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El prolongado descrédito de la retórica

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Si los estudios de historia de la retórica experimentan en la actualidad un dinamismo indudable y la palabra “retórica” se utiliza con amplitud en las ciencias humanas y sociales –a veces, en rigor, sin que venga a cuento–, esa atención es reciente. Y también es ambigua, ya que corresponde, por un lado, a un renovado interés en la retórica clásica, y por otro, al relativismo epistemológico hoy dominante. (59) La retórica vivió un prolongado descrédito, en el que llegó a pasar por “la hipocresía de la moral burguesa inscripta en el corazón mismo de [la] educación”. (60) Aún hoy, es corriente ver la utilización de la palabra en el sentido de discurso adornado pero hueco, e incluso en el de una verborrea calculada adrede para engañar a otro. (61) Arte de la mentira por ignorancia o por intención, la retórica se opondría de tal modo a la verdad de los hechos. La cita escogida por el diccionario Robert en apoyo del sentido despectivo de la palabra es, en ese aspecto, muy concluyente: “La retórica social nunca ha funcionado conmigo, escribe Paul Léautaud. Ni ninguna retórica. No me gustan las frases. Solo me gustan los hechos”.

Desde la segunda mitad del siglo XVII, los eruditos que se consagraban a establecer hechos sobre bases documentales o materiales pasadas por el tamiz de un método crítico pusieron en sus trabajos “más cuidado en decir buenas cosas que buenas palabras”. Rechazaban “un estilo artificial y retórico”, y si bien el ideal representado por Descartes –“decir claramente lo que se quiere decir, decirlo en pocas palabras y solo con las palabras apropiadas”– parecía inaccesible, adoptaron “un estilo simple, claro y breve”. Esta simplicidad de la expresión, que no puede interpretarse como negligencia, se basaba en un deseo de transparencia en la comunicación del saber: nada debía falsear ni oscurecer la enseñanza extraída de los documentos, la lección de los hechos. Esos principios “retóricos” guiaron también a los hombres de ciencia: así, la Royal Society exigió de sus miembros “una manera de hablar natural, sin ornamentos, que se ciña con rigor a la realidad, con expresiones precisas, ideas claras y una facilidad natural que lleve todas las cosas lo más cerca posible de la evidencia matemática”. (62) El resultado más o menos explícito es una desconfianza duradera hacia todo tipo de ornamentos y, en consecuencia, un ideal de transparencia en la expresión del pensamiento. No estamos con ello más que en el inicio de un proceso de descalificación que el positivismo del siglo XIX y sus ideales científicos de objetividad llevarán a su término. Visto que se trataba de “dejar hablar a los hechos”, de que estos hablaran por sí mismos, no había casi ningún incentivo para interrogarse sobre la historicidad de las formas de un habla de la que, por añadidura, se desconfiaba, cuando no se la desvalorizaba.

Si el siglo XVIII, más precisamente el de la Encyclopédie, asestó no pocos golpes a la retórica, un amasijo de “puerilidades pedantes”, y deseaba por lo menos que cediera su lugar a la filosofía en el plan de estudios escolar, hubo que esperar hasta fines del siglo siguiente para que su puesta en entredicho fuera radical. En su condena y el eclipse que luego sufrió, los historiadores fueron bastante más allá de lo que se esperaba de ellos. Juzgada antidemocrática –“una de las últimas secuelas del Antiguo Régimen” (Charles Seignobos)– y formalista –“un arte de hablar bien sin pensar” (Gustave Lanson)–, desapareció de la enseñanza secundaria, donde en 1902 se le cambió el nombre. En este aspecto, también pagaba los platos rotos del crecimiento de la historia, engalanada por su parte con el prestigio de la modernidad y provista de un método que se impuso a las demás disciplinas. Ahora bien, esa historia que iba a triunfar en la Nueva Sorbona era antirretórica: no solo se fundaba en la lección de los documentos y la disciplina de los hechos, sino que se presentaba además en una polémica abierta contra los “cursos oratorios” que habían tenido como ejemplo a Cousin, Guizot, Villemain y Michelet. La École pratique des hautes études, fundada en 1868 por iniciativa del ministro historiador Victor Duruy, quería ser “la contrapartida del género oratorio, elegante y hueco, así como de las generalizaciones aventuradas” que reinaban en la universidad. Las reformas experimentadas por esta en la década de 1880 y las siguientes contribuyeron al triunfo de la historia y a orientarla en un sentido resueltamente científico. Al ser su enseñanza tanto la de un método como de resultados, se ponía fin a la concepción antigua de la historia “como una rama del género oratorio, que comporta narraciones y discursos”: “no hacemos oficio de elocuencia, que ya no es una necesidad de nuestro tiempo”, declaraba Charles Seignobos en el balance que hacía en 1913 de la enseñanza universitaria de la historia. El fuerte descrédito en que cayó entonces la retórica distó de inclinar a la universidad, a la que se había erigido –no sin esfuerzo– en un “órgano científico”, a interesarse en un habla que, presentada durante mucho tiempo como opuesta al verdadero saber, se valía, para colmo, de la autoridad de novelistas y mundanos. (63)

Su rehabilitación en la segunda mitad del siglo XX no indujo cambios en ese aspecto. Sin embargo, fueron numerosos los trabajos que, en los dominios de la epistemología y la historia de las ciencias, y bajo la influencia del antipositivismo contemporáneo y del papel reconocido a la discursividad, consagraron el retorno de la retórica. En el ámbito de la historiografía citaremos la obra de Hayden White, Metahistory (1973), cuya traducción italiana tiene el explícito título de Retorica e storia, mientras que en el campo de la historia de las ciencias, más que un único libro, mencionaremos los estudios que, desde hace unos veinte años, han puesto el acento en las “tecnologías literarias” utilizadas por los científicos para convencer a los otros. (64) Ahora bien, así como la obra de White y los debates que suscitó en relación con un enfoque “retórico” de la historiografía tienen que ver exclusivamente con la cuestión de “cómo se escribe la historia”, los trabajos de los historiadores de las ciencias sobre la retórica de la prueba y la experiencia se refieren a la construcción escrita de los textos científicos. En esos análisis de los saberes como discursos, la retórica se “limita” a la argumentación y a las figuras y la palabra se reduce al lenguaje escrito. Per­manecemos en lo que David Olson llamó “el mundo sobre el papel”, un mundo en el cual la cuestión no pasa por hablar.

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