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Siete

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A Arya le encantaban los animales, tenía perros, gallinas, loros y le gustaba guardarlos a todos dentro de su casa; también tenía un vivero de orquídeas y un jardín precioso. Su esposo contaba que esos animales dormían en su dormitorio. Nunca lo comprobé ya que pocas veces pasé por el lugar donde compartía con sus más íntimos. Creo que su hogar materno seguía siendo para ella su verdadero hogar.

Una vez realizamos un viaje en su viejo jeep: fuimos a unos parques naturales que son reservas ecológicas de animales y nos quedamos a alojar en un hotel bastante precario que la había contratado para restaurarlo y decorarlo. Por el camino de tierra, entre los animales, ella se bajó a buscar un pedazo de tronco. Después de guardarlo dentro de la camioneta nos acordamos de que siempre hay leones en los parques.

Un trecho más adelante nos encontramos con una familia entera de leones acostados en el camino. No era buena idea bajarse a pedirles que se movieran, ni nos atrevimos a tocar la bocina.

Esperamos unos minutos, hasta que los leones se retiraron del camino. Tengo que confesar que no estoy habituada a tratar de cerca con animales tan especiales. En mi tierra a lo más puedes toparte con caballos, vacas y perros.

Ella no tenía miedo de las fieras salvajes. Los leones se ven bastante inofensivos, como grandes gatitos, pero ya había visto varias veces en las noticias que habían atacado a algún turista, obviamente con un desenlace fatal.

En realidad, los seres humanos eran, según ella, “mucho peores”. Dijo: “Los animales solo cazan cuando tienen hambre y eso es de madrugada, no matan por matar”.

Recordé las atrocidades que nosotros, los que nos consideramos “civilizados”, hacemos con nuestros congéneres, cómo nos maltratamos, abusamos de otros y no dudamos en atacarlos ante cualquier rabia, por desquite o simplemente por tener ganas, agresividad y tanta falta de amor y paz.

El destino se encargó de demostrar ese argumento.

Unos días después, una noche en la que Arya visitaba a sus padres, entraron unos individuos armados con la intención de robarles. A ella la encerraron en el baño y a su mamá la llevaron al dormitorio principal para que entregara las joyas y el dinero; al no encontrar un botín contundente, los desconocidos le dispararon, dejándola muerta en el suelo de su pieza.

Al parecer todo fue muy rápido, la policía llegó tarde. La noche se cerró en los ojos de una madre que no volvería a ver el sol.

No lo supe hasta el día siguiente, me mandó a buscar con otra amiga. Me costó creer lo que significa un “abrir y cerrar de ojos”, pensar que en cualquier momento la respiración puede detenerse y todo desaparecer. El efímero velo que separa la vida y la muerte, todo sucediendo en pequeños instantes donde no hay vuelta atrás, el misterioso destino.

Desde ese momento, vivimos unas jornadas de intenso dolor y pesar, varios días de duelo, rezos, acompañando a la familia y entregándole mi apoyo.

Antes del asesinato de la madre de Arya, ella me había contactado para que diera una charla en su grupo de mujeres que se dedicaban a recolectar fondos para caridad.

Uno se pregunta: ¿por qué a personas buenas les suceden cosas malas? Si ella participaba de un “servicio comunitario” no debería haber muerto de esa manera.

De nuestro árbol genealógico heredamos no solo la parte genética, sino también los sucesos vividos por nuestros ancestros; a veces la historia se repite, como una especie de compensación hasta lograr sanar.

Por otro lado, no sabemos de las encarnaciones anteriores cuáles fueron los hechos que quedaron pendientes para reparar.

Recuerdo una historia antigua de un sabio sanador al que le llevaron una persona con problemas en las piernas, que no podía caminar, para que la mejorara. Después de observarlo unos minutos, dijo: “No puedo sanarlo”. Le preguntaron sobre la razón de esa determinación y respondió: “Cuando miré en lo profundo de sus ojos vi que sobre esta persona hay un decreto divino pendiente, pues fue juzgado en el tribunal celestial por su mal actuar en la vida pasada. Era un soldado que mutiló a mucha gente, más allá de sus funciones. Gozaba al dejar a otros sin piernas”.

Algo de esa historia nos dice que cada uno tiene en algún momento que pagar sus faltas y que viene a esta vida a trabajar espiritualmente para superar y recorrer el camino del arrepentimiento que incluye un cambio; esto también se refiere a saldar injusticias cometidas por sus ancestros.

La muerte es una gran maestra mensajera que viene para que reflexionemos y realicemos las modificaciones que necesitamos hacer, con la finalidad de volver a conectarnos con la fuente y con nuestra capacidad creadora.

Desgraciadamente necesitamos pasar por sufrimientos para darnos cuenta del valor de las personas y de lo importante que es la conexión con el ser superior.

La vida nos presenta desafíos constantes y si nos escondemos llegará el día en que tengamos que enfrentarlos.

Aceptar con amor lo que te sucede es algo que requiere una gran maestría; todos sabemos que en algún momento dejaremos nuestro cuerpo físico, nadie nos prepara para la ocasión y nuestra cultura nos transmite una idea de soberbia y arrogancia que hace que nos creamos invencibles.

La aceptación no es resignarse y quedarse como una víctima en la queja y el dolor. Asentir a algo que sucedió requiere procesar el hecho y asumirlo desde la humildad de quien sabe que no puede cambiar lo sucedido, pero sí puede revisar la manera en que lo está viviendo y ahí desprogramar actitudes que te llevan al mismo resultado.

Entonces iba en las mañanas, entraba a la casa de su familia, me sacaba los zapatos y me sentaba en silencio, con los brazos extendidos sobre mis piernas y comenzaba una transfusión de sangre simbólica por varias horas; los acompañaba sin hablar, lloraba con ellos, comía con ellos.

Vino su familia de Inglaterra. Ahí seguimos nuestro duelo, todos juntos, como en una tribu, rezábamos, comíamos, llorábamos.

Fueron días especiales, estábamos unidas por lazos de la hermandad espiritual que trascendían las historias personales, quizás era algo de otras vidas, no sé, solo estaba segura de mi enorme tristeza.

El misterio de los días

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