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EL HISTORIADOR, LA ORALIDAD Y EL SABER (1)

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“Reflexionar sobre la historicidad de lo que constituye la trama de nuestra vida corriente”: esta invitación al estudio de la cultura y la civilización material (2) vale también, y a fortiori, para el de la vida intelectual. Sucede que aquí, en lo que fue durante mucho tiempo el reino exclusivo de las ideas, las “cosas triviales”, los objetos habituales y las prácticas corrientes apenas despertaron atención. Por añadidura, todo pasa como si, cuanto más nos elevamos en el mundo del espíritu, más perdieran las realidades materiales –historiográficamente, se entiende– el derecho de ciudadanía. Bastará con un ejemplo, el de un objeto que, no obstante, atrae automáticamente la mirada tan pronto como uno entra a un salón de clases o de conferencias: el pizarrón [tableau noir], que, por lo demás, hoy suele ser verde o blanco. Si la historia de esta herramienta pedagógica es conocida en el caso de la enseñanza primaria y secundaria, aún está casi íntegramente por escribirse en el de la enseñanza superior. (3)

La observación muy general que acaba de hacerse con referencia a una “ceguera” de la historia intelectual en lo tocante a los objetos y las prácticas corrientes exige, desde el comienzo, una doble corrección dictada por las enseñanzas recientes transmitidas por dos de las disciplinas aplicadas al estudio del mundo del espíritu: la historia de las ciencias y la historia de las universidades. En estos últimos años surgió una “nueva historia de las ciencias” fuertemente influenciada por la sociología y por la antropología cultural, y deseosa de “reintegrar el conjunto de las problemáticas históricas”, que ya no se propone únicamente la historia de las ideas y de los métodos, de las teorías y de los conceptos, sino que se interesa en las prácticas, los procedimientos y las organizaciones. De tal modo, esa “historia social y cultural de las ciencias” ha incluido en su campo epistemológico nuevos objetos, y para decirlo con más precisión, objetos que “hasta ese momento no se habían tomado en cuenta, ya fuera porque eran ‘invisibles’ para una historia que seguía siendo en principio una historia de las ideas […], ya fuera porque a menudo se los percibía como banales y carentes de nobleza”: de ahí la existencia de trabajos, ya muy numerosos, que se consagraron a las sociabilidades de la prueba, las tecnologías literarias y gráficas, los instrumentos y las máquinas, los lugares donde se construyen los saberes, los gestos realizados por los científicos, etc. (4) Movidos por las mismas influencias, historiadores de las universidades entraron a los salones de clase y a los laboratorios y, además de los reglamentos y los programas, las obras de los profesores y los planes de estudio ofrecidos a los estudiantes, tomaron en consideración nuevos objetos o, para decirlo con mayor exactitud, dirigieron nuevas miradas a los modos de transmisión y validación del saber y a los usos y comportamientos universitarios: de ahí estudios sobre las disciplinas tal como se las enseñaba realmente, las elecciones efectuadas por los estudiantes, los rituales de las tesis, etc. (5) Por otra parte, en su interés por prácticas usuales, por objetos invisibilizados e incluso por las “pequeñas herramientas del saber”, esos “nuevos” trabajos de historia de las ciencias y de las universidades rompieron con una “historia sin cuestionamiento” que, en el orden de la vida intelectual, exhibe los mismos rasgos que las historias de la vida cotidiana que, en relación con un lugar, un período o un grupo social, proponen catálogos de hechos, a menudo sólidamente establecidos, por lo demás, pero donde lo pintoresco, lo anecdótico y lo excepcional prevalecen sobre el análisis. (6) Dichos trabajos, al contrario, al observar prácticas y gestos individuales y colectivos, han procurado discernir las relaciones que los hombres mantienen con los objetos que los rodean y, por eso mismo, se afanaron en reconstruir el sentido que debe darse a un mundo intelectual que ya no se reduzca a un conjunto de textos ordenados a posteriori. Así, “cosas triviales” en el orden del saber se convirtieron en objetos de historia. En ese sentido, no resulta sorprendente que un “objeto” tan habitual como la oralidad haya podido permanecer invisible o no suscitar más que indiferencia.

Hablar es, en efecto, una de las cosas más comunes en el mundo intelectual, de la universidad y de la investigación. Si en la enseñanza secundaria el profesor destina el 66 % del tiempo asignado a su clase a hablar, en la universidad esa proporción se eleva al 90 %. (7) Esos porcentajes corroboran la descripción que los sociólogos dieron de la enseñanza superior como un “universo de lenguaje” y ratifican plenamente su constatación: “El profesor es alguien de quien podría decirse, con Platón: ‘no es un hombre, es una palabra’”. (8) Esa situación de hecho se convalidó oficialmente en Francia mediante el decreto del 6 de junio de 1984, que rige aún hoy para los profesores y catedráticos de la universidad, cuya única obligación estatutaria se expresa en cargas docentes, es decir en tiempos de habla o, para decirlo exactamente en el vocabulario administrativo: “192 horas anuales de trabajos tutelados o equivalentes”.

Múltiples testimonios dan fe del papel de la oralidad en el uso del tiempo de un “docente-investigador”. Citaremos, por su brevedad, el de un eminente matemático americano que, en el marco de una investigación sobre la comunidad científica, explicaba: “No investigo mucho en la universidad misma, pero sí hablo, enseño, voy a reuniones, etc. […] En promedio, paso cuatro días enteros por semana en la universidad, en clases, reuniones de departamento, seminarios, conferencias, etc.”. (9) Habría que contar además otras actividades orales, formales y excepcionales, como los coloquios, o informales y cotidianas, como las conversaciones en los pasillos, con un café de por medio o por teléfono. Respecto de este último aspecto, un estudio dedicado a un laboratorio universitario, tras enumerar el conjunto de las formas de comunicación, fuera cual fuese su ámbito –oficina, salón de reuniones, pasillo, cafetería, etc.–, estableció que el 38 % de los investigadores participan, en algún momento de la jornada, en una conversación cara a cara, ya se trate de un encuentro programado o producto del azar. (10) De manera empírica, cualquiera que haya frecuentado la Biblioteca Nacional de Francia (calle de Richelieu) recordará las horas que pasó en conversaciones en el pasillo central de la sala Labrouste o en las escaleras que llevan a la sala de catálogos. Para terminar, ya en el “umbral” mismo de muchos de los escritos, libros o artículos, desde la primera página o la primera nota, se nos introduce en un mundo de oralidad: el autor agradece a todos los que lo han ayudado, aquellos que, durante una conferencia, un coloquio, un seminario o una discusión amistosa, le han hecho observaciones o preguntas o le han dado consejos; en síntesis, aquellos que, mediante palabras, han contribuido al éxito de su trabajo.

Lo que se observa en el presente vale también para el pasado. Las actividades de habla cuentan mucho en los usos del tiempo intelectual. Bastará aquí con algunos ejemplos. Herman Boerhaave, cuya fama atraería a Leiden a estudiantes de medicina de toda Europa, dictaba a comienzos del siglo XVIII cinco clases por día cinco veces por semana, y a ellas se agregaba su célebre enseñanza clínica. (11) En el siglo siguiente, los profesores alemanes tenían una carga docente muy pesada, lo que llevó a un testigo extranjero a comparar la universidad del otro lado del Rin con una “inmensa máquina de lecciones”: se estaba allí en medio de la “ciencia hablada”, podía escribir dicho testigo en el informe de misión que redactó. (12) La invención de los coloquios internacionales introdujo otras oportunidades de habla, no solo la lectura de comunicaciones o informes seguida de comentarios o preguntas, sino también múltiples discusiones al margen de las actividades programadas. Se apreciará su medida si se lee esta carta de Niels Bohr, escrita desde Leiden, donde lo habían invitado a participar en un coloquio:

Después de mi conferencia de anteayer […], tuve una larga conversación con Lorentz […]. Tras ella, Ehrenfest y yo fuimos con Heike Kamerlingh Onnes a ver helio líquido, que él ha sido el primero en producir. […] Después hubo una reunión de físicos en lo de Ehrenfest, donde se discutieron ininterrumpidamente cuestiones relativas a la teoría cuántica durante toda la tarde y hasta el anochecer […]. Al día siguiente, el congreso continuó por la mañana y terminó por la tarde, tras lo cual tuve una larga conversación con el profesor Zernet de Gotinga. Por la noche […], al volver, tuve una larga charla filosófica con Ehrenfest hasta bastante tarde. Hoy, mantuve en primer lugar una conversación de cuatro horas con el profesor Burger, al que expuse mis puntos de vista, y después una charla similar con un tal señor Lenluwien, que se interesa en los espectros desde un punto de vista empírico. Aprendo mucho de todo eso. (13)

Si dejamos las alturas de la ciencia y descendemos a la vida estudiantil, comprobamos que los usos del tiempo conceden un gran papel a las actividades orales. Así, el joven Alexander Lesassier, estudiante de medicina en Edimburgo en los comienzos mismos del siglo XIX, anotaba en su diario:

A las nueve estoy en la clase del doctor Gregory. De diez a once escucho al doctor Hope hablar de química. De once a doce, al doctor Barclay sobre anatomía. A continuación, desde el mediodía hasta la una, estoy en el hospital [para asistir a la enseñanza clínica]. De una a dos, el célebre doctor Monro. De dos a tres, voy a casa y tomo un tazón de sopa. De tres a cuatro, las lecciones de mi tío sobre obstetricia. A continuación, de cuatro a cinco, cena. De cinco a seis y media, estudio y revisión de lo que he escuchado durante el día. Té poco después de las siete y vuelvo al hospital para hacer una ronda. (14)

Ya se hable o se escuche hablar, en el mundo intelectual se asigna una considerable carga horaria a múltiples actividades de habla. Por añadidura, el tiempo dedicado a ellas se acompaña de la viva sensación de su utilidad: “aprendo mucho”, escribe Bohr en la carta que citamos unas líneas antes, y los agradecimientos que se han mencionado son en sí mismos la prueba del beneficio que se extrae de un intercambio oral. Si hablar es pues algo trivial, también es algo valioso. De ahí el deseo de publicar los cursos de los maestros desaparecidos, y de ahí, también, la reivindicación, en algunos, de una alta dignidad de los hombres de palabras. Así, Paul Ricœur, en un artículo titulado “La parole est mon royaume”, declara desde el comienzo: “¿Qué hago cuando enseño? Hablo. […] La palabra es mi trabajo; la palabra es mi reino. […] Esta comunicación por la palabra de un saber adquirido y una investigación en movimiento es mi razón de ser: mi oficio y mi honor. […] Mi real y mi vida es el imperio de las palabras, las frases y los discursos”. (15) Ahora bien, ese vasto reino no ha sido objeto de historia: hasta el día de hoy permanece en gran medida inexplorado. ¿Por qué?

Ese desinterés no es privativo de los historiadores. Los lingüistas, si bien apuntan al lenguaje oral, hasta fecha reciente trabajaron exclusivamente sobre el escrito. Las explicaciones que Eliseo Verón ha dado de esta práctica competen tanto a la lingüística como a una condición general de las investigaciones en ciencias humanas: la necesidad de disponer de objetivos repetibles y estables; en otras palabras, escritos, como ha sido durante mucho tiempo. De todos modos, esas explicaciones no deben haber parecido del todo convincentes para el mismo que las enunció, porque sigue a ellas una observación tan elíptica como elocuente: “y probablemente también por otras razones”. (16) Como el lingüista, el historiador de la oralidad necesita documentos “estables”; también él se pregunta cómo captar lo inmaterial, y lo hace en términos mucho más agudos, dado que trabaja sobre el pasado, un pasado, además, con frecuencia muy remoto. En ese punto, antes de abordar el estado de las fuentes, se impone un recorrido historiográfico para intentar descubrir en el orden histórico esas “otras razones” invocadas por Eliseo Verón, para comprender por qué se otorgó al escrito un privilegio de hecho y por qué el objeto histórico bien real que es la oralidad en el mundo del saber no suscitó un interés a la altura del que se prestó a los textos escritos.

Hablar como un libro

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