Читать книгу Macrovictimización, abuso de poder y victimología: impactos intergeneracionales - Gema Varona Martínez - Страница 37
I. Introducción: El terrorismo como injusticia de carácter individual, familiar, social, cultural y político, y la no violencia como acto en cascada de ruptura rebelde 1. Contextualización: Victimización, traumas individuales, sociales, culturales y políticos, y resentimientos generacionales
ОглавлениеDe acuerdo con el Diccionario de la Real Academia (DRAE), coherencia significa conexión y actitud lógica y consecuente con los principios que se profesan. Aquí nos referimos a los principios éticos en relación con el significado ético y político de las víctimas del terrorismo y la violencia política. La complejidad y contextualización diversa del comportamiento humano, incluyendo el relativo a los procesos de victimización y recuperación, hacen imposible lograr la coherencia total en el modo de actuar de víctimas, victimarios, observadores implicados, sociedad e instituciones, particularmente dentro del sistema penal. Por ello, las investigaciones victimológicas, particularmente las analíticas y las empíricas cualitativas, al examinar procesos diacrónicos, permiten concluir que existen diversos grados de coherencia, en distintas personas y colectivos. En este capítulo, nos centraremos en defender que, en lo que se refiere a la transmisión del trauma y la no violencia tras victimizaciones terroristas, la clave, según diversas investigaciones citadas en este trabajo, parece residir en un alto grado de coherencia, individual y social, en el compromiso con los derechos humanos, capaz de crear una reflexividad emocional que abre posibilidades de confianza para construir juntos otros escenarios pacíficos y democráticos, en lugar de reaccionar por oposición y con antagonismo. Al hilo de ello, cuando no existe un grado mínimo de coherencia que permite enfrentarse, desde el humanismo y el pluralismo, al dolor, al miedo y a la indiferencia por la verdad, la transmisión del trauma se convierte en victimismo (Enns, 2012). Estas ideas pueden plasmarse, de forma tentativa, en la siguiente ilustración, que reproducimos tal y como fue generada en un grupo de discusión realizado para nuestra investigación.
Ilustración 1: La espiral del tiempo: Entre la transmisión del trauma y la no violencia
En relación con ello, no se trata de crear teorías generales o de conceptos académicos rígidos y estigmatizadores, sino de partir de la observación victimológica siendo conscientes de sus limitaciones para no imponer una idea de futuro lleno de éxito o reconciliación vacía o impuesta (de ahí que, en la imagen anterior, la parte derecha se encuentre en mayor sombra ante la incertidumbre de lo que podemos llamar “futuro”).
Aunque en este trabajo manejaremos de forma indistinta los conceptos de delito, victimización, sufrimiento, injusticia, trauma y daño, ha de advertirse, como hemos explicado en otros estudios (Varona, 2020) que son complementarios. Si incidimos en la idea de la “transmisión intergeneracional del trauma” (Doucet y Rovers, 2010; Bradfield, 2013; Flanagan et al., 2020) es porque esta expresión se encuentra más extendida en la academia. Ahora bien, hemos de preguntarnos de qué tipo de trauma estamos hablando. El estudio del llamado trauma cultural, concepto propuesto en 2004 en relación con la identidad colectiva, y desarrollado por Ron Eyerman (2019), supone un paradigma de investigación sobre las consecuencias de graves convulsiones sociales. Sin embargo, la diferencia entre trauma social y trauma cultural estriba en que este último se da en el campo estrictamente cultural, con una ruptura del sistema de significados dentro de un grupo (Woods, 2019). En todo caso, las diferencias entre los traumas individuales (físicos y psicológicos) y los traumas sociales y culturales, se diluyen si entendemos que todo proceso individual es también o sólo puede entenderse como un proceso social, lo cual es particularmente cierto respecto de los procesos de victimización, tal y como los entendemos en estas páginas. Asimismo, para Nicolas Demertzis (2020) el trauma puede analizarse no sólo como fenómeno cultural, sino también como fenómeno político, en particular en relación con el resentimiento individual y colectivo3, producto de traumas, pero también en ocasiones de inseguridades existenciales y sociales.
La necesidad de rehacer los lazos sociales tras un trauma político y cultural implica hacerse cargo de muy diversas emociones (solidaridad, compasión, ira, resentimiento…). Demertzis (2020) distingue entre un resentimiento individual, entendido como ira e indignación moral ante el mal causado, y un resentimiento social (utilizando el término francés ressentiment) como la experiencia de la injusticia como destino y compensación afectiva por las pérdidas de vida4. Para este autor, el perdón interpersonal, no el institucional o político, supone un acto de reflexividad emocional nacido de un pesar y siempre con la premisa de la voluntariedad y gratuidad, que impediría etiquetar a las personas susceptibles de darlo como “buenas” o “malas” víctimas. Los discursos terapéuticos sobre el trauma parten de la consideración de que la mejor salida para el trauma es el perdón y la reconciliación de la víctima con el pasado. No obstante, a estos discursos pueden añadirse miradas victimológicas y de sociología política (Demertzis, 2017), considerando el papel de los diferentes sujetos o instancias implicadas, así como el valor ético de la memoria, más allá de su entendimiento como hipernemsia o amnesia, para encontrar otros horizontes hermenéuticos que permitan entender las complejidades de la no violencia (Muguerza, 2003; Melenotte, 2020), como práctica mucho más amplia que el perdón interpersonal.
En todo caso, cabría afirmar que sólo podemos entender el resentimiento como algo positivo cuando ofrece la posibilidad, partiendo del reconocimiento del daño propio o de los demás, de crear condiciones para reactualizar el significado ético de las víctimas, con una mirada hacia lo que aún queda por hacer, sin banalizar el pasado. En este sentido, en lugar de ocultarlo o pasar de puntillas por él, puede resultar positivo reflexionar victimológicamente sobre el resentimiento, como algo natural y que no puede esquivarse en un principio, pero sí reelaborarse junto con los demás. Así, desde la filosofía, Thiebaut y Goméz (2018) se detienen en el resentimiento como emoción, condicionada socialmente, pero vivida individualmente como desconexión social (y no tanto discriminación o agravio identitario5), a veces silenciosamente, y siempre prolongadamente –de ahí el riesgo tal vez de su transmisión–.
En definitiva, la victimización supone la imposición de un círculo de violencia, no por cuanto existan pensamientos o acciones de venganza en las víctimas (generalmente minoritarios, según diferentes investigaciones), sino porque genera un resentimiento negativo. La ruptura con el círculo de violencia impuesto por una victimización es fundamentalmente individual –aunque condicionada socialmente (Forsyth y Gibbs, 2020)– y podría enmarcarse, en un contexto intrafamiliar e intergeneracional, que podemos relacionar con el concepto de Braithwaite (2019) de cascadas de eficacia (individual, familiar y colectiva) de no violencia y de prevención de futuras victimizaciones, dentro de una recuperación de la autonomía, entendida como control o agencia (Nielsen, 2020), pero también como interdependencia. Estas ideas, aparentemente dispersas entre sí, pueden confluir en lo que hemos denominado como dinámicas de memoria restaurativa (Varona, 2020) que convoca a la sociedad, más que a las instituciones, a atender y adaptarse a las necesidades e intereses legítimos generados en una victimización terrorista o de violencia política.
Ahora bien, el tema específico de la transmisión del trauma no es equivalente al de la memoria o el trauma colectivo, sino que hace hincapié en el aspecto de la transmisión intrafamiliar e intergeneracional. Su marco conceptual surgió, a finales del siglo XX, dentro del campo de la Psicología, el Psicoanálisis y la Psicoterapia en relación con los supervivientes del Holocausto (Kestenberg, 1980; Danieli, 1985, 1998; Kestenberg, 1985; Albeck, 1993; Rowland-Kiein, 2004; Lec-Wiesel, 2007; Altounian, 2008; Schlussel, 2020), si bien en la actualidad se aplica de forma extensa al caso de otras victimizaciones en masa y genocidios europeos (Volkan, 1996), incluyendo la Guerra Civil y la dictadura española, así como a las dictaduras y la violencia política del siglo XX en Latinoamérica (Miñarro y Morandi, 2012; Valverde, 2014; Logie y Navarrete, 2020; Faúndez y Hatibovic, 2020). Asimismo, los estudios sobre la transmisión del trauma se han visto enriquecidos por las aportaciones de los estudios literarios (Caruth, 1996; 2020), feministas, culturales (Oksman, 2020) y postcoloniales (Visser, 2011), criticadas, en ocasiones, por provocar resentimientos identitarios, de forma contradictoria con sus principios emancipatorios.
Según indican Faúndez, X. y Hatibovic, F. (2020), Martín-Baró (1989) destaca tres elementos del trauma psicosocial: la dialéctica de su dinámica; la contextualización de sus causas y consecuencias sociales; y su perduración en el tiempo, de forma que pueden afectar a familiares que no han vivido directamente el suceso (transmisión intergeneracional del trauma) e incluso a generaciones posteriores sucesivas no contiguas (transmisión transgeneracional del trauma) (Schwab, 2010). Esta última idea puede vincularse con la llamada posmemoria (Hirsch, 1997) e incluso con el concepto de postestigos (Schult y Popescu, 2015; Kook, 2020). Como indica Caruth (2020), estos conceptos deben lidiar con la paradoja del tiempo que, en el caso de un suceso traumático, se define por la incursión inesperada y brusca en un momento concreto de la vida, y que, sin embargo, sus consecuencias (e incluso conciencia) parecen posponerse en el tiempo, repercutiendo en diferentes generaciones. Para Caruth (2020) no estamos ante un problema de representación del daño y de su integración en la vida, como parece sugerir la teoría psicoanalítica, sino fundamentalmente de escucha y atención por parte de otros. El trauma continúa en la medida de que no ha habido este tipo de escucha y respuesta, específica para cada caso. Juan Diego Pérez (2018, p. 118) matiza esa afirmación, proponiendo que: “la estructura vocal y aural del trauma implica que su sentido único –y ya no su significado abstracto– se siente en la remisión infinita de su evocación y que, por tanto, el imperativo ético del testimonio debe entenderse como un imperativo de resonancia”.