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Buenos Aires, Septiembre de 1832

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—La cosa se está poniendo fea —dijo Juan Manuel, explicando el porqué de su mal humor.

—¿Son los abogaditos? preguntó Encarnación, con visible desprecio hacia esa profesión.

—No sólo ellos. También los gobernadores me presionan. Estoy rodeado de traidores.

—Tenés que endurecer la mano, Juan Manuel —contestó ella, quien en privado lo trataba de “vos”, pero en público de “Usted”.

La relación entre Juan Manuel y su esposa era muy especial. Por un lado, llamaba mucho la atención que un hombre buen mozo, rico y poderoso estuviera casado con una mujer tan fea. Tan así era, que sus enemigos la ridiculizaban refiriéndose a ella como “la mulata Toribia”. Por otro lado, era inaudito que en una sociedad donde las mujeres sólo se dedicaban a cuestiones domésticas, Juan Manuel compartiera con ella todos los temas de gobierno.

Ya desde su inicio, Juan Manuel y Encarnación Ezcurra habían tenido una relación única. Siendo adolescentes, se enamoraron perdidamente, pero los padres de Juan Manuel se opusieron, tenían otros planes para el muchacho. Ante la negativa paterna de dar su consentimiento al matrimonio, Juan Manuel soltó una bomba en su casa: Encarnación estaba embarazada. Se arregló un casamiento en el campo entre secretos y apuros, pero al poco tiempo se supo que lo del embarazo había sido una mentira para poder casarse. Los padres de Juan Manuel, especialmente la madre, se indignaron, y la relación con su hijo se hizo insostenible. La joven pareja se fue de la casa. Juan Manuel hizo negocios con su amigo de toda la vida, Nepomuceno Terrero, y salió adelante, pero juró no usar los apellidos de sus padres. Los apellidos de las Zetas porque su madre era LópeZ y su padre OrtiZ de RoZas. Por idea de Encarnación, cambió su apellido a Rosas, sin la odiada Zeta.

—¡Mano dura quisiera aplicar! Pero, ahora, me tienen negados los poderes extraordinarios. Quieren que el Gobierno esté más controlado por la Legislatura.

—¡Qué traidores! Pensar que antes te suplicaban que los salvaras del sable de Lavalle, y ahora quieren controlarte. ¿Y qué dicen los hacendados?

—Están todos muy mal por la sequía. Su principal preocupación es sobrevivir, no apoyarme.

—¿Quiroga?

—Me ve como a un rival. No va a mover un dado a mi favor.

—¿López?

—¿El de Santa Fe? Quedamos distanciados desde que yo le sugerí que fusilara al general Paz, y él hizo todo lo contrario.

Los dos quedaron sumidos en silencio mientras tomaban un par de mates.

—Entonces, Juan Manuel, a mí me parece que hay que dejarles el Gobierno a los abogaditos y ayudarlos a que fracasen. Y si es posible ayudar a que se los coman los de afuera.

—¿Quiénes?

—Quiroga y López. Que se los lleven por delante —dijo ella.

—El ejército de Buenos Aires es demasiado poderoso como para que los caudillos del interior se le animen.

—¿Pero qué pasa si… —dijo ella con una sonrisa maligna—, si te llevaras al ejército? Les dejás abiertas las puertas de Buenos Aires.

—¿A dónde me llevaría el ejército?

—¡Vos sos el Brigadier General! Decímelo vos, yo solo doy una idea.

Nuevamente quedaron en silencio compartiendo unos mates.

—No se me había ocurrido—dijo él, con malicia—. Podría dejar el Gobierno y llevarme el ejército a hacer una campaña contra los indios.

—¡Perfecto! —dijo ella, con entusiasmo— Los hacendados te apoyarán porque les pagarás con las tierras conquistadas.

—El problema es que no estaré en Buenos Aires para asegurarme de que los traidores fracasen gobernando.

—No estarás vos, pero estaré yo. Creeme que sé cómo hacerlo. Moveré cielo y tierra.

—No me cabe la menor duda —dijo él con una sonrisa de aprobación.

—Vos, Juan Manuel, volvé victorioso de pelear a los indios, y yo te aseguro que en Buenos Aires te esperará un cargo de Gobernador vacante. Pero —dijo ella con misterio— debes prometerme una cosa.

—¿Qué?

—Que en tu segundo gobierno no cometerás el mismo error. Gobernarás con mano dura.

—Prometido.

* * *


Juan Manuel de Rosas.

La conquista de Rosas

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