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Llamada al ministerio profético

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En diciembre de 1844, Elena Harmon estaba orando con cuatro hermanas en la casa de la señora Haines en Portland. “Mientras orábamos –escribió ella– el poder de Dios descendió sobre mí como nunca hasta entonces” (Notas biográficas, cap. 7, p. 71).

“Me pareció que me elevaba más y más, muy por encima del tenebroso mundo. Miré hacia la Tierra para buscar al pueblo adventista, pero no lo vi en parte alguna, y entonces una voz me dijo: ‘Vuelve a mirar un poco más arriba’. Alcé los ojos y vi un sendero recto y angosto trazado muy por encima del mundo. El pueblo adventista andaba por aquel sendero, en dirección a la ciudad que se veía al final de aquel. En el comienzo del sendero, detrás de los que ya estaban en él, había una brillante luz, que, según me dijo un ángel, era el ‘clamor de medianoche’. Esa luz brillaba a todo lo largo del sendero y alumbraba los pies de los caminantes para que no tropezaran.

“Delante de ellos iba Jesús guiándolos hacia la ciudad, y si no apartaban los ojos de él iban seguros. Pero no tardaron algunos en cansarse, diciendo que la ciudad estaba todavía muy lejos, y que pensaban haber llegado más pronto a ella. Entonces Jesús los alentaba [...]. Otros rechazaron temerariamente la luz que brillaba tras ellos, diciendo que no era Dios quien los había guiado hasta allí. Entonces se extinguió para ellos la luz que estaba detrás y dejó a sus pies en tinieblas, de modo que tropezaron. Al perder de vista el blanco y a Jesús cayeron fuera del sendero, hacia abajo, al mundo sombrío y perverso” (Primeros escritos, cap. 1, p. 38).

Es obvio que la intención de la visión era animar a los desa­lentados adventistas milleritas ofreciéndoles seguridad y con­­suelo. Más concretamente, les proporcionaba instrucción pa­ra­lela en varios puntos. En primer lugar, que el movimiento del 22 de octubre no había sido erróneo. Por el contrario, el 22 de octubre había sido testigo del cumplimiento de la profecía. Como tal, era una “luz brillante” detrás de ellos para ayudarlos a llevar sus cargas y guiarlos en el futuro. En segundo lugar, Jesús seguiría conduciéndolos, pero tenían que mantener sus ojos fijos en él. En realidad el adventismo contaba con dos enfoques como guías: la fecha de octubre en su historia pasada y la dirección de Jesús en el futuro.

En tercer lugar, la visión parecía indicar que la espera del segundo advenimiento sería más larga de lo que ellos suponían. En cuarto lugar, era un grave error abandonar su experiencia pasada en el movimiento de 1844, y alegar que no era de Dios. Los que co­metieran ese error serían arrastrados a las tinieblas espirituales y perderían el camino.

La visión brindó algunas lecciones positivas. Pero notemos una cosa: No explicaba qué había sucedido el 22 de octubre de 1844. Ese conocimiento vendría como resultado de un estudio serio de la Biblia, como veremos a continuación. En lugar de proporcionar explicaciones concretas, la primera visión de Elena únicamente destacó el hecho de que Dios intentaba seguir conduciendo a su pueblo a pesar de su chasco y confusión. Fue la primera señal de su cuidado profético y su dirección a través de Elena Harmon.

Elena tuvo una segunda visión a la semana siguiente, en la cual se le dijo que debía ir y relatar a los adventistas la visión. También se le dijo que encontraría una gran oposición. Ella se negó a cumplir su deber. “Después de todo –razonó–, no gozo de salud, solo cuento con 17 años, y soy tímida por naturaleza”. Más tarde explicó: “Durante algunos días. [...] rogué a Dios que me quitara de encima aquella carga y la transfiriese a alguien más capaz de sobrellevarla. Pero no se alteró en mí la conciencia del deber, y continuamente resonaban en mis oídos las palabras del ángel: ‘Comunica a los demás lo que te he revelado’ ” (Notas biográficas, cap. 8, p. 76). Ella siguió diciendo que prefería la muerte a la tarea que tenía por delante. Habiendo perdido la dulce paz que la había embargado en su conversión, se sintió desesperada una vez más.

No es de extrañar que Elena Harmon se sintiera desmayar ante el pensamiento de tener que presentarse en público. Des­­pués de todo, la mayoría de la gente se burlaba abiertamente de los milleritas, y las propias filas del posmillerismo estaban plagadas de serios errores doctrinales y de una amplia gama de fanatismo. Y, so­bre ­todo, el don profético se hizo especialmente sospechoso en 1844, tanto entre los milleritas adventistas como fuera de ellos. El verano de 1844 fue testigo de la muerte de Joseph Smith, el “profeta” mormón, a manos de una turba en Illinois; mientras a fines de 1844 y principios de 1845 surgieron muchos “profetas” adventistas de dudosa reputación, muchos de los cuales operaban en Maine. En la primavera de 1845, el grupo mayoritario de adventistas tomó el acuerdo de que ellos “no tenían confianza en ningún mensaje nuevo, ni en visiones, sueños, don de lenguas, milagros, dones extraordinarios ni revelaciones” (Morning Watch, 15 de mayo de 1845).

En ese ambiente, no nos sorprende que la joven Elena Harmon tratara de rechazar su llamamiento a un cargo profético. Pero, a pesar de sus temores personales, se atrevió y empezó a presentar a los confundidos adventistas los consejos consoladores de Dios. Una ligera mirada a sus primeras declaraciones autobiográficas indica que encontró mucha oposición a su persona y mucho fanatismo. Algunas de sus primeras vi­siones combatieron tanto el fanatismo como la oposición, al dar consejos y reprensiones que muy a me­nu­do fueron de ca­rácter bastante personal.

Su reacción natural era moderar los mensajes y hacerlos aparecer tan favorables para el individuo como fuera posible. Pero se dio cuenta de que seguir ese curso de acción tendría el efecto de suavizar el mensaje de Dios. Con el tiempo tuvo una vi­sión en la cual aquellos a quienes no les entregaba fielmente los mensajes se le acercaban con “rostros que eran el mismo retrato de la desesperación y el horror”. “Se acercaron a mí –escribió ella– y restregaron sus ropas contra las mías. Al mirar mis vestidos, vi que estaban manchados de sangre”. Al igual que el profeta Ezequiel de la antigüedad, Elena Harmon aprendió en visión que sería considerada responsable si no era fiel en entregar los mensajes de Dios a su pueblo (Testimonios para la iglesia, t. 5, pp. 616-618).

Como resultado de estas y otras experiencias, ella empezó a viajar más a menudo para presentar sus mensajes, tanto ante congregaciones de milleritas que investigaban, como a individuos en particular. Pero empezaron a surgir problemas. Ella no podía viajar sola. Su hermano Roberto estaba demasiado enfermo para acompañarla, y su padre tenía una familia que sostener.

Entonces surgió el nombre de Jaime White, como solución al problema. Era un joven predicador millerita miembro de la Conexión Cristiana. Durante un tiempo Jaime y una o dos amigas acompañaban a Elena a los distintos lugares. Pero hasta ese arreglo dejaba a Jaime y a Elena expuestos a posibles críticas. La solución fue el matrimonio, aun cuando muchos de los mi­lleritas de entonces creían que ca­sarse significaba negar su fe en el inmediato regreso de Cristo. Después de todo, el matrim­onio sugería que la vida en esta Tierra seguiría adelante. A pesar de las críticas, Elena Harmon y Jaime White se casaron en Portland, Maine, el 30 de agosto de 1846.

Los viajes subsiguientes les resultaron más fáciles, no así el sostenimiento de ambos. Eso se hizo especialmente difícil con el nacimiento de sus primeros dos hijos: Henry, en agosto de 1847, y James Edson, en julio de 1849. Los primeros años de casados fueron años de pobreza y de viajes incesantes, mientras los White predicaban y presentaban los mensajes de Dios a los adventistas mi­lleritas esparcidos y confusos. Lo único que mantenía a la pareja viajando era su esperanza en el pronto regreso de Jesús y su convicción de que Elena tenía palabra de Dios que entregar al pueblo adventista.

Con el paso del tiempo, empezó a perfilarse el concepto de un cuerpo especial de adventistas. Se trataba de un pueblo que empezó a formarse en torno a una serie de doctrinas que tenían sus raíces en la experiencia de los milleritas. Tanto esas doctrinas como la relación de Elena de White con su desarrollo son temas importantes de este libro.

Introducción a los escritos de Elena G. de White

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