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VI. Identidades sociales
ОглавлениеLa cultura, en sentido antropológico y sociológico, aparece siempre ligada a la identidad social en la medida en que ésta resulta de la interiorización distintiva y contrastante de la misma por los actores sociales, según el axioma, “no hay cultura sin sujeto ni sujeto sin cultura”. En este sentido, la identidad no es más que el lado subjetivo de la cultura y se constituye en virtud de un juego dialéctico permanente entre autoafirmación (de lo mismo y de lo propio) en y por la diferencia.
Como el punto de referencia obligado de toda teoría de la identidad social será siempre la identidad individual que constituye, por así decirlo, su paradigma y su “analogado principal”, no está por demás iniciar esta sección con una breve reflexión sobre este tema, como la presentada por Edgar Morin (“Ficha de identidad individual”).
A continuación, Gilberto Giménez expone, en forma compendiada y sistemática, los principales parámetros teóricos del concepto de identidad, generalmente dispersos en las diferentes ciencias sociales con desigual grado de elaboración.
Situándose exactamente sobre estos mismos parámetros teóricos (que ponen el énfasis en la diversidad de las pertenencias en la definición de la identidad), el escritor franco–libanés Amin Maalouf presenta su testimonio personal y extrae las consecuencias políticas discriminatorias, excluyentes y virtualmente “asesinas” del hecho de sobrevaluar una sola de las dimensiones —generalmente la dimensión étnica— de la propia identidad.
Siguen algunas concreciones territoriales de la identidad, como la étnica, conceptualmente esclarecida por Dimitri D’Andrea, como aquella fundada en una “consanguinidad imaginaria”, y asimismo sobre la identidad regional, brillantemente presentada por el sociólogo suizo Michel Bassand, como representación valorizada de la propia región (y el consecuente apego a la misma), de donde resultarían el sentimiento de autoestima, la solidaridad regional y la capacidad de movilización en vista del desarrollo regional.
La importante contribución de Robert Fossaert (“Las identidades”), enriquece estas perspectivas al introducir una luminosa distinción entre identidades “colectivas” (que para evitar confusiones hemos traducido por “globales” o, mejor, “englobantes”) e identidades diferenciales (que operan en el interior de las primeras), ofreciéndonos una vasta tipología histórica de estas dos formas de identidad en su permanente interrelación. Según Fossaert, por ejemplo, la “nación” sería una forma de identidad globalizante, contigua a la aparición del Estado y a las “clases industriales” modernas.
Por otra parte, Edgar Morin nos amplía la descripción de este extraño ser “antropomorfo, teomorfo y cosmomorfo” que responde, según él, a un mito sincrético “pan–tribal y pan–familiar” (“La identidad nacional como identidad mítico–real”). Como el lector podrá apreciar, Morin anticipa con toda claridad y en términos equivalentes el concepto de Nación como “comunidad imaginada”, término que ha hecho famoso a Benedict Anderson, y definición, por cierto, de la cual ya no podrá prescindir cualquier teoría de la identidad nacional.
Cierra esta sección una luminosa intervención de Guillermo Bonfil, en la cual establece claramente por primera vez la tesis de que la cultura mexicana —base de una supuesta o posible identidad nacional— está constituida en realidad por un conjunto multicultural o pluricultural cuya unidad sólo puede entenderse como “unidad de convergencia”.
Esta posición de Bonfil, presentada en un célebre debate sobre cultura e identidad nacional en México, organizado por el Instituto de Bellas Artes en 1981, resultó profética, ya que la tesis de la “condición multicultural” de México fue introducida incluso en la Constitución nacional y hoy en día goza de amplio consenso.