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El peso de un “viejo prejuicio”: la pedagogía

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Quedémonos en el mundo universitario. El ejercicio mismo del oficio de historiador, tomado en su dimensión docente, oral, no dio lugar a muchas reflexiones. Volvemos a dar aquí con la desconfianza y hasta la hostilidad manifestadas por la universidad hacia la pedagogía, expresiones de una opinión muy antigua, puesto que ya Émile Durkheim la calificaba, en el curso dictado en la Sorbona en 1904-1905, de “viejo prejuicio”. Y, al interrogarse sobre esa creencia, proseguía: “[La pedagogía] se presenta como un modo muy inferior de especulación. A raíz de no sé qué contradicción, así como los sistemas políticos nos interesan y los discutimos con pasión, los sistemas educativos nos dejan bastante indiferentes y hasta nos inspiran un alejamiento instintivo”. Luego, tras definir la pedagogía como “la reflexión aplicada de la manera más metódica posible a las cosas de la educación”, insistía no sin indignación en la “indiferencia” o la “desconfianza” de la que era objeto: “¿Cómo es posible, pues, que haya un modo cualquiera de la actividad humana que pueda prescindir de la reflexión? Hoy, no hay esfera de la acción en que la ciencia, la teoría, es decir la reflexión, no penetre cada vez más en la práctica y la esclarezca. ¿Por qué habría de ser la actividad educativa una excepción?”. Los extravíos del pasado –“el uso temerario que más de un pedagogo hizo de su razón” y la construcción de “sistemas […] a menudo muy abstractos y muy pobres en comparación con la realidad”– no pueden poner en tela de juicio la legitimidad de la pedagogía: “del hecho de que la manera de entenderla la haya falseado no puede deducirse que sea imposible”. Y dirigiéndose al público mismo que le era propio, es decir a los candidatos al concurso de oposición que desde la reforma de 1902 debían hacer una pasantía pedagógica teórica, Durkheim se veía entonces en la necesidad de desechar otra opinión corriente: “Algunos –recordaba– que admiten de bastante buena gana que en términos generales la pedagogía no es inútil niegan que pueda servir para algo en la enseñanza secundaria. Se dice habitualmente que una preparación pedagógica es necesaria para el maestro, pero que, en virtud de cierta gracia de estado, el profesor de liceo no la necesita”. (44) Aquí interesa muy poco la demostración de lo contrario: nos limitaremos a señalar que la “gracia de estado” entonces atribuida al profesor de liceo era asimismo, y a fortiori, consustancial al profesor universitario.

Mal que bien, la pedagogía hizo su camino en la enseñanza secundaria, aun cuando no hayan faltado debates y los sentimientos de temor, desdén y desprecio que ella suscitaba hayan tardado en atenuarse. (45) Su destino fue muy distinto en la universidad, donde, hasta fecha reciente, ni siquiera se planteó la cuestión. Por eso, “la política de formación pedagógica para los docentes de la enseñanza superior” podía calificarse en 1996 de “tímida, vacilante y controvertida”. (46) En este aspecto, la situación francesa no es excepcional. En los Estados Unidos, la idea de que “una vez que uno se convierte en miembro de la faculty, sabe cómo enseñar” conserva toda su vigencia. Se la comparte ampliamente en Alemania, donde, sin embargo, institutos pedagógicos se ocuparon desde muy pronto, dentro de las universidades, de la formación de los profesores del Gymnasium, y reina con holgura en Inglaterra, donde la pedagogía pagó los platos rotos de las reformas que, en los años sesenta, afectaron a las facultades de ciencias de la educación, al punto de desaparecer totalmente. (47)

Lo cual no quiere decir que no haya habido interés en el oficio de historiador. Pero en la universidad, la reflexión sobre el tema se ocupó casi por entero de la fábrica de la historia y “cómo se escribe la historia”, no cómo se la dice. Es obvio que el historiador –o, para ser más exacta, el profesor de historia de la enseñanza superior– se situó, historiográficamente hablando, bajo el signo principal, por no decir exclusivo, del escrito. En una obra reciente que propone un balance de la historiografía francesa entre 1945 y 1995, hay un solo artículo consagrado a la enseñanza de la historia: solo se refiere al primario y el secundario, y se atiene únicamente a los contenidos. (48) Con este recordatorio histórico no pretendo aquí entrar y menos aún tomar posición en el debate actual entre saber y saber hacer, y entre investigación y didáctica; quiero simplemente constatar un hecho –la escasa reflexión sobre un aspecto del oficio en la enseñanza superior– y extraer una consecuencia natural para el tema que me ocupa hoy: el muy débil interés en la historia de la enseñanza universitaria desde el punto de vista de su dimensión oral.

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