Читать книгу Macrovictimización, abuso de poder y victimología: impactos intergeneracionales - Gema Varona Martínez - Страница 40

III. El terrorismo como daño, personal y familiar, reelaborado en una memoria, social y universal, del valor del pluralismo y del riesgo permanente de la violencia 1. Diversidad contextual

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Una víctima de ETA, cuyos padres fueron asesinados con 42 y 43 años cuando ella y su hermano eran adolescentes, expresa así su dolor:

“Éramos demasiado jóvenes para quedarnos solos. Aunque, la verdad, no creo que exista una edad apropiada para ello … Yo llegué a mi casa y me extrañó no ver luz en la cocina. A los cinco minutos sonó el timbre. Era una vecina que, con los ojos llorosos, me pidió que fuera a su casa. Allí estaba mi hermano que, desconcertado por el revuelo y la presencia de la policía, me preguntaba a mí qué era lo que estaba pasando. Pero yo estaba igual de perdida que él. Nos llevaron al hospital donde, finalmente, nos dieron la terrible noticia. El mundo se abrió bajo nuestros pies. ¿Cómo podía ser aquello? Jamás volveríamos a verles, a sentir sus abrazos ni a reír juntos… ‘¿Quién cuidaría de nosotros?’, me preguntaba mi hermano sintiéndose más niño que nunca. Recuerdo intentar tranquilizarle diciéndole que no se preocupara, que yo cuidaría de él… ¡¡¡Pero si aún era una niña yo también!!! Recuerdo el silencio tan horroroso que se sentía en casa sin ellos, y el impacto que me causó ver la cena que mi madre había dejado preparada… Dolor, todo era dolor… y, 23 años después, sigue siendo dolor … comenzó nuestra nueva vida, una cuesta arriba demasiado dura… privado(s) de muchos besos, abrazos, Navidades, cumpleaños… muchas alegrías y también de muchos momentos de pena que sólo pueden ser aliviados por el abrazo cálido y reconfortante de unos padres. Nos has privado de mucha vida… Y no sólo a nosotros. También a sus propios padres, hermanos y ahora nietos” (Gómez Ríos, 2015)23.

Vemos así cómo el daño político indicado en el apartado anterior se concreta en el impacto personal y familiar profundo y, en gran parte, impenetrable e irreversible. Ese impacto experiencial perdura en el tiempo. Sus ondas expansivas alcanzan otras generaciones, dentro de una misma familia y dentro de la sociedad. Dentro del deber de memoria de la sociedad podemos hablar así de post-testigos (Schult y Popescu, 2015), personas que no han vivido la victimización personal ni temporalmente, producida por ese daño personal, familiar, social y político que, en este apartado, pretendemos entenderlo en sus esferas más íntimas. Ese entendimiento se dirige, dentro de políticas de memoria informadas victimológicamente, a propiciar, siempre desde la voluntariedad, encuentros de memoria restaurativa para transformar, sin prisa y respetando los tiempos, dichos daños en un complejo regalo de convivencia, más o menos silencioso en su práctica, pero entendido, en su caso, como opción personal y familiar, nunca como imposición, resignación o impotencia. La memoria restaurativa se concibe así más como deber social que como empoderamiento individual mediante el relato propio. De esta forma, los derechos, la autonomía y la dignidad individual se entienden porque existe un compromiso de los demás en su respeto y reparación.

Dentro de ese respeto está el valor del silencio en la memoria. Podemos retomar las palabras de Juan Mayorga (2019), refiriéndose al silencio en el teatro, pero por extensión en otros contextos, como “frontera, sombra y ceniza de las palabras”, pero asimismo como “su soporte”. El silencio, en el contexto de una conversación significativa, puede poner las cosas en su sitio, de forma adecuada en ese momento concreto. Ahora bien, si no hay opción de conversación, ese silencio puede ocultar. La rabina Delphine Horvilleur, nieta de supervivientes del Holocausto, indica:

“Necesité años para entender que algo se había transmitido por medio del silencio. El silencio es un médium, una vía de transmisión, a veces más eficaz que la palabra … hasta qué punto lo que no se ha dicho, lo escondido, es lo que acaba pasando a la generación siguiente. Es como si hubiese un fantasma en la habitación y por mucho que se cambien todos los muebles el fantasma sigue ahí. No desaparece, porque no ha sido explicado” (Bassets, 2020, p. 11).

Por su parte, Danieli (1985; 1998) habla de la conspiración del silencio donde se entretejen las dinámicas individuales, familiares y sociales, según explica Zylberman (2020). En sus estudios sobre los supervivientes del Holocausto, Danieli (1998) explicó cómo no hubo escucha (ni siquiera por profesionales de la salud mental) ni entendimiento al terminar la Segunda Guerra Mundial, en una suerte de “conspiración del silencio” entre supervivientes y sociedad. Ello repercutió negativamente en la transmisión a sus hijos de la elaboración de lo que había ocurrido e intensificó la soledad y desconfianza de las víctimas. Junto a la conspiración del silencio y, pudiendo recordar en este punto a Primo Levi, Danieli también se refiere al síndrome del superviviente.

Tras varias generaciones no se trata de asignar roles patológicos a las víctimas, lo que podría causar victimismo, para instrumentalizarlo, y perpetuar el trauma individual (y su potencial vivencia colectiva), sino de reconocer y renovar con ellas el compromiso con una memoria pedagógica del “nunca más”. Lo que podemos concluir de nuestros trabajos de campo es que la memoria traumática impuesta por el terrorismo, y en ese sentido inesquivable, no ha traído en la inmensa mayoría de las familias parálisis ni revanchismo. Esas familias han seguido viviendo, han tenido que seguir viviendo, con muchas dificultades –unas familias y personas mucho más que otras–, y lo han hecho mayormente conforme a criterios éticos que suponen todo lo contrario del monólogo de la violencia terrorista impuesto inicialmente.

Como indica de forma ilustrativa Begoña Urroz (2020)24: “Yo no viví la muerte de mi hermana, viví el no duelo del asesinato de mi hermana … Mi padre falleció hace más de una década y no conoció ningún homenaje a ninguna víctima”.

Dentro de la diversidad de experiencias victimales a lo largo del tiempo y de iniciativas de reparación, encontramos muchas víctimas, como Iñaki García Arrizabalaga (2019), sin perjuicio de poner sobre la mesa el daño personal, familiar, social y político sufridos, valoran positivamente los encuentros restaurativos realizados o potenciales (de la Cuesta, 2014). También existen otras víctimas, así diversas hijas de asesinados, que, habiendo recibido cartas de algunos ex terroristas, no desean un encuentro en ese momento o prefieren no abrir dicha carta.

Tenemos también el caso de José Miguel Cedillo, hijo de un policía nacional, asesinado por ETA, quien, treinta y seis años después, manifestó: “Necesitaba recorrer el camino que hizo mi padre el día en que ETA lo asesinó” (Aizpeolea, 2018). Ese recorrido se realizó en 2018, terminando con una ceremonia en la que participó el alcalde de Rentería, Julen Mendoza, de EH Bildu, y en la que se plantó un olivo por la convivencia: “Nadie puede devolverme a mi padre. Pero puedo hacer que su nombre aparezca ayudando a construir la convivencia que hubiera querido para mí y sus nietos. Finiquitado el terrorismo de ETA ha llegado el momento de la convivencia”. Además, esta víctima se ha significado por la importancia de atender a las personas que, como víctimas indirectas del terrorismo cuando eran niños, sufren secuelas indefinidas para las cuales la legislación y el sistema de apoyo actuales no tiene respuestas adecuadas o integrales.

Sin perjuicio de diferentes valoraciones de encuentros restaurativos, en relación con la memoria, lo importante para las víctimas es que haya justicia, centrada principalmente en la reparación y la memoria para que no continúe la injusticia y se asuma la responsabilidad. Por ello, Reyes Mate (2013) afirma que las víctimas tienden a la justicia, no a la venganza. Esta idea puede relacionarse con la idea del filósofo Spinoza del esfuerzo por una justicia reparadora, y no tanto punitiva, que implica un trabajo institucional de duelo y de contención de la violencia (no sólo por la víctima, sino por las propias condiciones sociales e institucionales). La justicia se entendería como un proceso institucional reparador de la injusticia, de remoción de las causas que lo hicieron posible, fundando instituciones y recreando “formas de memoria pública”, como indica Abdo (2019, pp. 52-53). En todo caso, convendría precisar el adjetivo de “justicia” (procedimental, social, restaurativa…) en cada contexto dado (Braithwaite, 2020). Hablar de la memoria de las víctimas no es hacer política partidista con ellas, sino reconocer su significado, que siempre ha estado ahí y no se quiso o supo ver: “La significación de la víctima es repensar la relación entre la política y la violencia, reflexión difícil porque la violencia está muy instalada en nuestra cultura” (Mate, 2013, p. 282).

En relación con la utilización política de las víctimas que causa desconfianza en ellas y en la sociedad, Llamazares (2020, p. 12) indica lo siguiente:

“Tengo un amigo a cuyo padre lo asesinó la ETA. Jamás le he oído clamar venganza ni exigir homenajes ni reconocimientos. Al contrario, huye de ellos como de la peste, sabedor de que muchos no son inocentes. Y no creo que no quisiera a su padre como el que más ni que sintiera menos su asesinato que otros en su situación. Y, por supuesto, de lo que estoy seguro es de que su recuerdo le duele mucho más que a todos esos políticos que se rasgan las vestiduras públicamente en su nombre acusando a otros de no hacer lo mismo (…) No hay muertos buenos y malos (…) todos tienen dignidad y todos merecen el respeto de los vivos”.

Desde la Victimología, Pemberton, Mulder y Aarten (2019) se detienen en el carácter ético de las experiencias de victimización, enlazado con su carácter narrativo, en relación con la necesidad de responsabilización y de reconocimiento de la injusticia y su impacto en vidas concretas, incluyendo la propia percepción de la víctima. Dicho carácter narrativo, preeminente actualmente en diversas áreas de las ciencias sociales y en particularmente en los estudios científicos y artísticos sobre la memoria (García, 2015), debería debatirse más en profundidad y evitarse la utilización del término identidad en cuanto su construcción se realice por contraposición radical a otros o en tanto ofrezca la impresión de que puede bastar un relato único (Adichie, 2018). Aunque elaborar relatos puede parecer una acción previa, quizá deba ponerse el énfasis en la posibilidad de una conversación de narrativas, o mejor de experiencias, para poder entenderlas en su contexto, aunque no se comparta enteramente su significado (Fricker, 2007). En todo caso, para poder escuchar debemos confiar mínimamente en quien habla, quizá en ese orden expresivo al que ser refería Goffman (1970), sabiendo que: “La confianza no aspira a la certidumbre, sino a la posibilidad de compartir el sentido” (Adichie, 2018, p. 43), quizá interpretable con ese significado ético del que nos hablaba Reyes Mate (2013).

Macrovictimización, abuso de poder y victimología: impactos intergeneracionales

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