de tenis, baloncesto y golfito se transformaron en centros de reunión para Los Tucanes, Los Manueles y Los Diles Que No Me Maten, respectivamente.

El estudiantado interno se recluyó en los dormitorios, y el externo se dio cita en las discos, los bares y el parque que rodean el campus. Ocho cayeron en casa de la maestra Pita, siete en la del licenciado Sahagún, seis en el departamento de la actuaria Conchita, cinco en el anfiteatro, cuatro en dormitorios equivocados, tres en la clínica, dos en la huerta y uno en el crematorio.

Y por supuesto, se suspendieron las clases. Y se dejaron de vender gelatinas, cacahuates y condones en las aulas. La Comisión de Derechos Humanos y Acoso Sexual suspendió sus sesiones colegiadas y dejó de emitir su única recomendación, sesenta o setenta veces formulada: el despido del ortodoncista Lauro Juárez por la violación de sesenta o setenta aspirantes a dentistas.

Mi jefe tuvo que cancelar sus requisiciones de abono equino, queso de puerco, bolígrafos de tinta azul y latas de abulón, por mencionar solo algunos de los muchísimos productos que mi departamento suele surtir a la universidad.

Tuve razón al correr la voz: el río llevaba sus aguas. Y aguas negras eran. Por algo el campus olía a caño.

Para decirlo en pocas palabras: mi universidad se arroturó: los estudiantes dejaron de asistir porque la criminalidad andaba suelta y porque los catedráticos estaban ansiosos y con pocas ganas de impartir sus materias.

La universidad, entonces, se me vino muy abajo.

Finalmente, presionado por los acontecimientos, el rector se reunió con los allegados: su linda esposa, el procurador de Justicia, el director de la Facultad de Letritas, el nuevo maestro de griego y mi jefe, que por cierto no se siente bien si no me lleva a sus reuniones. Dicen que soy su conciencia.

Y me llevó consigo.

El señor rector expuso sus razones: “Antes de que la estulticia desborde los muros de nuestra Casa”, dijo, “y la sociedad entera resienta sus atroces consecuencias, es nuestro deber supremo, como autoridades que somos, acudir a las instancias correspondientes para que, con su auxilio, pongamos un alto a la situación, ¿no creen? Estoy de mí seguro que Hipócrates, Unamuno, Tocqueville u otro estarían de acuerdo con esta decisión que habremos de tomar como medida extrema a los sucesos que tiñen de negro nuestra universidad, ¿no creen?”.

Sus cuestionamientos y aseveraciones fueron acogidas por los allí presentes con algo de lástima. El nuevo maestro de griego le mandó un recadito, que tuve el cuidado de guardar: Eγώ μέν άποδέχομαι οΰτω. Creo que el rector lo entendió, aunque estuviera en ruso o chino.

A continuación tomó la palabra el procurador: “Así es de que, uta, che suegro (se había casado con la hija del rector), le voy a mandar unos elementos que, uta, va a ver cómo le hacen la limpieza. Ire, rector, le juro por ésta que le voy a trapiar bien. Uta si no. Por algo dijo el presidente que yaeraora de recomponestacionar las cosas, cabrn: por ésta que le recomponestiono su escuelita. Usted sabe de que yo no me apuñalo en estos menesteres, cabrn”.

Lo que siguió a la reunión de allegados ya todos lo saben: la policía entró al campus a la mañana siguiente y lo “trapió”.

Algunos integrantes de la banda de Los Tucanes intentaron oponerse a la toma de las instalaciones con escopetas y bazucas extraídas de la colección del MUA (Museo Universitario de Armas), pero fueron requeteabatidos por las fuerzas del orden. Los Diles Que No Me Maten pidieron eso mismo. Luego hicieron un plantón en las afueras de Rectoría y fueron retirados a macanazos. Cuando se organizaban para elegir quiénes levantarían la huelga de hambre, uno de los elementos del procurador recibió la orden: “Primero rodielos; y ya questén rerrodiados, me los agarra y los trai al sótano. Y uta si se le va alguno, sargiento”. “Puts, mi lic”, contestó a través del celular. “A ver, dígame cuándo se me ha pelado alguien que usted me haya dicho ‘uta si se le va alguno’, a ver, cuándo. Si bien que sabe que yo no soy joto”.

Con un gran alarde de higiene, los elementos al mando del sargento “rodiaron” a los coludidos, checaron que las latas de abulón no escondieran droga e hicieron sus prácticas de tiro contra “lo que se moviera”: pájaro, mariposa o catedrático. Luego fumaron habanos, cortejaron a los osos koala del laboratorio de Biología y nadaron en la alberca olímpica.

Al otro día, el presidente de la Asociación de Padres de Familia intentó poner un desplegado en los periódicos, pero no fue posible por órdenes de arriba. La esposa del presidente de la APF convocó al voluntariado de la APF, la APE y la API a hacer una marcha de protesta desde el campus hasta el edificio de la Secretaría de Educación Privada. Si la marcha no se llevó a cabo, fue por cuestiones ajenas a la voluntad de los manifestantes: un plantón de los porcicultores del sureste les impidió el paso hacia su destino.

El presidente de la república, psicólogo don José Galicia de la Fuente, en obvia referencia al conflicto universitario, recalcó furioso, en su discurso ante los banqueros del Bajío: “La ley es la ley, aun cuando estemos en un periodo transitorio de definir cuáles son nuestras leyes. Y nadie puede sustraerse a estas o a aquellas. En nuestro país no hay intocables. La impunidad será erradicada de nuestra vida constitucional. El que las debe, las paga. El que delinque termina en las mazmorras, aunque sepa latín”.

La multitud que llenaba el recinto, conformada por campesinos cacaoteros, ya que los dueños de los bancos invitados tuvieron compromisos de última hora, aclamó al presidente y exclamó a coro “José Galicia, José Galicia, queremos justicia”. Luego, los asistentes compartieron con el ejecutivo hot dogs, según se supo por los diarios.

El Químico Figueroa, junto con otros 65 catedráticos, maestritos e investigadores, fueron sentenciados a purgar diversas condenas en la cárcel: dos o tres años para unos cuantos, quince o dieciocho para los más, veinticinco para el licenciado Sahagún y el lingüista Canek, a quienes sorprendieron inhalando droga en el baño noroeste de las niñas. Sus cargos: sedición, homicidio con ocultación de cadáver en construcción, tráfico de sustancias y animales en peligro de supervivencia, drogadicción en baño ajeno, voyerismo, robo de armamento, daño al patrimonio cultural, práctica indebida del legrado, bullicio y asociación académica delictuosa.

A la maestrita Vasconcelos se le condonó la pena a cambio de que aceptara casarse con un hijo del presidente de la república que andaba viudo.

En fin: la universidad cerró sus puertas por tiempo indefinido. Lo que significó también una sentencia de muerte para las pocos erizos de mar y las zarigüeyas que seguían vivos en los laboratorios.

No sucedió lo mismo con nosotros, los administrativos: tuvo el tal Irrigoyti Eyzaguirre buena visión política, ya que pudo deslindar nuestras luchas salariales de las fechorías académicas. Como corrernos de la exuniversidad era muy “oneroso”, eso dijo, nos mantuvieron a todos el salario durante casi cinco meses, sin otro trabajo que hacer cola en la Secretaría de Educación Privada para cobrar. Hasta que la situación se “destensara”, nos explicó, o hasta que “los tiempos fueran propicios” para reabrir las instalaciones.

Además de hacer cola para cobrar, dediqué ese MASALF (Medio Año Sabático A La Fuerza) a estudiar inglés para escalafonarme como secretaria privada cuando “los tiempos fueran más propicios” y la cosa se “destensara”. Me nació el quinto nietecito, visité varias veces a la maestra Lupita en el hospital y dejé de comer carne por lo de las hemorroides. ¡Ah!, y sufrí la pérdida de mi comadre Charito.

Hasta donde estoy informada de primera mano, durante esos cinco meses se coludieron el doctor Guzmán, el procurador de Justicia, el Cadáver –como se le conoce al director de la Facultad de Defensa Personal– y la adorable esposa del rector. Entre los cuatro hicieron grupito, consiguieron subsidios y entablaron pláticas con las autoridades a fin de reabrir las instalaciones, destensar la situación y lograr el momento propicio para “olvidar el pasado”, como dijo el doctor Guzmán en una entrevista para la TV.

Y sucedió todo de la misma manera en la que el tal Irrigoyti Eyzaguirre nos lo había futurizado en una asamblea extraordinaria que se llevó a cabo en una marisquería céntrica: “Nuestras instalaciones se reaperturarán, nuestros sueldos se devengarán con sanidad y pediremos una hora y media de lactancia y dos latas de pulpos en su tinta en nuestras magras despensas”.

El día fijado para regresar a la chamba fue un cuatro o seis de julio, si mal no recuerdo. Todos tratamos de trabajar ese día y los siguientes, aunque sin jefes, académicos, maestritos e investigadores; tampoco estudiantes a quiénes servir con nuestra vocación de dependientes universitarios.

A las dos semanas, sucedió que hubo “reubicación”, tal y como nos lo explicaron la güerita esposa del antiguo rector y la morena amante del doctor Guzmán: “Serán reubicados a fin de sacar adelante, con su elogiable e imprescindible mística, el nuevo proyecto al que los hemos convocado”.

Al menos para mí, todo ha sido un aprendizaje: en lo que fue mi universidad, y hoy es el centro comercial más importante de Iberoamérica, he aprendido a vender shorts, pantalones, sudaderas, camisas, calzones y otras prendas de vestir.

El doctor Guzmán me saluda con beso en la mejilla, la esposa del hijo del mandatario –doña Pita Vasconcelos– atiende mis sugerencias y el tal Irrigoyti Eyzaguirre me manda tarjetas de felicitación en las navidades.

No hace mucho, el lingüista Canek, que se fugó de la cárcel, me levantó un pedido de mil trescientos pasamontañas, quince guantes de piel, tres brasieres y unas medias de seda.

Profesores, tiranos y otros pinches chamacos

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