Читать книгу Teoría y análisis de la cultura - Gilberto Giménez Montiel - Страница 16
COMUNIDADES IMAGINADAS (*)
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Desde la Segunda Guerra Mundial, toda revolución exitosa se ha definido a sí misma en términos nacionales —la República Popular de China, la República Socialista de Vietnam, etcétera— y de esta manera se ha cimentado firmemente en un espacio territorial y social heredado del pasado prerrevolucionario. A la inversa, el hecho de que la Unión Soviética comparta con el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte la rara distinción de eludir la nacionalidad en su propia denominación, sugiere que esto puede ser tanto el legado del Estado dinástico prenacional del siglo XIX como el signo precursor del orden internacional del siglo XXI. (1)
Eric Hobsbawm está en lo cierto cuando declara: “Los movimientos y estados marxistas han tendido a convertirse en nacionales, no sólo en cuanto a la forma sino también en cuanto a la sustancia, es decir, en nacionalistas. No hay nada que indique que esta tendencia no vaya a continuar”. (2)
Esta tendencia tampoco se limita al mundo socialista. Casi cada año las Naciones Unidas admiten nuevos miembros. Y muchas “viejas naciones”, ya totalmente consolidadas, se encuentran amenazadas dentro de sus propias fronteras por subnacionalismos que, naturalmente, sueñan con desprenderse algún día feliz de ese “sub”. La realidad es bastante simple: el “fin de la era del nacionalismo” por tanto tiempo profetizado, no está ni remotamente a la vista. En efecto, la nacionalidad (nation–ness) es el valor más universalmente legitimado en la vida política de nuestros días.
Pero si bien los hechos están claros, su explicación todavía sigue siendo objeto de una larga disputa. Nación, nacionalidad, nacionalismo: todos se han mostrado como conceptos difíciles de definir y, más aún, de analizar. En contraste con la inmensa influencia ejercida por el nacionalismo en el mundo moderno, es evidente que no existe una teoría suficientemente plausible acerca del mismo. Hugh Seton–Watson, autor del mejor y más completo texto escrito en inglés sobre el nacionalismo, y heredero de una vasta tradición de historiografía y ciencia social liberal, observa tristemente: “De esta manera he llegado a la conclusión de que no se puede divisar ninguna “definición científica” de nación; sin embargo, el fenómeno ha existido y existe”. (3)
Tom Nairn, autor de The Breakup of Britain (La desintegración de Gran Bretaña), y heredero de la seguramente menos vasta tradición de la historiografía y ciencia social marxista, observa cándidamente: “La teoría del nacionalismo representa el gran fracaso histórico del marxismo”. (4)
Pero incluso esta confesión es de alguna manera engañosa, en la medida en que puede interpretarse como si diera a entender el lamentable resultado de una larga y concienzuda búsqueda de claridad teórica. Sería más exacto afirmar que el nacionalismo ha resultado ser una incómoda anomalía para la teoría marxista y, precisamente por eso, ha sido generalmente eludido más que confrontado. ¿Se puede explicar de otra manera el fracaso del propio Marx en explicar el crucial pronombre posesivo en su memorable formulación de 1848: “Por supuesto, el proletariado de cada país debe ajustar cuentas ante todo con su propia burguesía nacional”? (5)
¿Se puede explicar de otro modo el uso por más de un siglo del concepto “burguesía nacional” sin serios intentos de justificar teóricamente la importancia del adjetivo “nacional”? ¿Por qué es teóricamente significativa esta calificación de la burguesía, siendo así que constituye una clase mundial en cuanto definida en términos de relaciones de producción?
El objetivo de este libro es ofrecer algunas sugerencias tentativas para una interpretación más satisfactoria de la “anomalía” del nacionalismo. Mi idea es que en lo concerniente a este tópico, tanto la teoría marxista como la liberal se han degastado en un tardío esfuerzo ptolemaico por “salvar las apariencias”, y se requiere urgentemente una reorientación de la perspectiva en un sentido, por así decirlo, copernicano. Mi punto de partida es que la nacionalidad o, si se prefiere, en vista de los múltiples significados de esta palabra, la nacion–alidad (nation–ness), lo mismo que el nacionalismo, son artefactos culturales de un tipo particular. Para entender esto adecuadamente, necesitamos considerar cuidadosamente cómo han llegado a la existencia histórica, en qué formas han cambiado sus significados a lo largo del tiempo y por qué provocan en nuestros días tan profunda legitimidad emocional.
Intentaré argumentar que la creación de estos artefactos hacia fines del siglo XVIII (6) fue resultado de la destilación espontánea de un complejo entrecruzamiento de fuerzas históricas discretas, pero que, una vez creados, se tornaron “modulares”, es decir, capaces de ser trasplantados, con diversos grados de autoconciencia, en una variedad de terrenos sociales para combinarse y ser combinados con una igualmente amplia variedad de constelaciones políticas e ideológicas. También intentaré demostrar por qué estos peculiares artefactos culturales han despertado adhesiones tan profundas.
Conceptos y definiciones
Antes de abordar las preguntas planteadas anteriormente, parece aconsejable considerar brevemente el concepto de “nación” y ofrecer una definición operativa. Los teóricos del nacionalismo se han sentido perplejos, por no decir irritados, frente a estas tres paradojas: 1) la modernidad objetiva de las naciones desde el punto de vista de los historiadores, versus su antigüedad subjetiva a los ojos de los nacionalistas; 2) la universalidad formal de la nacionalidad como concepto sociocultural —en el mundo moderno todos pueden, deben o habrán de “tener” una nacionalidad, del mismo modo que todos tienen un sexo—, versus la irremediable particularidad de sus manifestaciones concretas, de tal modo que la nacionalidad “griega”, por ejemplo, es sui generis por definición; 3) el poder “político” del nacionalismo versus su pobreza filosófica, e incluso su incoherencia. En otras palabras, a diferencia de otros “ismos”, el nacionalismo nunca ha generado sus propios grandes pensadores: ningún Hobbes, Tocqueville, Marx o Weber. Este “vacío” da lugar fácilmente a cierta condescendencia entre los intelectuales cosmopolitas y multilingües. Como Gertrude Stein frente a Oakland, se puede concluir rápidamente que no hay “ningún allá, allá”. Resulta característico que incluso un estudioso tan simpatizante del nacionalismo como Tom Nairn no pueda menos que escribir lo que sigue: “El ‘nacionalismo’ es la patología del desarrollo moderno de la historia, tan inevitable como la ‘neurosis’ en el individuo, que lleva anexa la misma ambigüedad esencial, con una capacidad incorporada similar de convertirse en demencia, arraigada en los dilemas que produce la incapacidad de enfrentarse al mundo (el equivalente del infantilismo para las sociedades) y en gran parte incurable”. (7)
Una parte de la dificultad radica en la tendencia a hipostasiar inconscientemente la existencia del Nacionalismo con N mayúscula —como se puede hipostasiar, por ejemplo, Edad con E mayúscula en algunas expresiones— para clasificarlo luego como una ideología. (Nótese que si bien todos tienen una edad, Edad es una expresión meramente analítica). Creo que se facilitarían las cosas si se le tratara como un concepto afín al de “clan” y al de “religión”, pero no al de “liberalismo” o “fascismo”.
En sentido antropológico, propongo entonces la siguiente definición de nación: es una comunidad política imaginada, e imaginada como intrínsecamente limitada y soberana.
Es imaginada porque incluso los miembros de la nación más pequeña nunca sabrán mayor cosa de la mayoría de sus conciudadanos, no los conocerán y ni siquiera oirán hablar de ellos; sin embargo, en la mente de cada uno de ellos vive la imagen de su comunión. (8) Renán se refirió a esta imaginación con su habitual sutileza cuando escribió: “Ahora bien, pertenece a la esencia de la nación el que todos los individuos tengan muchas cosas en común y también el que todos hayan olvidado muchas cosas”. (9) Con cierta ferocidad, Gellner apunta a algo similar cuando afirma: “El nacionalismo no es el despertar de las naciones a la autoconciencia: más bien inventa naciones allí donde no existen”. (10)
El trasfondo de esta formulación, no obstante, es que Gellner está tan ansioso por mostrar que el nacionalismo se disfraza bajo falsas pretensiones, que asimila “invención” a “fabricación” y a “falsedad”, en lugar de asimilarla a “imaginación” y “creación”. De este modo, supone la existencia de comunidades “verdaderas” contrapuestas ventajosamente a las naciones. De hecho, todas las comunidades mayores que las aldeas primordiales donde se da el contacto cara a cara (y quizás también éstas) son imaginadas. Las comunidades deben distinguirse no según el criterio de su falsedad o de su autenticidad, sino según el estilo en que son imaginadas. Los aldeanos javaneses supieron desde siempre que estaban conectados con gente a la que nunca habían visto, pero alguna vez estos vínculos fueron imaginados en términos particularistas, como redes clánicas y clientelísticas que pueden ensancharse indefinidamente. Hasta hace poco la lengua javanesa no disponía de una palabra para significar la abstracción “sociedad”. Hoy en día podemos pensar en la aristocracia francesa del ancien régime como una clase, pero seguramente fue imaginada de esta manera muy tardíamente. (11) A la pregunta “¿quién es el conde de x?”, la respuesta normal no hubiera sido “es un miembro de la aristocracia”, sino “el lord de x”, “el tío del barón de y” o “un cliente del duque de z”.
La nación es imaginada como limitada porque la mayor de ellas, la que cuenta tal vez con mil millones de habitantes, tiene límites finitos aunque elásticos, más allá de los cuales hay otras naciones. Ninguna nación se imagina a sí misma como coextensiva con la humanidad. Ni siquiera los nacionalistas más mesiánicos sueñan con el día en que todos los miembros de la raza humana vengan a unirse a sus naciones del modo en que era posible en algunas épocas, por ejemplo, que los cristianos soñaran en un planeta totalmente cristiano.
La nación se imagina como soberana porque el concepto surgió en una época donde la Ilustración y la Revolución estaban socavando la legitimidad de los reinos dinásticos jerárquicos divinamente regulados. Llegadas a la madurez en una etapa de la historia humana en donde aún los más devotos adherentes de cualquier religión universal tuvieron que confrontarse inevitablemente con el pluralismo viviente de tales religiones y con el alomorfismo entre los reclamos ontológicos de cada fe y su extensión territorial, las naciones sueñan con ser libres y, cuando es bajo la autoridad de Dios, directamente así, sin mediaciones. La garantía y el emblema de esta libertad es el Estado soberano.
Finalmente, es imaginada como una comunidad porque, pese a la actual desigualdad y explotación que pueden prevalecer en cada una de ellas, la nación se concibe siempre, a lo sumo, como una profunda camaradería horizontal. En última instancia es esta fraternidad lo que ha hecho posible en los dos últimos siglos que millones de personas no tanto mataran, sino murieran voluntariamente por estas limitadas imaginaciones.
Tales muertes nos enfrentan abruptamente con el problema central planteado por el nacionalismo: ¿qué es lo que hace que las reducidas imaginaciones de la historia reciente (no más de dos siglos) hayan generado tan colosales sacrificios? Creo que un principio de respuesta se encuentra en las raíces culturales del nacionalismo.