Читать книгу Hablar como un libro - Françoise Waquet - Страница 10

OPORTUNIDADES FALLIDAS

Оглавление

La “indiferencia” que los historiadores han mostrado a ese respecto sorprenderá mucho más por el hecho de que están en la primera fila entre los hombres de palabras. En su mayor parte se trata de docentes, y muchos de ellos, para limitarse al caso de Francia, comenzaron su carrera en los liceos. Ahora bien, de dar crédito a las Instructions de 1954, que en este aspecto repetían la opinión formulada por Ernest Lavisse medio siglo antes: “La de historia es, con la de filosofía, la clase donde el profesor más habla”. (17) Junto con las sugerencias que el ejercicio mismo del oficio de profesor podía inspirar, la investigación histórica, en algunas de sus orientaciones, métodos y problemáticas, habría podido dirigir la atención hacia formas y prácticas de la oralidad dentro del mundo científico e inducir a reflexionar sobre la historicidad de estas.

La historia oral experimentó, sobre todo desde la década de 1960, un desarrollo considerable. Por añadidura, quienes la practican, aunque solo sea para responder a algunos ataques, se han visto en la necesidad de interrogarse sobre la naturaleza y el valor del testimonio oral, así como sobre el papel desempeñado por el historiador, tanto en su búsqueda como en su tratamiento. El resultado de ello es una producción metodológica tan abundante como diversa: basta con pensar en las posiciones de Paul Thompson y Luisa Passerini. Sin embargo, esos trabajos, descriptivos o críticos, no han impulsado a los historiadores a emprender, respecto del pasado, el estudio de formas, situaciones y prácticas de oralidad en el mundo científico. Lo cierto es que la historia oral, debido a su fuerte compromiso “democrático” inicial –se trataba de dar la palabra a los “excluidos” de la historia, las clases populares, y luego las minorías étnicas y las mujeres–, no era propicia para interesar a quienes se dedicaban en general a la historia, empezando por los historiadores. Además, cuando las investigaciones tomaron por objeto a los “elegidos” de la historia –políticos desde los años treinta en los Estados Unidos, y más adelante hombres de ciencia–, o bien se apuntó al elogio, o bien se buscó únicamente completar lo que los documentos escritos no decían. Esta última tendencia, además, tuvo particular fuerza en Francia, donde, a diferencia de los países anglosajones, los historiadores se sintieron muy poco inclinados a ver en la historia oral una historia con todas las de la ley y optaron más bien por considerar las fuentes orales como fuentes “banales” que debían cotejarse con las escritas. (18)

En la historia oral, la recolección de las informaciones y los debates que suscita remiten a problemas, de orden similar, que movilizaron a antropólogos, etnólogos y sociólogos. En el marco de su trabajo sobre el terreno, estos han discutido ampliamente la búsqueda del testimonio y, con ella, las formas y los modos de la recopilación de datos y de la entrevista. La implementación de procedimientos de investigación extremadamente sofisticados se acompañó de ricos debates metodológicos referidos, entre otras cosas, a la actitud de un investigador que es a la vez “portaplumas” y “portavoz”. Los numerosos trabajos que fueron su resultado habrían podido estimular la atención de los historiadores hacia una oralidad persistente entre los científicos: en su trabajo de investigación, ¿no son el antropólogo, el etnólogo o el sociólogo, en buena medida, sujetos de oralidad? Esta misma bibliografía sobre la entrevista en ciencias sociales habría podido también invitar a realizar, con respecto al pasado, estudios sobre las prácticas orales de los hombres de saber. Que yo sepa, no ha sido en modo alguno así. Probablemente por razones bastante similares a las que se desprenden de la exposición precedente sobre la historia oral. (19)

El concepto de sociabilidad representa, en lo que respecta a mi tema, otra oportunidad fallida, quizás en razón misma de su tradición historiográfica y, más precisamente, del contenido que se le dio en su origen. Esta noción, tomada de la sociología, fue “puesta […] en el mercado del vocabulario histórico” por Maurice Agulhon a mediados de los años sesenta, en su estudio Pénitents et francs-maçons de l’ancienne Provence, donde se apuntaba a un doble objetivo: de historia social –estudiar las aptitudes asociativas en la Francia meridional– y de historia política, comprender el paso del Antiguo Régimen a la Revolución. La sociabilidad tuvo una fortuna extraordinaria: utilizada en un principio en lo concerniente a asociaciones voluntarias, se extendió a las formas de concurso espontáneo e incluso a todos los tipos de relación social. Por añadidura, la “importación” de los conceptos de civilidad y espacio público teorizados por Norbert Elias y Jürgen Habermas estimuló los estudios en la materia. Si los siglos XVIII y XIX fueron y siguieron siendo épocas privilegiadas, la noción invistió con éxito, hacia atrás, el tiempo de la revolución científica, y hacia adelante, el siglo XX de los intelectuales. De atenerse a los medios ilustrados y solo a ellos, el resultado fue una bibliografía considerable sobre los grupos institucionales o informales, su identidad, su estructuración, sus lugares, sus estrategias, sus modos de legitimación, su funcionamiento: una producción tan abundante como diversa que llevó no solo a un mejor conocimiento del mundo intelectual en su dimensión social, sino además a una relectura de las relaciones múltiples entre saber y poder. En esos trabajos, aptitudes asociativas de las personas y funciones políticas de los grupos se mantuvieron como los grandes ejes de interrogación. El habla –que constituye también el lazo social– jamás tuvo lugar en esas investigaciones; no lo tenía en un inicio y no lo encontró después. El consenso y las negociaciones para alcanzarlo fueron operaciones mudas, y las contadas generalidades que vemos aquí o allá sobre la conversación –entendida las más de las veces como arte, además– no pueden hacer las veces de interrogación sobre el tema. De hecho, hablar no era el problema ni llegó a serlo. (20)

Lo era o, al menos, figuraba en el orden del día de otras disciplinas con las que la historia hizo bastante más que codearse. Orality y literacy generaron, desde los años sesenta, una bibliografía sumamente abundante en los estudios clásicos, la antropología, la psicología y las ciencias cognitivas, (21) y eso sin contar las obras y los ar­tículos, monográficos o de síntesis, que desde su título presentan estas dos palabras. Dichos trabajos se han ocupado principalmente de la “aparición” de la escritura, el ingreso a la escritura y las consecuencias culturales y cognitivas ocasionadas por esta nueva tecnología; a partir de culturas orales o situaciones de oralidad, se interesaron sobre todo en el paso de lo oral a lo escrito, la adquisición de la escritura y sus implicaciones, y, en consecuencia, prestaron muy poca atención a las formas y las prácticas orales que persistían una vez dado ese paso. Es cierto que, en el seno mismo de esas disciplinas, se hicieron oír advertencias en contrario. Se discutieron y revisaron juicios que relacionaban con la escritura el desarrollo de un pensamiento lógico y abstracto. (22) Se insistió en la complejidad de la palabra “oral” y se destacó su sentido doble de “no escrito” y “verbal”; se puso sobre aviso contra las polarizaciones sumarias y artificiales –oral/escrito– y se invitó a pensar esos fenómenos no en términos de oposición sino de coexistencia. En esta última perspectiva, se recordó que, en el mundo del escrito, la oralidad había conservado durante mucho tiempo, y conserva aún, vastos territorios. Así, Ruth Finnegan, después de señalar que con esas grandes oposiciones historiográficas entre lo oral y lo escrito se valora en poco la experiencia propia, prosigue:

En este enfoque por dicotomías, se ha considerado con frecuencia que el modo esencial de comunicación y transmisión en Europa Occidental, durante los últimos siglos, es la escritura (y más especialmente la impresión), tal vez con una tercera “nueva” fase de las comunicaciones electrónicas que reemplazarían al resto. Pero este modelo oculta muchas complejidades. Basta con mencionar la importancia persistente de la comunicación oral en el mundo moderno. (23)

No por ello deja de ser cierto que la palabra “oralidad” sigue definiéndose habitualmente por su oposición a lo escrito (basta con consultar un diccionario de la lengua: así, en la entrada “oral”, el diccionario Robert da como primera acepción “opuesto a lo escrito”); que remite en general a un estado de cultura anterior al representado por lo escrito, y, por último, que las sugerencias dictadas por la experiencia han sido letra muerta. Ni siquiera el concepto de “oralidad secundaria” forjado por Walter J. Ong en relación con los medios modernos de registro y difusión de la palabra humana impulsó a interrogarse sobre lo que pudo ser, antes de este nuevo estadio tecnológico, la oralidad en sociedades y medios que habían superado –y con mucho– la “oralidad primaria”. (24)

En una historia –aquí entendida como disciplina– que sigue siendo en gran medida una ciencia de las “sociedades de la escritura”, (25) los trabajos que acaban de mencionarse encontraron un lugar natural y acudieron en apoyo de estudios sobre la alfabetización de las sociedades tradicionales y, luego, de las clases populares. En la perspectiva progresiva que se adoptó, el dominio de la lectura y la escritura ganaba inexorablemente terreno con el tiempo. En virtud de un movimiento contrario y en consecuencia natural, la oralidad, por su parte, lo perdía, y en ese proceso ya solo aparecía por defecto: lo que todavía no había sido conquistado por el escrito. No debe sorprender en nada el hecho de que las formas de oralidad en el mundo del saber solo se hayan mencionado en muy contadas ocasiones. (26) Para terminar, en tanto que las conquistas de la escritura y la lectura podían datarse y medirse con precisión, la oralidad, aunque solo fuera por contraste, se convertía en un conjunto vago: impresión confirmada por la enumeración frecuente en una misma línea de prácticas de oralidad que, sin embargo, son muy diversas entre sí: las representaciones teatrales, el recitado de cuentos o poesías, las lecturas a la hora de acostarse, las oraciones y los sermones, las arengas políticas. (27)

Para los medios letrados, la oralidad distó de constituir un tema de estudios retrospectivos: en los casos en que se superaba la fase de la mera mención, se seguía adelante en dos direcciones. O bien las situaciones orales se consideraban como prácticas de sociabilidad y se las analizaba en cuanto tales: por ejemplo, la lectura en voz alta en la Europa moderna, (28) y en este punto son valederas las conclusiones precedentes sobre el tema de la sociabilidad. O bien –y esta es la tendencia dominante– los trabajos de historia literaria, en el linaje de estudios muy célebres sobre la poesía homérica, se dedicaban a buscar las marcas de oralidad en textos “literarios”. En estos estudios, que dan un gran lugar a los modos de composición, se manifiesta a veces una nostalgia por un habla viva ahora perdida, sentimiento fundamentalmente respetable pero que no puede hacer las veces de análisis histórico. (29)

Volvamos a las teorías de los antropólogos y los lingüistas acerca de los cambios cognitivos inducidos por el paso de lo oral a lo escrito: a pesar de críticas internas, dichas teorías se adoptaron en general como una vulgata. Un historiador, no obstante, las sometió a la prueba de los hechos. Keith Thomas tomó en consideración la Inglaterra de los años 1500-1700 y, en un estudio sólidamente documentado, llegó a conclusiones que son otras tantas correcciones o, por lo menos, matices que deben tenerse en cuenta. Lo que nos interesa aquí, más que los resultados concernientes a la adquisición de la lectura y la escritura, sus razones y sus consecuencias, es el modo de proceder. Rompiendo con una visión a priori de la noción de literacy, Thomas planteó desde el comienzo las siguientes preguntas: ¿qué significaba leer y escribir en la Inglaterra de los siglos XVI a XVIII? ¿Por qué adquirir esas competencias, y con qué efectos? La demostración lo llevó, entre otras cosas, a recordar, junto con el “potencial imperialista del escrito y el impreso”, el lugar conservado por la oralidad en todos los órdenes de la sociedad y todos los ámbitos de la vida. Respecto de la oralidad, y con pruebas que lo respaldan, Thomas señala que los analfabetos de la Inglaterra de la época moderna no vivían en una “oscuridad mental” y que, en su ignorancia de la lectura y la escritura, no podía tachárselos de “candidez intelectual” ni confundírselos con los miembros de sociedades puramente orales. Su artículo también abunda en enseñanzas metodológicas. El autor previene contra la importación mecánica, en un campo disciplinario, de nociones que se han construido en otra parte. Demuestra, mediante el análisis de prácticas orales extremadamente diversificadas, hasta qué punto es reduccionista ver en la oralidad el mero opuesto del escrito. Y se plantea la cuestión de la oralidad en el caso de todos aquellos que, sin estar en el terreno de la “oralidad primaria” ni de la “oralidad secundaria”, fueron relegados a una especie de limbo. (30) Como los doctos que constituyen el tema de mi libro. ¿Qué significaba para ellos la oralidad? ¿Qué lugar le asignaban? La oralidad de esa gente ya no es la de los analfabetos de la Inglaterra moderna, así como la oralidad de los analfabetos de la Inglaterra moderna no es la de los integrantes de sociedades sin escritura. Con referencia a quienes la practican, doy a esta oralidad el calificativo de “científica”, una forma cómoda de llamarla que no apunta al concepto.

Hablar como un libro

Подняться наверх