Читать книгу El misterio de los días - Gloria Liberman - Страница 9
Tres
ОглавлениеEstaban los buses listos para partir, entonces, Schlomo, el hombre del Centro de Kabbalah, se apresuró a saludarme y me dijo: “Súbete a mi bus. Busqué a una persona que se sentará a tu lado y te traducirá al español. Hoy hablaremos solo hebreo”.
No alcancé a responder, se ubicó en el asiento de adelante y vi a una mujer que me hacía señales desde la tercera fila.
Me pareció muy amable su preocupación y me senté. Ahí conocí a Alberta, una joven peinada con una trenza y vestida sencillamente, con una enorme sonrisa en la que mostraba unos brillantes frenillos.
Mi compañera de ruta era muy especial, hablaba poco, pero lo que decía me llegaba profundo. Debe haber tenido unos veinte años y lucía muy segura de sí misma.
En el recorrido paramos primero en un lugar situado en un cerro rocoso. Todos comenzaron a bajarse del bus, había mujeres y hombres.
Ella me dijo: “¡Vamos a bañarnos!”. Miré por todos lados y quedé atónita, pues no vi ninguna playa ni piscina. Pareció adivinar y agregó: “Está en este cerro, aquí hay una cueva con aguas especiales. Es un mikve, dentro te tienes que desnudar, sumergirte en las aguas y hacer el ritual de purificación”.
Nadie me había pedido llevar traje de baño y yo soy una persona muy recatada y no me gusta exhibirme sin ropa frente a extrañas. Aclaro que en esa cueva entraron solo mujeres.
Como había una fila y yo no quería avanzar en la aventura, las que estaban detrás empezaron a rezongar, descontentas. Entonces, Alberta me dijo: “Apresúrate, ¡quítate la ropa y entra en el agua!”.
Como autómata hice lo solicitado, incluyendo los rezos. El agua estaba muy fría, traté de no demorar y enseguida pasé al otro lado donde había otra mujer que me esperaba con mi ropa; la tomé con el cuerpo mojado y me vestí rápidamente, salí por el túnel buscando mi bus y mi bolso donde había llevado una pequeña toalla para emergencias, que fue de gran ayuda.
El viaje continuó y Schlomo hablaba con un micrófono explicando el proceso de purificación que habíamos pasado, tanto mujeres como hombres, y que era una condición muy importante para visitar los lugares sagrados.
No me atreví a preguntar qué sucedía si una mujer estaba en el período menstrual. Me imaginé que no iría al paseo.
Los kabbalistas representan una corriente mística del judaísmo, sus enseñanzas se basan en el libro El Zohar, en la Torá (pentateuco de la Biblia) y en las letras hebreas, entre otros.
Nos detuvimos en un cementerio. Nos pidieron recoger algunas piedras que se veían desparramadas por el suelo. Al parecer allí estaban enterradas personas importantes y la tradición, según explicaba Alberta, era visitarlos desde la humildad, para agradecerles y mantener la presencia de su sabiduría viva.
A los cementerios judíos no se llevan flores, sino que se ofrecen piedras que se ponen como ofrendas en las tumbas.
Vi que otras mujeres se juntaban y rodeaban ciertos lugares. Alberta me dijo que sintiera la energía y que no se podía salir del cementerio por el mismo camino que se había entrado, por eso ellas buscaban vías alternativas.
Me sentí emocionada, nunca había sido amiga de cementerios y los había evitado toda vez que podía, pero ahora sentía que era un llamado ancestral. Quizás ya había estado ahí en otra vida, no lo sé, mi corazón latía con fuerza y unas gotas de sudor salían por mis manos.
De regreso al bus estaba totalmente callada, como si mi boca se hubiera cerrado por alguna razón inexplicable, y no era la única persona que lo sentía de esa manera. En la última fila del bus se sentaba un grupo de mujeres amigas que venían parloteando sin parar y ahora estaban totalmente mudas.
Le comenté a Alberta mi experiencia y me respondió: “Esto no es nada, espera a visitar la tumba de Shimon bar Yojai y ahí te estremecerás como si murieras y estuvieras naciendo nuevamente”.
Paramos a almorzar pita y faláfel, servidos por una familia de religiosos judíos, todo kosher, todo santificado para que fuera un alimento puro.
Schlomo se sentó a mi lado en la mesa y me explicó que la comida kosher se hace de una manera especial donde se siguen las normas de la kashrut, es decir, en el judaísmo hay leyes para todo, para matar animales, para lo que se puede comer y lo que no.
Me dijo: “Hay alimentos prohibidos, porque todo lo que ingieres y la forma que lo haces tiene consecuencias en tu energía y conciencia espiritual. Por ejemplo, no puedes comer cuando estás enojada o sientes rabia porque esa energía se une con la energía del alimento y te puede provocar daño”.
La explicación me hizo sentido, realmente comer de mal humor es terrible y con rabia, peor.
Un día interesante que aún no terminaba y yo comenzaba a sentirme cansada.
Al atardecer, en el crepúsculo, finalmente llegamos a los pies del monte Merón donde se encontraba el lugar sagrado en el que yacían los restos del gran sabio kabbalista del siglo I.
Alberta me contó que Shimon bar Yojai fue un rabino y un sabio que vivió en Galilea (actual Israel) durante la época de la dominación romana, entre finales del siglo I y el siglo II. Se cree que murió en Merón. Según dicen, fue perseguido con peligro de muerte por lo que se tuvo que esconder durante trece años en una gruta, donde supuestamente escribió El Zohar, libro sagrado de acuerdo a la tradición kabbalista y mística.
Todos los años se organiza una peregrinación a su tumba, el día de su muerte.
Los sabios o “justos” en el judaísmo son muy importantes, pues han logrado interpretar lo que viene de la fuente, han recibido un conocimiento luminoso de la inteligencia universal y lo transmiten al resto de las personas.
Alberta me acompañó a la entrada de la gruta y dijo: “Esto es muy sagrado. Aquí lo más importante es que alumbres tu corazón y tu conciencia, para que la sabiduría del Rebe encuentre tu alma y juntos asciendan por el árbol de la vida hasta kéter (la corona). Tienes solo unos segundos para estar allá arriba unida al Creador; si te demoras más tiempo es peligroso, te puedes fundir con la divinidad y desaparecer de la tierra. Te esperaré afuera”.
Afuera ya caía el sol y estaban prendiendo el fuego, haciendo los rezos, preparando el auditorio lleno de sillas, bancas de madera y unos mesones.
La experiencia mística es la suprema transformación del alquimista, del buscador o buscadora espiritual, es el goce infinito de la gracia divina que te permite ingresar al templo más sagrado y lejano, donde el alma vuelve a estar unida a Dios. Es un éxtasis que embriaga a los creyentes y enloquece a quienes no están preparados aún para ese regalo.
Entré a la gruta y vi a varias personas, entre ellas a mi maestro de kabbalah que me hacía un gesto con la mano. Me aproximé y comencé a temblar, no supe qué hacer, me ahogaba y salí corriendo.
El aire frío de la noche se estrelló en mis mejillas, mientras varias personas cantaban y bailaban alegremente.
La vida es una celebración constante.
Había palpado el gran misterio y al sentirme de regreso en el hoy, un rayo luminoso me despertó a las verdades esenciales; en un abrir y cerrar de ojos la suerte estaba echada, experimenté una apertura infinita que nunca había sentido antes y todo ese deseo, anhelo espiritual, se alojó en mi corazón.
Las creencias y prejuicios son el filtro a través del cual percibimos el mundo. Ellos fueron establecidos por la familia según la cultura, la sociedad, para mantener el sistema imperante. Ahora desde la gratitud podemos decirles “sí, gracias” y liberarnos, pues nos damos cuenta de que en su mayoría están obsoletos o son limitantes.
Desde mi ser interior agradecí lo aprendido con mis padres en mi infancia y les pedí simbólicamente permiso para tomar mi propio destino; aunque sus experiencias los habían llevado por otros caminos, que respetaba totalmente, yo necesitaba avanzar en lo mío.
Ese momento de mi vida me dio la seguridad de que lo que me resonaba en el corazón era este sendero sin estructuras, independiente de iglesias, sinagogas o templos, y tenía que abrazar simplemente lo que mi alma me susurraba amorosamente.
Me sentí un poco aturdida por las emociones de ese día, pero también feliz y cansada.
Fui a hacer la fila de la comida, me encontré con otra pita con faláfel que ahora tenía un sabor maravilloso que disfruté y luego me refugié sola en el bus. Habían dejado mantas en los asientos y eso lo recibí como un regalo más que el día me brindaba. Me acurruqué y me quedé profundamente dormida.
La magia de ese día fue como una corona de luz.
Pensé que uno podía valorar lo que sus padres le transmitieron, pero también debía buscar lo propio, aquello que le hacía vibrar y que es único para cada persona.