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Oralidad y retórica o Historia e historia de la literatura

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En el marco de los estudios retrospectivos, el hablar se abordó de dos maneras que suponen dos campos disciplinarios distintos. Por un lado, como expresión verbal del pensamiento, los historiadores asociaron lo oral, opuesto a lo escrito, a las clases subalternas de la sociedad y, por lo tanto, a las formas populares de la cultura. Pasada cierta fecha, la cuestión de la oralidad ya ni siquiera se planteó para la minoría alfabetizada e, incluso, culta. Si en el caso de la Edad Media los filólogos tomaron en cuenta los fenómenos de la oralidad en el nivel más elevado de la producción del saber –el del mundo universitario–, si los historiadores se interrogaron sobre ella –las más de las veces, es cierto, en la perspectiva progresiva de las conquistas y la incidencia del escrito–, y si los historiadores de la literatura intentaron identificar la voz inscripta en los textos, su “vocalidad”, (49) una vez que se franquea el umbral de la llamada Época Moderna y se ingresa a la civilización de la imprenta desaparece toda interrogación sobre el tema. Más exactamente, la cuestión de la oralidad ya no se plantea para las poblaciones que han accedido al escrito, al libro, y a fortiori para las elites intelectuales. La historia de la lectura es, en ese aspecto, un buen revelador. Por coincidir con los intereses de la historia de la alfabetización, solo dio un lugar limitado a las personas instruidas. Además, estas, al practicar desde muy temprano y de manera predominante una lectura silenciosa, se autoexcluyeron, por así decirlo, del mundo de la oralidad: en su caso, la lectura en voz alta se relacionó con una práctica de sociabilidad y no de oralidad. Por otra parte, al estudiar con frecuencia la lectura como un modo de apropiación de los textos, se puso el acento, al menos implícitamente, no sobre lo oral sino sobre lo escrito. (50)

El habla humana se consideró retrospectivamente de una segunda manera, bajo la forma artística o técnica de la retórica. No faltan los estudios, que en los últimos años, además, experimentaron un notable desarrollo gracias al “prestigio teórico” y la “pertinencia práctica” que la retórica reconquistó en el transcurso de la segunda mitad del siglo XX. (51) Esos trabajos de historia de esta disciplina fueron obra de historiadores o teóricos de la literatura, que se basaron principalmente en “tratados de retórica” y se consagraron de manera privilegiada a las “grandes figuras” y a los “debates retóricos” que agitaron a la sociedad de la época. (52) De ello, y en relación con mi tema, se desprenden tres consecuencias. En primer lugar, a diferencia de los trabajos históricos antes mencionados, en este caso nos encontramos sin duda en la esfera de las elites, hombres de alta cultura que ejercieron el arte de la palabra. De todos modos, los profesores, como tales, están ausentes. Citados –y en abundancia– como autores de tratados y manuales de retórica, de­saparecen tan pronto como toman la palabra, a menos que, a semejanza de Abel-François Villemain, Victor Cousin o Jules Michelet, asuman el papel de tribunos. Por más que la universidad se presente como “el lugar de un sacerdocio oratorio”, sus “sacerdotes” solo tienen derecho de ciudadanía cuando la palabra magistral se convierte en una palabra política y alcanza las alturas de la gran elocuencia. (53) A continuación, la decisión literaria que guía muchos de esos estudios de historia de la retórica, al privilegiar la codificación sobre la práctica, la norma sobre el uso, distó de propiciar, más allá de los tratados y otros textos prescriptivos, el interés en la realidad de las cosas. Así, los estudios dedicados a la conversación, al considerarla de entrada como una “forma literaria oral”, buscaron las fuentes y analizaron las reglas constitutivas del género; esos trabajos, particularmente importantes para los siglos XVII y XVIII, mostraron que la conversación era entonces un “arte” y, más aún, un “arte francés”; en cambio, se sabe muy poco del modo en que este se puso en práctica en las muy reales conversaciones que, en la mis­­ma época, se mantenían en la Corte, en los salones y en los círculos. (54) Una observación análoga es válida para la enseñanza de la retórica. En este caso, y a pesar de la existencia de una bibliografía imponente sobre el plan de estudios de los colegios del Antiguo Régimen, no se sabe absolutamente nada del desempeño de los alumnos. Sería ingenuo pensar que esos establecimientos producían automáticamente oradores perfectos, pero no se sabe muy bien qué crédito dar al sombrío diagnóstico trazado por Jean-François de La Harpe en 1791. En un plan de educación presentado ese año, este hacía hincapié en la necesidad de “acostumbrar [a los alumnos] a hablar sin preparación”; dictaba esa necesidad, imperiosa, la observación de “aquellos a quienes vemos en todo momento tomar la palabra con gran seguridad, pero sin saber qué quieren decir, por lo cual se enredan en sus construcciones de tal manera que, para llegar al final, les es preciso volver al comienzo”. (55) Por último, estos estudios de historia de la retórica, de orden principalmente literario, privilegiaron una dimensión escrita, dedicándose, en el caso de los textos estudiados, a la argumentación y las figuras de estilo. Ha habido un interés reciente, es cierto, por una cultura vocal, que fue el resultado, casi exclusivamente para el período clásico, de los trabajos sobre la “fonoscopía” o ciencia de la voz; sobre la “pronunciación”, esa educación de la voz y el gesto en la recitación de un discurso, y sobre la esfera espiritual, la del Verbo divino y la palabra mística. Ahora bien, esos trabajos, que están resueltamente en la órbita de los estudios literarios, reconstruyen ante todo las concepciones que una época tuvo sobre la voz, los principios que fundaron su cultura vocal. No se trata aquí del hablar; además, el término “voz” se escogió de manera deliberada para “evitar confusiones con lo que los etnólogos, los antropólogos y los sociolingüistas llaman oralidad”. (56)

En los estudios retrospectivos, la expresión verbal del pensamiento se identificó, por lo tanto, de dos modos diferentes: para los historiadores, era antes que nada lo no ganado por el escrito y, en consecuencia, formas populares de la cultura; para los historiadores de la retórica, algo que competía al arte de la palabra, por no decir a la palabra como obra de arte. Como toda división académica y disciplinaria, ese clivaje artificial provocó una gran pérdida: al remitir a aparatos conceptuales particulares y más bien estancos, en ocasiones hizo difíciles los intercambios, habida cuenta de que ciertas posiciones no están exentas de motivos polémicos. (57) Más aún, generó puntos ciegos en la investigación: así, no se planteó la cuestión de las formas orales de la cultura docta. Por lo demás, no podía plantearse, dado que para algunos esa cuestión se refería a realidades demasiado elevadas, y para otros, no suficientemente “literarias”. (58)

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