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3. LA SEGUNDA CRISIS DE LA MODERNIDAD DEL SIGLO XX
ОглавлениеA partir de finales de los años sesenta y principios de los setenta va a dar comienzo una nueva época que puede caracterizarse como una nueva crisis o quiebra de la modernidad. Y, curiosamente, también en este caso con entre quince y veinte años de lapso, se iba a producir el auge editorial de la constatación de esta nueva crisis. Así pues, entre los años setenta y noventa iban a publicarse un buen número de obras destinadas a tratar de delimitar el perfil de esta nueva crisis, de este «nuevo malestar en la cultura», en palabras de Rodríguez Ibáñez (1999). Podemos resumir esta nueva crisis en cuatro cuestiones fundamentales. Veámoslas, aunque sea muy rápidamente.
En primer lugar, la idea del fin de la modernidad alcanza un auge intelectual sin precedentes. El debate teórico más importante desde los años ochenta ha sido el que surge en torno al fin de la modernidad, el debate modernidad/posmodernidad (Picó, 2002: 13). La primera crisis de la modernidad del siglo XX había puesto de manifiesto que la modernidad se había quebrado y que había dado lugar a una época crítica que sería una especie de transición hacia una nueva época histórica más allá de la modernidad, que, sin embargo, no llega a ser nombrada; ahora sucede algo parecido, tras dos o tres décadas de optimismo y confianza en la razón, la ciencia y la modernidad, aunque el debate se centra inicialmente en considerar si estamos o no viviendo en una nueva era, en un nuevo tiempo histórico que puede llamarse posmodernidad, momento posmoderno, o se trata más bien de una radicalización de la modernidad, de una modernidad reflexiva o tardomodernidad (Rodríguez Ibáñez, 1999: 85-122). En todos los casos, y más allá de las etiquetas, la sensación de estar viviendo el final de un período y/o el principio de otro queda patente.
Lyotard, por ejemplo, iba a señalar en La condición posmoderna (1999 [1979]) que había llegado un momento en la historia contemporánea en el que ya nadie creía en los metarrelatos, en las grandes ideas o explicaciones del mundo; era el momento posmoderno. Lyotard incide también en la observación de algunos cambios sociales que se han producido en todos los ámbitos de las sociedades contemporáneas. En concreto, se refiere a «la evolución de las interacciones sociales, donde el contrato temporal suplanta de hecho la institución permanente en cuestiones profesionales, afectivas, sexuales, culturales, familiares, internacionales, lo mismo que en los asuntos políticos» (Lyotard, 1999: 118).
En segundo lugar, en esta nueva crisis de la modernidad se caracteriza al presente como un momento histórico en el que el rasgo central de la realidad social es el riesgo. Ulrich Beck publicaba, a mediados de los años ochenta, La sociedad del riesgo (1998), en el que pintaba un mundo contemporáneo cuya característica fundamental es el riesgo. Las diferencias fundamentales de los riesgos actuales con respecto a los riesgos de la Edad Moderna se pueden resumir en dos: la globalidad de sus amenazas y las causas modernas. La sociedad de clases, decía Beck, ha ido perdiendo importancia a lo largo del siglo XX, tanto es así que en los años ochenta ha dejado su lugar a la sociedad del riesgo. Este argumento nos resulta familiar. Según vimos, Ayala trazaba un mapa histórico-social que llevaba de la sociedad de clases a la sociedad de masas. Ahora Beck, obviando la sociedad de masas, recogía el hilo de la sociedad de clases que venía a ser sustituida por la sociedad del riesgo. Sin embargo, su diagnóstico de la sociedad del riesgo incide en numerosos aspectos que hemos visto en otros autores de la primera crisis de la modernidad. Así, el «teorema de la individualización» o la atomización de la sociedad, la pérdida de seguridades tradicionales y la disolución de las precedentes formaciones históricas.
En tercer lugar, la segunda crisis de la modernidad se caracteriza por la utilización de la razón contra sí misma. La modernidad, el proyecto ilustrado, la razón y la ciencia son vistas como elementos que generan riesgos y efectos secundarios (Beck, 1998), o incluso llevan en su propia esencia la necesidad de producir horrores como las dos guerras mundiales o el holocausto (Bauman, 1997). No se pueden soslayar por más tiempo, según Beck, además de los problemas epistemológicos que presenta el concepto de verdad, los efectos secundarios y las consecuencias no previstas de la ciencia. La crisis de la razón en este nuevo malestar en la cultura también es perceptible mediante lo que Lash ha llamado la «problematización de lo real». En el posmodernismo lo que percibimos son fundamentalmente imágenes. Nuestra percepción se dirige casi con tanta frecuencia a las representaciones como a la «realidad». Estamos, por tanto, acostumbrados a asistir como público a formas culturales que experimentan con la naturaleza problemática de la realidad y la relación de la realidad con la representación (Lash, 1997). La nueva sociedad del espectáculo (Debord, 2003) es la sociedad de los simulacros, de los medios de comunicación de masas, de la hiperrealidad en la que los mapas han sustituido a lo representado, es el crimen perfecto de la realidad, la desaparición de lo real (Baudrillard, 1997).
En cuarto y último lugar, se da un proceso de «desdiferenciación» en todos los niveles (Lash, 1997). Hasta donde nos interesa, la desdiferenciación posmoderna se puede resumir en la reagrupación de las disciplinas y géneros modernos. Al existir problemas con la razón científico-técnica, al problematizarse la realidad, se buscan nuevas formas de conocimiento que sobrepasan los estrechos límites de la diferenciación disciplinar moderna. De igual modo, la categorización y la taxonomización de la realidad se vuelve una quimera; la Gran Teoría, algo imposible. La nueva estrategia para conocer se basa en los fragmentos, la ambivalencia, lo complejo, las paradojas (Pinillos, 1997). Hay un nuevo giro literario y un desbordamiento de las vallas modernas impuestas al conocimiento. Y hay también una obligación de autoanálisis por parte del investigador, del científico social, del intelectual, que deja de hablar como si fuera un dios (Latour, 1992), mediante la inevitable introducción de la reflexividad en el contexto de sociedades cada vez más reflexivas (Gouldner, 1973; Lamo, 1990b), mediante la observación de la observación (observación de segundo grado) (Luhmann, 1996) o, en el caso de los sociólogos, a través de una obligatoria sociología de la propia y ajena sociología (Friedrichs, 1977; Torres, 1994 y 2002; Ribes, 2004b).