Читать книгу El misterio de los días - Gloria Liberman - Страница 17

Оглавление

Un día cualquiera Arya me estaba hablando de Gurú Nanak, del Templo Dorado y del Consejo de los Diez. Dijo que “el servicio era la base de cualquier tarea espiritual y el pilar más importante de la vida. Es lo primero que tenemos que aprender”.

Me contó que ellos (los sikh) tenían un libro sagrado que se llamaba Gurú Granth Sahib, que eran monoteístas y creían en un solo Dios.

Afirmaba que sus principios espirituales son “practicar o participar en el servicio desinteresado (sewa), ayudar a construir una vida comunitaria de amor y contribuir con la sociedad siempre que sea posible”.

También habló de “estar preparado para proteger y representar los derechos de los débiles para luchar por la justicia y la equidad para todos. Aceptar siempre la voluntad de Dios, y centrarse y mantener un espíritu positivo y optimista”.

Me llamaba la atención un cuadro que había en la sala donde aparecía un hombre muy elegante con turbante, túnica de seda dorada, pantalones bombachos blancos y que tenía un cuchillo amarrado en su cinturón.

Reflexionando sobre esta figura pensé que adornar la casa con un príncipe que lucía un flamante elemento cortopunzante mostraba simbólicamente algún gusto por las armas, o por lo menos que eran parte del orgullo familiar, pero no pregunté nada; probablemente era alguno de sus ancestros.

Ese día, especialmente misterioso, Arya me invitó a entrar a la habitación sagrada en la casa de sus padres; una pieza donde solo había un enorme altar con un arco de madera y telas blancas que colgaban como cortinas, las que se mezclaban con cintas doradas. Al fondo había sobre el pedestal un libro abierto.

En señal de respeto había que entrar descalzo. En el suelo había un colchón tapado por sábanas blancas, con algunos cojines para sentarse y orar.

El “sijismo” —me siguió explicando Arya— se remonta a los años de vida de Gurú Nanak (siglo XV), quien nació en una familia hinduista en la antigua India, hoy frontera con Pakistán. Según sus enseñanzas, la religión debía ser un medio de unión entre seres humanos y quería superar las rivalidades entre hindúes y musulmanes.

Lo que habló me pareció interesante y en su entusiasmo había un trasfondo, un mensaje que iba más allá de cualquier país; sugería unidad, respetar las diferencias y unirse en lo esencial, en que todos somos seres humanos y cada persona puede creer en lo que sea su elección. Igualmente, en una casa pueden convivir muchas ideas —me aseveró— y el propósito final de todo es que juntos podemos avanzar si nos respetamos unos a otros.

Me dio un discurso sobre la destrucción de los pueblos, del poder que consumía al espíritu del ser humano, y que la locura de creer que tienes la razón y que eres mejor que otro era la enfermedad del presente.

En el templo dorado me dijo: “Todos son bienvenidos aquí y tú también. De ahí vienes y hacia allá vas”.

No entendí completamente el mensaje final de ese hermoso día, me pareció algo así como “del polvo vienes y en polvo te irás”, una indicación para no olvidar que somos solo pasajeros en esta vida y en esta realidad.

Su familia se veía de una clase acomodada, tenían negocios y aparentemente se notaba armonía entre ellos.

Me quedé pensando: suponemos tantas cosas. Creemos que la persona que tiene una casa es rica, la que tiene bonita apariencia es feliz; vivimos ocupados en encasillar a otros y así determinamos nuestros comportamientos queriendo ser como otros. ¿Qué sucedería si todas esas suposiciones fueran falsas? Tendríamos que revisar nuestras preferencias, deshacer los tejidos de las ideas fantasiosas y empezar a tejer otros nuevos cada día, cada minuto.

El misterio de los días

Подняться наверх